¿Qué es la fe? ¡Un camino! (primera parte)

El Papa Benedicto XVI nos dice –al invitarnos al Año de la Fe- que la puerta de la fe está siempre abierta. Esta puerta no nos introduce en una sala, ni siquiera en un templo, tampoco en un aula de teología o en una universidad. ¡Es la puerta que nos introduce en un camino que hay que seguir y recorrer. Es un camino que se inicia con el bautismo y se concluye con nuestro paso de este mundo al mundo porvenir.

Sí. La fe es un camino cuyo recorrido nos va haciendo cada vez más creyentes y hace posible nuestro paso desde la “poca fe” (micro-pistía –la llamaba Jesús-) hacia la fe grande, capaz de mover montañas y para la que nada es imposible.

Contemplemos, pues, la fe como un camino con su origen, sus etapas y su meta.

En el origen de la fe: el Espíritu de Dios

Decir que la fe es un “don”, no basta. Es un don del Espíritu Santo. El Espíritu Santo está en el origen misterioso de nuestra fe. No cree quien se esfuerza en ello, sino aquella persona a quien le es concedido. Surge la fe cuando el amor de Dios es derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu que nos ha sido dado (Rom 5,1-5). Es el resultado -que afecta a todo nuestro ser- de ese “personal pentecostés” que nos sorprende como vendaval, terremoto, aluvión u ola de fuego, o como sombra. Es el efecto de ese acontecimiento que nos arranca el corazón de piedra y lo suplanta por un corazón de carne, que anula la ley exterior y pone en el interior la ley de Dios, que nos invita a establecer una alianza de amor, nueva y definitiva.

El efecto del derramamiento del amor de Dios sobre nuestros corazones a través del Espíritu Santo es la tríada fe-esperanza-caridad, que denominamos en nuestra tradición “virtudes teologales”.

  • Desde la perspectiva de las tres virtudes, lo que se produce en nosotros es como un gran “enamoramiento” o “apasionamiento vital”, que enciende nuestro amor, ilumina nuestra inteligencia, moviliza todo nuestro ser hacia un futuro que anhela impacientemente sin que esté al alcance de nuestras fuerzas. Quienes han sido agraciados con esta experiencia dicen que es como si hubiesen sido trasladados de la muerte a la vida, de las tinieblas a la luz, de la noche al día, de la esterilidad a la fecundidad. Este particular pentecostés nos hace entrar en un “estado naciente”, donde todo adquiere color, sentido: el pensar, el sentir, el amar, el cuerpo, el movimiento interior y exterior, el pasado, el presente y el futuro. El Espíritu derramado en nuestro corazones cambia nuestros esquemas, nuestros horizontes; afecta a nuestra mente, a nuestra fantasía, a nuestros sentidos. Es como cuando un cuerpo que estaba inconsciente recobra la conciencia, como cuando una ciudad en block-out (apagón) recibe a luz.  La presencia dinámica del Espíritu nos convierte en personas que padecen “teopatía”, afectadas en todo su ser por la invasión de Dios y por las tres energías divinas de la caridad, la fe y la esperanza.
  • Desde la perspectiva que denominamos “fe”, el Espíritu ilumina nuestra inteligencia y le hace comprender lo que hasta ahora no había sospechado. Nos hace adentrarnos en  un territorio “trans-” donde acontece aquello de san Juan de la Cruz: “toda sciencia trascendiendo”. Desde ese mirador la realidad se lee de otra manera. Hasta la culpa es bendecida: O felix culpa! –cantamos en el pregón pascual-. Pablo llegó a decir que se nos “concede” la “mente de Cristo (nous Christou)” (1 Cor 2,16); es decir, que se produce en nosotros una auténtica “meta-noia”, un cambio de mente, de mentalidad. Cuando cambiamos el chip, el sistema operativo, somos trasladados a otra visión, a otro orden de cosas. Por eso, la fe como don divino nos traslada a un espacio trascedente, que no suprime la razón, pero sí la supera.

¿En qué consiste esa nueva perspectiva y visión que el Espíritu nos concede?

El Espíritu de Dios Padre, creador

El Espíritu nos concede la capacidad de descubrir la imagen del Creador en la naturaleza, en la humanidad, en el cosmos. Nos resulta fácil ver aquello que  “es invisible a los ojos”, percibir la Belleza tras las cosas bellas, la Bondad tras las cosas buenas, la Verdad tras las verdades.

La fe nos lleva a la invención, es decir, a desvelar lo que está detrás y está -por eso- ahí. Lo que percibimos de la naturaleza, de la humanidad, del cosmos no es solo aquello que ahora vemos y tocamos, sino todo un mundo de realidades ocultas que pueden ser encontradas (in-venio), inventadas, es decir, descubiertas.

Por eso, los inventores, los descubridores son personas movidas por la fe, por el ansia de revelación. Es la fe en esa realidad oculta la que inspira a los artistas, a los científicos, a los pensadores y filósofos, a los novelistas. En ese movimiento hacia el descubrimiento y la invención llevan consigo a miles de personas que de una u otra forma colaboran en la aventura. Por eso, ¿cómo poder pensar que existe avance, progreso, invención, sin fe? La fe de tales personas merece el máximo reconocimiento: ¡un auténtico reconocimiento teológico! De una u otra forma han entrado en el camino de Creo en la tierra y en el cielo, hasta llegar al final del camino y poder confesar: ¡Creo en Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra!

El Espíritu de Jesús, su memoria viviente

El Espíritu también nos concede la gracia de creer en Jesús, de descubrir cómo el hombre judío Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios.

Se trata de una fe aparentemente excesiva; supera las posibilidades de la razón; la misma razón humana se niega a ello; y más todavía cuando Jesús es el que muere en la cruz gritando “Dios mío, ¿porqué me has abandonado? ¿No bastaría creer en la gran humanidad de Jesús? se pregunta nuestra razón. Hasta ese punto, ¡de acuerdo! ¿Pero cómo llegar a creer en el prólogo del cuarto Evangelio?:

“Al principio existía la Palabra, la Palabra era Dios, todo fue creado por ella… Y la Palabra se hizo carne, y habitó entre nosotros… El Hijo que mora en el seno del Padre nos lo ha dado a conocer”. Creer en un Jesús así, ¿no nos lleva al límite de la locura? El Espíritu Santo y solo El, nos lleva a exclamar: “Jesús es Señor”.

  • Sólo el Espíritu Santo nos lleva a creer en la concepción virginal de Jesús en el seno de María por obra suya.
  • El Espíritu estuvo tan unido y presente en toda la vida de Jesús -desde su origen hasta su muerte- que sólo Él  puede hacernos creer en Jesucristo, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado… que por nosotros bajó del cielo… por obra del Espíritu Santo fue concebido de María Virgen, murió y fue sepultado”.
  • Sólo el Espíritu nos hace creer que Jesús resucitó y subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre. Muchas personas tropezaron y siguen tropezando ante la piedra de contradicción que es Jesús. Muchas son las personas que se escandalizan de Él y no creen. Pero el Espíritu colabora con el Padre para revelar quién es el Hijo -en la concepción, en el bautismo, en la transfiguración, en Pentecostés-.
  • Más todavía, el Espíritu nos hace ver a Jesús en aquella comunidad que es su Cuerpo, la Iglesia, en los sacramentos de la Iglesia, en especial la Eucaristía, el Espíritu nos hace sentir a Jesús-Palabra de Dios en la Palabra de la Sagrada Escritura.

Por eso, afirmamos que gracias al Espíritu “creemos en la Iglesia” y en aquello que fundamentalmente la constituye, la Palabra y los Sacramentos. Es el Espíritu el que -más allá de toda razón- crea un pueblo histórico de creyentes. una bimilenaria tradición de fe, que a los ojos de los sabios de este mundo, parece locura, necedad.

  • Es el Espíritu el que nos hace descubrir la presencia de Jesús en los pobres, los encarcelados, los enfermos, los presos, en los heridos del camino. Es el Espíritu del Dios Creador y de Jesús el que nos permite descubrir la imagen de Dios en todo ser humano y las huellas de Dios en toda la creación.

Esta fe en el Jesús, prolongado y sacramentalizado en su Iglesia, es también paradójica: porque se enfrenta a toda una serie de argumentos en contra, que parecen contradecir esa identificación. Más todavía, el Espíritu prolonga en sí mismo la misión de Jesús; la lleva a su plenitud; la hace válida y operante en todas y cada una de las generaciones humanas, más allá de espacios y tiempos concretos.

Creo en el Espíritu Santo

Creemos en Aquel Misterio Ser que nos hace creer. El Espíritu nos desbordar por doquier. El Espíritu llena la tierra. Y su presencia en esa plenitud es inspiradora, creadora, redentora o sanadora. El Espíritu Santo es el inspirador. Creer en Él es creer en lo más inmediato, en lo misteriosamente tangible.

Del Espíritu y de la inspiración hablan muchos seres humanos. Están convencidos de su existencia y presencia. Lo denominan con mil nombres. Hablan de Él y lo experimentan en todas las religiones.

El Espíritu es una Presencia indescriptible que transforma al ser humano. “Creo en el Espíritu Santo” lo dicen millones de seres humanos. Y creen en Él sin haberlo visto, sin conocerlo, sin poder describirlo. El Espíritu desborda toda comprensión. Cuando creemos en el Espíritu infinito, entones no cerramos las puertas a ninguna de sus manifestaciones, incluso las más paradójicas, como el Espíritu de Jesús.

“Creo en la inspiración” duran miles y miles de artistas, deportistas, pensadores, filósofos, científicos. La denominarán con centenares de nombres. La realidad inspiradora los vuelve personajes liminales, capaces de expresar lo que hasta ahora no había sido dado a luz, los apasiona, los hace entrar en trance, en éxtasis artístico. Cuando los seres humanos son humildes, es decir, reconocen  sus límites y por lo tanto, no ponen límites a la posibilidad, dejan siempre abierto el camino de la fe, hacia una fe todavía no encontrada. Los agnósticos, sin embargo, se paran, se detienen en el camino, su humildad es arrogante, no creen hasta el punto de renunciar a conocer lo que no conocen.

La fe también se cuela en las relaciones humanas. El encuentro interpersonal nos deja siempre enormemente cuestionados. No es fácil “creer” en el amor, “creer” en la amistad. Hay personas que se prestan al juego de la relación, pero el fondo, no creen, esperan ser engañados de un momento a otro, juegan también con la posibilidad del engaño y así piensan haberlo superado. Nunca se arriesgan a nada. Todo lo tienen calculado. No creen en el amor, ni en la vida,  ni en la bendición.

El Espíritu sitúa nuestra fe ante el abismo infinito, la lanza siempre más allá, la vuelve aventurera, arriesgada, y la sitúa al borde del Infinito. Por eso, decir que se cree en lo hermético, no nunca alcanzado, lo inalterable, lo que está más allá de todas fronteras y límites, es lo mismo que confesar: “Creo en el Espíritu Santo”. El mismo Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, porque no sabemos creer como conviene.

Todo esto queremos decir cuando afirmamos que la fe es un “don”, un don del Espíritu. Y ese don, depende de tal forma del Espíritu que sin nuestra conexión permanente con el Espíritu ese don se diluye, se pierde.

La respuesta: ¡encaminarse!

El Espíritu no nos obliga a creer. Nos invita a creer. Nos pide que -confiando en él (nuestro seguro paracaídas)- nos arrojemos al vacío como el otro día Felix Baumgartner desde la cápsula ubicada casi a 40.000 metros de altura. El camino de la fe se recorre no solo caminando, sino sobre todo, siendo llevado por el Espíritu. Asi fue el camino de la fe en Jesús: “llevado por el Espíritu”. Es normal, que a veces nos sobrecoja el miedo, nos frenemos, sintamos un fuerte deseo de volver atrás, a lo seguro. Dentro de este camino-vuelo aparentemente abismal es posible que haya momentos en los cuales nos sentimos morir, abocados al fin de nosotros mismos. Recuerdo cómo en un encuentro con un hermano de San Gabriel, allá en Thailandia -un auténtico místico cristiano-budista- me decía que hay un momento en el camino de espiritualidad en el cual uno ha de estar dispuesto a perderse, a entregarse olvidándose de sí: solo después es posible la experiencia mística de entrar en la pasividad del Espíritu.

Cuando una persona se deja conducir por el Espíritu no se aferra a sus presupuestos, a sus prejuicios, a sus ideas pre-concebidas. Para él o ella lo imporante es estar abierto a la Revelación, sea cual fuera. Eso sí, en discernimiento, para no confundir nunca el Espíritu de Dios con el mal espíritu; y si alguna vez aconteciera ese autoengaño, ser capaz de negarlo y corregirse.

 

 

 

 

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Una respuesta en “¿Qué es la fe? ¡Un camino! (primera parte)

  1. Rita Schovelin Kaulen dijo:

    Me gusta mucho recibir esta clase de lecturas de espiritualidad, sobre todo ahora en que las cosas no parecieran estar muy claras para muchas personas, entre ellas yo, me da mucho miedo dejar que sucedan cosas como los terremotos que antes no eran como ahora. No se sabe donde vamos a ir, si todo seguira con Jesus, la Virgen Maria, el Espiritu Santo, Dios Padre. Nos bombardean por Tv. con cosas que nos confunden, que el planeta Tierra se va a desintegrar y a estas alturas una que se creyo todo lo que le enseñaron para la Primera Comunion, resulta que ahora ya no va a ser asi para nuestros niet@s, que son pequeños y nunca sus madres o padres los criaron como a uno ya que ellos deberian de haberlos ayudado no van a Misa y esta todo el asunto de los sacerdotes detras y asi como vamos a creer a donde nos llevaran. Todas las enseñanzas estan trastocadas, cada uno piensa diferente y por mi parte, yo intento rezar todo el dia para que resulten bien las cosas. Sin duda que hay personas que aprovechan los inventos de televisores y de todas las cosas que ahora hay para que el mundo cambie. Hay personas que nos confunden diciendo que ellos saben, que les toco en suerte saber lo que va a ocurrir y ahi nos vuelve el horror. Yo enseñe en una Parroquia a niños y adultos y terminaron todos felices, y ahora me trataran de que manera, de mentirosa, no me cabe en la cabeza tanta atrocidad. De esto nos podrian hablar en otra oportunidad. Siempre creyendo en nuestra fe enseñada por nuestra madre y las monjitas en mi caso. Ayudennos, no nos dejen a la deriva…

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