¡Reflexionar “hoy” sobre el servicio de la autoridad y la obediencia!

Hace más de cincuenta años… la realidad era diferente

El cambio que se ha producido impresiona. Pero es necesario remontarse a los tiempos pre-conciliares para encontrarnos con aquella situación en la cual superiores y superioras:

  • eran reconocidos como “representantes de la voluntad de Dios”, como “voz de Dios”; como quienes garantizaban la ortodoxia, la fidelidad al carisma; o como quienes, agraciados con la gracia de estado, difícilmente se equivocaban.
  • eran obedecidos sin rechistar y, en los casos más graves, debían ser obedecidos “en virtud del voto”; era común pensar que “quien obedece, nunca se equivoca”;  
  • lo eran (“superiores”) en relación a sus  “súbditos”, a quienes debíanmandar y quienes tenían la simple obligaciójn de “obedecer”; quedaba así consagrada la estructura piramidad de la Orden, Instituto o comunidad, que se expresaba simbólicamente de muchas maneras.

Se hablaba entonces más de obediencia que de comunidad o fraternidad, se valoraba más la obediencia cumplida que la acción creadora. Se entendía la obediencia como un sacrificio de holocausto: la forma suprema del sacrificio en la cual no quedaba a disposición absolutamente nada de la víctima.

El superior/a eran personas, por lo tanto, con capacidad de mando, con una cierta propensión a la corrección y a veces a la punición. La vida común giraba en torno a ellos o ellas. Las relaciones entre hermanos o hermanas quedaban muy relativizadas en este contexto. 

Esta forma de entender la autoridad y la obediencia -contra la que tanto choca nuestra mentalidad-, ha prevalecido durante mucho tiempo. Respondía a una visión pre-ilustrada del poder, de la autoridad, a una concepción verticalista y monárquica de la realidad. En algunos institutos -pero sobre todo en la Iglesia- esta autoridad no era temporal (“ad tempus”), sino “ad vitam” (durante toda la vida).

Es obvio que este modelo de autoridad y mando se prestaba a muchas arbitrariedades y ese modelo de obediencia a la inmadurez de las personas. No obstante, así es la condición humana. Vamos evolucionando progresivamente. En ese estado de conciencia de la humanidad y de la Iglesia, no pocas personas -tanto en la autoridad como en la sumisión- fueron capaces de vivir permanentemente bajo la voluntad de Dios, de desarrollar sus dones y de servir a la misión. Así lo expresó bellísima y sabiamente san Francisco de Asís en su “Espejo de Perfección”:

“A él (el superior) le incumbe discernir las conciencias ocultas y sacar la verdad por hilos escondidos. Como principio, tenga por sospechosas todas las acusaciones hasta que la verdad, después de diligente examen, empiece a esclarecerse. No preste oídos a los charlatanes, y, ante todo, cuando acusan, téngalos por sospechosos y no les dé crédito fácilmente. Debe ser de tal temple, que, a trueque de retener el honor, no mancille ni relaje de ninguna manera la virtud insobornable de la justicia y de la equidad. Y obre de tal manera, que no ocasiones la muerte a alma alguna por el excesivo rigor, ni por demasiada blandura sobre la rela´jación de la disciplina. Sea temido y amado de los mismos que le temen. Piense siempre y esté convencido de que la prelacía es, para él, más bien carga que honor”.

Pero, ese modelo se volvió obsoleto, cuando nos llegó la gracia tan especial del Concilio Vaticano II, que puso a la Iglesia al día de la evolución de la humanidad.

En la etapa posconciliar… cambió el modelo

Cambiaron mucho las cosas con el Concilio Vaticano II y los institutos introdujeron generosamente en ellos esa renovación. Pasamos de un sistema piramidal a un sistema molecular, cibernético, reticular. No es la nuestra una sociedad dirigida por un “gran cerebro central”, sino por pequeños cerebros de la periferia que dialogan entre sí y son ciertamente autosuficientes. “Todo aquel que hoy gobierna alguna cosa, está acompañado; no se le impone nada. No se le impone un plan pastoral, una inspiración de fondo, un defreto pontificio, una encíclica; éste es el marco en el que se debe actuar. La operatividad, la responsabilidad va sólo acompañada” (G. De Rita, L’animazione come accompagnamento, Cuadernos Cimp. Cap., Roma 1998, p. 3).

La autoridad y la obediencia comienzan a ser comprendidas desde otra clave: la animación comunitaria en la red de la vida.

A partir de entonces se comenzó a esperar de los superiores/as:

  • un exquisito respeto a la dignidad de las personas y de las comunidades y un reconocimiento real de los carismas individuales; no habrían de sentirse dueños de sus hermanos o hermanas, sino servidores, cuidadores, facilitadores;
  • el paso de la responsabilidad individual a la corresponsabilidad comunitaria, de la imposición verticalista al diálogo, de la condena y corrección a la animación (dar alma para que la comunidad no se duerma sobre lo realizado, ni caiga en la rutina), de la acción judicial a la mediación en los conflictos.

La figura del superior/a queda situada no “sobre” los súbditos/as, sino “entre” los hermanos y hermanas. El descubrimiento de nuevas funciones ante una comunidad que ha de ser cada vez más adulta y, por lo tanto, más compleja, hace que no pocas de las personas llamadas a ejercer este ministerio en la vida consagrada se hayan sentido no preparadas, no aptas para orientar, dirigir, sanar, tanta complejidad. Con el paso del tiempo, hemos ido comprendiendo que las cualidades más importantes en una persona con función de animación, no solo tienen que ver con su preparación cultural o intelectual, o incluso espiritual, sino con otras cualidades humanas que ahora revisten una importancia única:

  • la prudencia; ella genera las otras virtudes cardinales (justicia, fortaleza y templanza); 
  • la autoestima, que favorece una personalidad cada vez más madura y equilibrada;
  • la transparencia, sinceridad y honradez, que iluminan siempre la comunidad y le permiten caminar en la verdad: el sí es sí y el no es no;
  • la capacidad de dialogar y establecer una búsqueda conjunta de soluciones;
  • la capacidad de acompañar y esperar;
  • la capacidad de unir a personas diferentes, de mediar en los conflictos, de realizar nuevas síntesis.

Esta figura del animador/a se vierte sobre diversas áreas de la vida comunitaria: el área de la misión, de la comunión, de la vocación, de la espiritualidad.

Pues bien, he aquí porqué resulta sumamente interesante preguntarse en este “novo millennio ineunte” cómo entender en la Iglesia y, específicamente en la vida consagrada, la autoridad y la obediencia.

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