María de la fe: los tres artículos del Credo

Screen Shot 2013-06-07 at 19.39.41¿Qué nos dice la fe cristiana sobre María? Lo mejor es centrarnos en el símbolo de nuestra fe, el Credo, y a partir de ahí descubrir la figura de María.

La estructura del Credo es trinitaria: la misma estructura del Gloria Patri, aunque levemente desdibujada por los desarrollos que entraña. El símbolo de la fe resume los dones que Dios nos hace como Autor de todo bien,  como Redentor, como Santificador. Los articula en torno a “tres capítulos”: la fe e  un solo Dios, Padre todopoderoso y Creador; la fe en Jesucristo, su Hijo y nuestro Señor y Salvador; y en el Espíritu Santo, en la Santa Iglesia.

La fe es, ante todo, “creer sólo en Dios”: es una adhesión personal a Dios y un asentimiento libre a todo lo que Dios nos revela. La fe cristiana difiere de la fe en una persona humana.  Sería vano e idolátrico poner en una creatura una fe como la fe en Dios (Jer 17,5-6; Sal 40,5; 146, 3-4). Por eso, no podemos hablar de fe en María o fe en la Iglesia, sino sólo en la Santa Trinidad: los tres grandes capítulos del Credo.

Por eso, quiero en esta tarde hablar de aquello que la Fe nos dice de María, en el siguiente sentido: exponer aquello que los artículos 2º y 3º del Credo, dirigidos únicamente al Hijo y al Espíritu Santo, nos dicen o pueden decir sobre María.

  • Creer en Jesucristo, el Hijo de Dios, implica incluir a María en esa fe, como la Theotokos, la Virgen, la Inmaculada, la fiel discípula.
  • Creer en el Espíritu Santo, implica incluir a María en esa fe, como la Asunta, la que manifiesta la acción y presencia del Espíritu en la historia y presente de la Iglesia. Implica incluir en esa fe al Espíritu la Iglesia, de la cual María es el prototipo.
  • Cómo incluir hoy a María en la transmisión evangelizadora de nuestra fe.

Después de ofrecer –a modo introductorio- una breve reflexión sobre las características de la fe, abordaré los tres temas que acabo de enunciar. Hablaremos, pues, de María en la fe de la Iglesia, no tanto de la fe de la Iglesia en María.

I. Las características de la fe

1. El Credo como des-apropiación y oración

Cuando profesamos nuestra fe, comenzamos diciendo: “Creo” o “creemos”[1].  La fe es nuestra respuesta a Dios que se nos revela y entrega, iluminándonos, transformándonos y dando sentido a nuestra vida .

Decir “creo” o “creemos” significa que “obedecemos” -¡escuchamos!-, que acogemos como verdad lo que Dios nos ha revelado. María es, para la Iglesia, el prototipo de la persona creyente:

“Dichosa tú, porque has creído que se cumplirán las cosas que te fueron dichas por parte del Señor” (Lc 1,45).

Por esa fe, todas las generaciones la llamarán bienaventurada (Lc 1,48).

El Credo ha de ser orado: nos obliga a salir de nosotros mismos, para complacernos únicamente en Dios. Un credo bien rezado es, como la vida trinitaria, un extasis, una total atención a Otro. La Trinidad es el misterio de esta proyección, de esta desapropiación.

Nos convertiremos en el Dios en el que creamos. De ahí la importancia del Credo para ser de verdad imagen y semejanza de Dios.

2. La fe como Don del Espíritu, derramado en nuestros corazones

Decir que la fe es un “don”, no basta. Es un don del Espíritu Santo. El Espíritu Santo está en el origen misterioso de nuestra fe[2]. “El que habló por los profetas” nos habla ahora por medio del Evangelio” y es “amor de Dios derramado en nuestros corazones”. No cree quien se esfuerza en ello, sino aquella persona a quien le es concedido. Surge la fe cuando el amor de Dios es derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu que nos ha sido dado (Rom 5,1-5). Es el resultado -que afecta a todo nuestro ser- de ese “personal pentecostés” que nos sorprende como vendaval, terremoto, aluvión u ola de fuego, o como sombra. Es el efecto de ese acontecimiento que nos arranca el corazón de piedra y lo suplanta por un corazón de carne, que anula la ley exterior y pone en el interior la ley de Dios, que nos invita a establecer una alianza de amor, nueva y definitiva, nos hace pasar dela necedad a la sabiduría, de la ceguera a la luz.

El efecto de este derramamiento del Espíritu es la tríada fe-esperanza-caridad, que denominamos en nuestra tradición “virtudes teologales”.

  • Desde la perspectiva de las tres virtudes, lo que se produce en nosotros es como un gran “enamoramiento” o “apasionamiento vital”, que enciende nuestro amor, ilumina nuestra inteligencia, moviliza todo nuestro ser hacia un futuro que no está al alcance de nuestras posibilidades. Este particular pentecostés nos hace entrar en un “estado naciente”, donde todo adquiere color, sentido: el pensar, el sentir, el amar, el cuerpo, el movimiento interior y exterior, el pasado, el presente y el futuro. El Espíritu derramado en nuestro corazones cambia nuestros esquemas, nuestros horizontes; afecta a nuestra mente, a nuestra fantasía, a nuestros sentidos. Es como cuando un cuerpo que estaba inconsciente recobra la conciencia, como cuando una ciudad en block-out (apagón) recibe a luz.  La presencia dinámica del Espíritu nos convierte en personas que padecen “teopatía”, afectadas en todo su ser por la invasión de Dios y por las tres energías divinas de la caridad, la fe y la esperanza.
  • Desde la perspectiva de la “fe”, el Espíritu ilumina nuestra inteligencia y le hace comprender lo que hasta ahora no había sospechado. Nos hace adentrarnos en  un territorio “trans-” donde acontece aquello de san Juan de la Cruz: “toda sciencia trascendiendo”. Desde ese mirador la realidad se lee de otra manera. Hasta la culpa es bendecida: O felix culpa! –cantamos en el pregón pascual-. Pablo llegó a decir que se nos “concede” la “mente de Cristo (nous Christou)” (1 Cor 2,16); es decir, que se produce en nosotros una auténtica “meta-noia”, un cambio de mente, de mentalidad. Cuando cambiamos el chip, el sistema operativo, somos trasladados a otra visión, a otro orden de cosas. Por eso, la fe como don divino nos traslada a un espacio trascedente, que no suprime la razón, pero sí la supera.

3. La fe como camino y el Credo como señal y símbolo

El Papa Benedicto XVI nos dice –al invitarnos al Año de la Fe- que la puerta de la fe está siempre abierta. Esta puerta no nos introduce en una sala, ni siquiera en un templo, tampoco en un aula de teología o en una universidad. ¡Es la puerta que nos introduce en un camino que hay que seguir y recorrer. Es un camino que se inicia con el bautismo y se concluye con nuestro paso de este mundo al mundo porvenir.

Sí. La fe es un camino cuyo recorrido nos va haciendo cada vez más creyentes y hace posible nuestro paso desde la “poca fe” (micro-pistía –la llamaba Jesús-) hacia la fe grande, capaz de mover montañas y para la que nada es imposible.

Cuando una persona se deja conducir por el Espíritu no se aferra a sus presupuestos, a sus prejuicios, a sus ideas pre-concebidas. Para él o ella lo importante es estar abierto a la Revelación, sea cual fuera. Eso sí, en discernimiento, para no confundir nunca el Espíritu de Dios con el mal espíritu; y si alguna vez aconteciera ese autoengaño, ser capaz de negarlo y corregirse.

Pero tampoco se le puede exigir a un creyente ¡en camino! que se adhiera a todo de golpe. Jesús mismo era consciente de que sus discípulos y discípulas no podían comprenderlo todo; que se necesitaría tiempo de asimilación. Lo mismo le ocurrió a María en el camino de su fe. Los dogmas cristológico-marianos forman parte de la zona más misteriosa de nuestra fe.

II. María en el segundo artículo del Credo: “Creo en Jesucristo, hijo único de Dios”

Screen Shot 2013-06-07 at 19.27.22Intento explicar quién es María para nuestra fe, desde este artículo segundo del Credo. En él se condensa mucho de aquello que de ella proclama la Iglesia. Se trata de confesar la encarnación del Hijo de Dios por medio del Espíritu y en María Virgen.

1. ¡Creo en el “et incarnatus est”! La Theotokos

a) La encarnación: supera la inteligencia, pero no la suprime

Este artículo es uno de los puntos culminantes del Símbolo de nuestra fe:

“Creo que Jesucristo, nuestro único Señor, por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la virgen y se hizo hombre” (“qui propter nos homines et propter nostram salutem descendit de coelo, et incarnatus est de Spiritu Sancto ex Maria Virgine et homo factus est”).

“Bienaventurado aquel que no se escandaliza de mí” (Mt 11,6; Lc 7,23).

La encarnación del Hijo de Dios es un hecho escandaloso. La humanidad no acaba de comprender “la anchura, la longura, la altura y la profundidad” (Ef 3,18) de este misterio.. La encarnación sigue siendo el dogma más indigerible, el objeto de las herejías, la cruz de las espiritualidades.

  • La encarnación escandaliza a los judíos. Ellos no aceptaban imágenes talladas de Dios, tampoco humanas. Aunque en la entraña del judaísmo estaba la idea de que todo ser humano es “imagen y semejanza de Dios”.
  • La encarnación es locura para los griegos. Es un dogma que no coincide con la línea del idealismo griego: el ser humano se salva “desencarnándose”.
  • Las herejías han negado la encarnación: ebionitas, maniqueos, arrianos, nestorianos, musulmanes. Los docetas han dicho que se trata de una pura apariencia.
  • También hoy nos encontramos con teologías o cristologías que evitan el escándalo y repiten las antiguas herejías con versiones modernas. La buena voluntad ante el fenómeno religioso lleva a traducir las verdades más difíciles y extrañas en claves de simbolismo antropológico. Entonces se dice que la encarnación de Dios es el reverso de ese sueño que tiene el ser humano de convertirse en dios (Feuerbach), o que la concepción virginal de Jesús es el símbolo de las realidades imprevisibles que nos acontecen y se convierten en fuente de fecundidad (Drewerman). Incluso se admite que es bueno mantener estas formulaciones de fe, como memorial de los sueños más profundos del ser humano.

En las cartas de Juan se nos invita a “discernir si los espíritus que nos mueven son de Dios”. Y nos da esta clave:

“Todo espíritu que confiese que Jesucristo ha venido en carne, es de Dios” (1Jn 4,1-2); 2 Jn 7).

“Carne” en el lenguaje bíblico es toda la realidad humana, tanto en su debilidad como en su trascendencia. Cuando en la celebración eucarística proclamamos el “et incarnatus est” la Iglesia nos invita a inclinarnos.

La religión cristiana difiere de todas las demás porque es una religión de encarnación, una religión sacramental en la que Dios se revela y siempre se ha revelado a nuestros sentidos: lo invisible se hace visible.

“Encarnación de Dios”, “concepción virginal de Jesús”, “filiación divina de Jesús” son afirmaciones de nuestra fe que causan asombro: la Divinidad se ha desposado para siempre con la humanidad y ha asumido como propio el destino del ser humano. Provoca estremecimiento pensar que, entre los seres humanos, uno de ellos, ¡solo uno!, sea el Hijo Unigénito de Dios y que este Hijo haya nacido de una mujer del siglo I, María de Nazaret.

Aceptar que “el Dios eterno tiene un Hijo eterno y que este Hijo desciende del cielo –por nosotros y para nuestra salvación- y se encarna por obra del Espíritu santo y nace virginalmente de María y se hace hombre” excede la capacidad de nuestro entendimiento, supera los límites de nuestra razón, queda sustraído a nuestra investigación. El espacio concedido a nuestra razón para conocer, saber y entender, es el espacio donde se sitúan las realidades limitadas, empíricas, constatables, pensables. Más allá de ese espacio está lo inaccesible, lo hermético (Eugenio Trías, La lógica del límite, Madrid 1991). Más allá está la experiencia de la revelación, de la in-vención, o encuentro trascendente que apasiona y enamora[3].

b) ¡Creo que nació de una maternidad real, auténtica y amenazada!

La proclamación de María como la “theotokos”, la generadora de Dios, es una fórmula muy audaz, que no tuvo una finalidad mariológica, sino cristológica. Lo que quería afirmar no era la dignidad de María, sino la dignidad del hijo concebido por María: ¡que además de ser humano era Hijo de Dios! ¡era divino! Pero, al mismo tiempo, los relatos evangélicos nos atestiguan que:

  • La maternidad de María fue real, auténtica: “tu concebirás, darás a luz y pondrás por nombre” (Lc 1,31).  Según Lucas le caben a María las tres grandes tareas: concebir, dar a luz y poner nombre. Indican una maternidad real y no aparente o ficticia. La iglesias joanneas y sus escritos resaltan frecuentemente la realidad de la encarnación del Hijo de Dios y la realidad de su carne humana. Esto puede ser así, gracias a la maternidad real de María. María transmite a su hijo una herencia genética y, tal vez, emociones, sentimientos, pensamientos. Los conocimientos médicos y psicológicos nos enseñan cómo la madre configura el carácter y la personalidad del hijo durante los primeros meses de existencia y cómo la criatura configura también a la madre. Se trata del fenómeno  del “bonding” o el “entrelazamiento entre madre e hijo”. Se demuestra así que la maternidad no se reduce a la mera procreación, sino que consiste en una auténtica relación entre dos personas, relación en la que interviene de manera poderosa y misteriosa el espíritu. No podemos excluir de este mundo de relaciones la figura de José, en todo aquello que le correspondía[4].
  • La maternidad de María fue arriesgada, peligrosa y amenazada: a causa de las dudas de José por no ser el padre real de la criatura concebida en María (o bien porque no sabía nada y -por ser justo- se veía obligado a cumplir la ley de lapidación  o de repudio  (Deut 22,23-24), o bien por conocer el misterio y no creerse digno de permanecer junto a María); o a causa de la peligrosidad de todo embarazo en tiempos de María[5]. Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento nos hablan de mujeres que tuvieron la experiencia de la esterilidad o que vieron frustrada su maternidad. Los salmos agradecen a Dios, en algunos de sus versículos, su providente cuidado[6]. Los relatos bíblicos nos dicen cómo Dios ayudaba a las grandes mujeres y las bendecía en sus embarazos, para que superaran todas las fuerzas amenazantes de la muerte. La bendición de Dios se mostraba sobre todo en la bendición del seno. La espiritualidad bíblica llevaba a pensar que todo embarazo –concluido con éxito- testificaba la protección de Dios, su ser Emmanuel[7].
  • La maternidad de María, colaboración con la Santa Trinidad: no se confundió con una mera función biológica. El Magnificat revela cómo el alma de María se identificaba con el proyecto de Dios (san Ambrosio). Su maternidad envolvió toda su vida de absoluta confianza en Dios, de alegría y gozo, de alabanza y compromiso con el reinado de Dios. Y fue madre hasta el final, hasta que el Hijo desde la Cruz le mostró una maternidad espiritual extendida sobre los creyentes y sus discípulos amados.

2. ¡Creo que nació de María y sólo de ella! La maternidad virginal y trascendente

Nuestras fuentes de información son los cuatro Evangelios. De ellos se desprende que Jesús era, ante todo, “hijo de María”, y -“según se creía”- “hijo de José”, aunque no lo era en sentido propio (Lc 3,23).

  • La exclusión de José: María y José estuvieron prometidos y después se desposaron. Mateo y Lucas, aunque mencionan expresamente a José como el hombre o marido de María (Mt 1,16.19-20; Lc 1,27) o como el padre de Jesús (Mt 13,55; Lc 3,23; 4,22; Jn 1,45; 6,42), sin embargo excluyen totalmente a José de la concepción de Jesús. ¡Y esto resulta muy extraño! Precisamente los dos evangelistas conectan a José con unas largas genealogías. Al llegar a José, éste es excluido totalmente de la generación; la generación recae exclusivamente sobre su mujer, su esposa, María[8].
  • Credibilidad de los textos bíblicos: La Sagrada Escritura es para el creyente mucho más que un libro: es el santuario de la Revelación de Dios. Se acerca a él para leerlo “en el Espíritu Santo”. No busca en él informaciones, conocimientos, sino el contacto con el Misterio de Dios, revelado en Cristo Jesús. El creyente también sabe que cuando se acerca al Libro Santo, lo hace unido a miles y millones de creyentes que, a lo largo de veinte siglos de cristianismo, han experimentado la penetración de la Palabra hasta lo más profundo del alma. Y creemos en esta tradición, aunque la comprobación de este fenómeno y su explicación exceda nuestras posibilidades de investigación.
  • Una “señal” poderosa: hemos de suponer que si Jesús fue concebido solo por María, sin concurso de varón, hubo de ser por algún motivo muy serio e importante. ¿Porqué renuncia al padre cuando engendra a su Hijo aquí en la tierra? Dios quiso poner en la concepción de Jesús un signo que permitiera entender que no se trataba de un nacimiento más dentro de la cadena innumerable de nacimientos humanos. Jesús no era un simple producto de la evolución humana, un ser reproducido dentro del conjunto genealógico del pueblo de Israel. Una generación tan especial, tan inexplicable hace preguntarse, como se preguntaba la gente respecto de Juan Bautista: “pues ¿qué será este niño?” (Lc 1,66). Y la respuesta creyente es clara: “El será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin… el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios. (Lc 1,32-33.35). Las palabras que Lucas pone en boca del Ángel reflejan la fe de la comunidad pascual. La concepción virginal es, por lo tanto, interpretada como una señal poderosa, una advertencia. Lo que en ella más se valora no es el fenómeno biológico en sí, sino su referencia real al ser de Jesús, Hijo de Dios. En este sentido, la maternidad de María no tiene parangón con ninguna otra maternidad. Se trata de una maternidad trascendente, trans-significada, trans-finalizada[9].
  • El nacimiento del nuevo Adán: Los Padres de la Iglesia veían muy congruente la acción de Dios en la concepción virginal de Jesús. Recurrieron al paralelismo entre el primer Adán y el segundo Adán. Así, por ejemplo, san Ireneo de Lyon veía necesaria la concepción virginal de Jesús, porque Adán había sido concebido sin semilla paterna; Adán fue creado de la tierra-virgen y Jesús nació de una Virgen, María[10]. Tertuliano, sin embargo, ve necesaria la concepción virginal porque en Jesús se inicia algo absolutamente nuevo dentro de la historia de la humanidad[11]. Para los Padres de la Iglesia la virginidad de María era el signo de la Encarnación, que manifestaba que Jesús era hijo de Dios (trascendencia) y, al mismo tiempo, hijo de una mujer (inmanencia); verdadero Dios y verdadero hombre. María es virgen porque el hijo existe desde siempre.  La virginidad de María es, entonces, signo de este amor eternamente generante del Padre, que ahora se vuelva en la historia. La maternidad virginal, suscitada por la acción del Espíritu y el poder de Dios no es una forma de hablar de María, en cuanto mujer privilegiada, sino que es el lenguaje teológico más adecuado para hablar de Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre.

3. María, evangelizada y evangelizadora, subversiva y peligrosa

Evocar a María, hacer memoria de ella es lo mismo que conectar con la mujer más dócil al Espíritu que podamos imaginar y, por lo tanto, más alternativa y revolucionaria.

a) María, evangelizada por el Mensajero divino

La primera noticia evangélica de ella que tenemos nos dice lo que el ángel Gabriel le prometió: “el Espíritu Santo descenderá sobre ti y la sombra del Altísimo te cubrirá con su sombra”. Y ¿qué realiza María con el Espíritu Santo? El ángel Gabriel se lo acababa de anunciar con estas palabras: “¡Alégrate, agraciada!” (Lc 1,28) Es la más bella noticia que ha de alegrar a María al máximo y que la convierte en la mujer más agraciada de la tierra. El ángel le anuncia que está implicada en el más insospechado proyecto alternativo de Dios en favor del ser humano y que conlleva un nuevo reinado: “concebirás y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Será llamado hijo de Dios y Dios le dará el trono de David su padre y reinará en la casa de Jacob por los siglos de los siglos”. En esto consiste fundamentalmente el Evangelio: en que

“cuándo llegó la plenitud del tiempo Dios envió a su hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para que seamos rescatados del dominio de la ley y para que nosotros seamos hijos de Dios por adopción y, como hijos nos envió el Espíritu de su Hijo a nuestros corazones, que clama Abbá” (Gal 4,4-5).

Este Evangelio tuvo lugar en María, antes de todo. A ella fue enviado el Espíritu del Abbá para que de ella naciera el Hijo del Abbá. Ella se sintió rescatada del dominio de la ley, libre, hija y colaboradora de Dios Padre en el engendramiento del Hijo. Su corazón se vio agraciado con el Espíritu del nuevo Génesis.

La respuesta de María a esta buena noticia, a este Evangelio no fue meramente instintiva, ni irracional o irresponsable. Ella creyó necesario dialogar con el mensajero divino: “¿cómo será esto pues o conozco varón?” Sólo después de conocer que sería colaboradora del Espíritu de Dios “para quien nada hay imposible” respondió María al mensajero: “he aquí la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra”.

b) María, evangelizadora: subversiva y peligrosa (el Magnificat en su contexto)

Basta recordar que el Evangelio la presenta como:

  • la mujer de la poética revolucionaria del Magnificat,
  • la mujer que esquiva con José las amenazas de muerte de Herodes el Grande y de los Césares de Roma;
  • la mujer cuya maternidad se lanza a reprender a su Hijo Mesías por haberse quedado en el templo, sin que ella y José lo supieran;
  • la mujer que -llena de confianza- le pide al Hijo que supla el vino faltante en una boda de Caná y que después tiene el coraje de liderar a sus familiares para rescatar a Jesús, que predicaba con un éxito extraordinario en Cafarnaúm y que se encontraba ya con amenazas de muerte;
  • la mujer que siguió a Jesús en el camino de la cruz, no ya como madre, sino como discípula, incluso llegó hasta donde sus discípulos y discípulas más cercanos no fueron capaces de llegar: ¡hasta la cruz!
  • Como otras mujeres de su tiempo, pudo ser una mujer que llevaba un velo, pero que añoraba una humanidad diferente[12].

Lucas nos dice que apenas el ángel Gabriel dejó a María, ella se apresuró a ir a la casa de su pariente más anciana, Isabel, para comunicarle la buena noticia. María entendió que la anciana Isabel podría también, por gracia de Dios, dar a luz un hijo muy especial. El exégeta del Nuevo Testamento R.T. France lo expresó poéticamente diciendo:

“Una es anciana y no tiene hijos; la otra es joven y no tiene marido. Pero las dos están encinta”.

Y las dos están preparadas para anunciar la Buena Noticia al mundo.

En el momento en que María cruza el umbral de la casa de Isabel, la mujer –antes que ella embarazada- explota en una bendición poética a favor de María. María se hace eco de ella hablando de lo que ha ocurrido en su seno: “Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador”.

María se alegra de lo que Gabriel le dijo y lo que Isabel ha confirmado: su hijo es el hijo de David, el Mesías, el futuro Rey. Ella exulta porque Dios va a establecer la justicia poniendo en acto su reino sobre Israel y a favor especialmente de lo más pobres y lo que lo añoraban. María se alegra porque –como Ana, la madre del profeta Samuel- va a ser Madre. Por eso, “todas las generaciones la llamarán bienaventurada… porque el Todopoderoso ha hecho obras grandes por mí” (Lc 1, 46-49).

Si leemos el Magnificat como el texto de una mujer buscadora y sedienta de Dios en el contexto histórico de Israel, descubrimos que:

  • Sus palabras van más allá de lo que es la alegría de una mujer que va a tener un hijo: son las palabras de una mujer que se encuentra en lo más bajo del orden social;
  • Son palabras que llaman a la subversión contra los líderes injustos, como podían ser César Augusto y Herodes, que entonces ocupaban los tronos, porque proclaman la llegada del Mesías de Dios que traerá la justicia para los pobres; porque proclaman un orden nuevo, centrado en su hijo, el Único que salvará al pueblo de sus pecados (Mt 1,21).
  • Para entrar en el contexto del Magnificat es preciso recordar a Herodes el Grande, que asesinó a miembros de su familia por simples sospechas de traición; el mismo Herodes que oprimió más que ningún otro a Israel con impuestos en desfavor total por los más pobres. En ese contexto, las palabras de María son palabras de subversión, palabras que revelan cómo podrían y deberían preocuparse los magnates y los líderes injustos de Israel. María tal vez cantó este canto muchas más veces: en Nazaret entre los campesinos de Israel: “¡Está para llegar la hora. Bendito sea el Señor!”.

María no solo era subversiva, sino también peligrosa. Podríamos decir, con el lenguaje de hoy, que María era “radioactiva”.

  • El evangelista Lucas pone en contraste el Evangelio del imperio romano y el Evangelio de Jesús: “ocurrió en aquellos tiempos un edicto de Cesar Augusto obligando a todo el mundo a empadronarse”. La historia de Roma dio un gran giro con Augusto, el hijo adoptivo el dictador Julio César. Tras su muerte, Julio César fue declarado oficialmente “dios”. Cuando Augusto asumió el poder fue considerado un salvador porque acabó con las amargas guerras civiles y creó la pax romana. El evangelio de Roma era que Augusto “hijo de un Dios”, salvó a Roma trayendo la paz al mundo.
  • La mujer del “otro Evangelio”, opuesto al evangelio imperial: La historia de la Navidad de Lucas, narrada a través de los ojos de María, pone el nacimiento de Jesús en el contexto del evangelio de Roma. Lucas dice cómo los ángeles anunciaron a los pastores y a María la Buena Noticia del nacimiento de Jesús, el Hijo de Dios, que sería el salvador que traería la paz a la tierra. El ángel Gabriel se lo había dicho a María: “el santo que nacerá de ti se llamará hijo de Dios” (Lc 1,35).. Nueve meses después, ángeles dicen a los pastores fuera de Belén: “No temáis. Os traigo una buena notica de gran alegría para todo el pueblo” (Lc 2,10). Jesús, el Hijo de Dios es la buena noticia para el pueblo. Y sigue diciendo el ángel: “Hoy, en la ciudad de David, un salvador os ha nacido: es el Mesías del Señor” (Lc 2,11). Y después escuchamos al coro de los ángeles: “Gloria a Dios en lo alto del cielo y paz en la tierra a los hombres en quienes reposa su gracia” (Lc 2,14). Por lo tanto, el Evangelio de Lucas nos dice, que no es César Augusto el Hijo de Dios que trae la paz, sino Jesús de Nazaret. Jesús era peligroso no solo para Herodes, también para el Emperador Augusto.

María era peligrosa porque era subversiva. Ella conocía la identidad de su hijo, que le había sido revelada. Ella debería comunicarla a los demás. Solo María podía comunicar las historias que ahora vemos en los Evangelios. Sólo ella escuchó las poderosas palabras de Gabriel; sólo ella se encontró con Isabel y tal vez transmitió las reacciones de Zacarías; sólo ella y José conocieron lo de los pastores y lo magos. El “Fiat” de María al ángel tiene que ver con todo lo que estamos diciendo.

c) Discípula y madre espiritual

Lucas nos dice que María “conservaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón” (L 2,19). En la Biblia meditar en el corazón significa “ponderar”, interpretar, deliberar (Gen 37,11; Dan 7,28).

La memoria evangélica de María nos lleva a contemplarla durante la vida publica de Jesús como una mujer en búsqueda, como auténtica discípula de Jesús. Ser discípulo significa en Lucas dos cosas: escuchar la Palabra de Dios e incorporarla en la propia vida (ponerla en práctica y ponderarla en el propio corazón). Y ello implicaba[13]: no llevar una vida fácil, pasar por tribulaciones y cuestionamientos, apoyar toda la vida en Dios, ser humildes y buscar ayuda, reflexionar y orar.

María fue una mujer judía, educada en las creencias del Antiguo Testamento, en una tradición religiosa en la que Dios parecía estar lejos, sólo en su infinita majestad (Ex 3,5-6; 19,16)[14]. Pero, ella hubo de pasar al Nuevo Testamento, a una concepción y experiencia de Dios, diferente: cercano, amoroso, cotidiano, encarnado. María fue la primera en acoger la nueva fe en Dios. Se fió de Él y, como Abraham, salió sin saber adónde iba. Solo fiándose de la Palabra, guiada la Palabra, fue oyente y dejó que su vida quedara totalmente configurada por la Palabra. Nadie la puso tan en práctica como ella. A través de ella la Palabra se hizo carne. Isabel fue testigo de todo esto: por eso, la llamó “la creyente”.

La acogida de la Palabra altera la propia vida, el propio proyecto. La perseverancia se vuelve necesaria. El cambio puede ser muy radical y re-orientar la vida. Es como una semilla que cae en tierra buena y da el ciento por uno (Mc 13, 8.23; Lc 8,8.15). La maternidad de María debe ser contemplada desde la perspectiva de su discipulado: “mi madre es la que escucha la Palabra y la pone por obra”.

En el diálogo de Caná (Jn 2, 1-5) Jesús le dice a María que las relaciones materno-filiales anteriores se transforman ahora en un nuevo tipo de relación, porque comienza su hora con el signo que realiza a través de la intervención de María. Ella confía en que Jesús actuará. María acepta la nueva relación y les pide a los servidores que haga lo que Jesús les diga, los pone totalmente al servicio de Jesús. A través de María Jesús descubre que ha llegado “la hora”. El “fiat” de María apresuró la llegada de la hora.

Junto a la cruz de Jesús estaba su madre (Jn 19, 25). Más que cualquier otra persona María comparte la muerte de su Hijo. Esta separación de la muerte forma parte del misterio divino de un Jesús, que elude constantemente a su madre. Es su implicación final , su fiat último. Cuando abandona el Calvario María es una mujer sola, pero sigue creyendo. Es la fe que permanece entre la muerte y la resurrección. Es María del sábado santo. Pero en la cruz redescubre una nueva orientación de su maternidad: es la madre del discípulo amado.

III. María en el tercer artículo del Credo: “Creo en el Espíritu Santo”

“María, la Santísima Madre de Dios, la siempre Virgen, es la obra maestra de la Misión del Hijo y del Espíritu Santo en la Plenitud de los tiempos. Por primera vez en el designio de Salvación y porque su Espíritu la ha preparado, el Padre encuentra la Morada en donde su Hijo y su Espíritu pueden habitar entre los hombres.. En ella comienzan a manifestarse las “maravillas de Dios”, que el Espíritu va a realizar en Cristo y en la Iglesia” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 721).

1. ¡Creo que por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen!

La luz de la Resurrección de Jesús, proyectada sobre su concepción, permite explicar de forma nueva su misterioso origen.

a) “Por obra del Espíritu Santo”

El evangelista Mateo lo expresa en los siguientes términos: “antes de empezar a estar juntos ellos, María quedó encinta por obra del Espíritu Santo” (Mt 1,18); “lo engendrado en ella es del Espíritu Santo” (Mt 1,20). Y el evangelista Lucas lo reafirma diciendo: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios” (Lc 1,35).

El énfasis en la maternidad de María no debe ocultar, ni ofuscar el dato más importante y decisivo: ¡la acción del Espíritu Santo! No es el Espíritu el que ayuda a María a realizar su misión materna; es María la que es acogida en la acción del Espíritu de Dios. María no disponía del poder materno, corporal, biológico, necesario para ser madre de ese Hijo que Dios le concedió y el ángel Gabriel le anunció. María era absolutamente incapaz de engendrar un hijo tan divino como Jesús. Ni ella sola con su virginidad, ni ella con su esposo, podía engendrarlo. La objeción que Lucas pone en boca de María “¿cómo será esto, puesto que no conozco varón?” (Lc 1, 35) sería enormemente ingenua y hasta ridícula, si la intención del autor consistiera en poner de relieve que la única dificultad que María tenía para ser madre del Hijo de Dios fuera conocer a un varón. Los dos evangelistas, Mateo y Lucas, explican la maternidad de María como acción del Espíritu Santo de Dios. El Espíritu creador, el Espíritu del Génesis actuó a través de ella, la inundó Dios con toda su potencia, y “por eso”, lo engendrado en María fue santo, divino, Hijo de Dios. ¡Sólo gracias al Espíritu Santo de Dios pudo María engendrar al Hijo de Dios!

Nadie puede ni debe arrebatar a Dios Padre-Madre ser el que engendra infinitamente a su Hijo. Él es el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo (2 Cor 1,3). Lo propio del Padre es precisamente engendrar a su Hijo. El Abbá consiste en engendrar al Hijo, a Jesús. Nadie le arrebata su gloria: en la eternidad, en la encarnación, en la resurrección.

Los primeros cristianos sabían que el Abbá había resucitado a Jesús, su Hijo, en el Espíritu Santo: por el poder que es el Espíritu (2 Cor 13,4), por la gloria que es el Espíritu (Rom 6,4; 8,11). Por medio del Espíritu el Abbá realiza su obra. “El Espíritu es la operación todopoderosa, la persona operante por la que el Padre lleva a cabo sus obras, por la que produce su obra primera y, en cierto modo única: el engendramiento del Hijo” (X.F. Durrwell)..

Después, los primeros cristianos, llegaron a entender que en el misterio origen de Jesús, en la concepción virginal de María, también Dios estaba engendrado a su Hijo por medio del Espíritu Santo. Los evangelistas Mateo y Lucas proyectan sobre la concepción de Jesús el esquema trinitario que les fue revelado en la experiencia de la Resurrección. Si Jesús fue resucitado por el Padre a través del Espíritu y así fue constituido “hijo de Dios”, así también Jesús fue engendrado por el Padre en el seno de María por obra del Espíritu.

Puede ayudarnos a entender mejor el misterio de la maternidad de María en el Espíritu, lo que san Maximiliano Kolbe describió como fruto de su contemplación. Él decía que en la santa Trinidad:

  • Dios Padre es el genitor,
  • Dios Hijo es el engendrado,
  • Dios Espíritu Santo es el divino engendramiento.

Seguía el esquema trinitario de san Agustín que contemplaba al Padre como el Amante, al Hijo como el Amado y al Espíritu como el Amor. He aquí las palabras de san Maximiliano Kolbe:

“El Padre engendra, el Hijo es engendrado, el Espíritu es concepción procedente; y es él su vida personal, por la que se distinguen entre ellos. El Espíritu es, pues, esta concepción, santísima, infinitamente santa, inmaculada”.

b) El Espíritu y María: ¡concepción inmaculada de Jesús!

Al emplear este esquema como clave para comprender más el misterio de la Encarnación y para descubrir en él la función de María, nos da el siguiente resultado:

  • Dios Abbá es el que concibe,
  • el Hijo es el concebido,
  • y el Espíritu Santo con María es la Inmaculada Concepción.

¡Sí! El Espíritu en María y María en el Espíritu son la Inmaculada Concepción de Jesús. Se descubre, desde este horizonte, la anchura y la profundidad del dogma de la inmaculada concepción, que no se reduce meramente a una concepción de María sin pecado, sino a la Inmaculada Concepción de Jesús en el Espíritu que consagrada la existencia entera de María. ¡Qué bien lo expresan los artículos del Credo: “de Spiritu Sancto” ¡primero!; “ex Maria Virgine”, ¡después!

Según esta explicación, María no le arrebata a Dios Abbá la gloria de ser la fuente vital de Jesús en la eternidad y en el tiempo. María no actúa como Esposa de Dios Padre. Santa María (la Toda Santa o Panaghía, como la llaman los orientales) es madre del Hijo del Abbá porque está totalmente potenciada por la presencia del Espíritu Santo (el Panaghion, como lo llaman los orientales). María estaba marcada por el sello del Espíritu. Quedó marcada para siempre: “consagrada al misterio propio del Espíritu, al servicio de la concepción santa del Hijo en el mundo” (F.X. Durrwell).

Este es el lugar de María en el misterio de la Encarnación: El Espíritu Santo y María santísima o María virgen. La piedad popular llama a María “esposa del Espíritu Santo”. Late en ello la intuición de la profunda comunión de María con el Espíritu, pero en ningún texto bíblico se sugiere ese tipo de relación esponsal. El Espíritu actúa, sobre todo, como Espíritu creador, Espíritu de la vida. La maternidad virginal de María queda así situada en el ámbito de lo trascendente, de lo santo y no de lo meramente inmanente y profano.

2. Credo in Spiritum Sanctum…. Credo Ecclesiam et Mariam

“El artículo sobre la Iglesia depende enteramente también del que le precede, sobre el Espíritu Santo. La Iglesia, según la expresión de los Padres, es el lugar “donde florece el Espíritu” (san Hipólito, Traditio Apostolica, n- 35)… En el Símbolo de los Apóstoles, hacemos profesión de creer que existe una Iglesia Santa (“Credo… Ecclesiam”), y no de creer en la Iglesia para no confundir a Dios con sus obras y para atribuir claramente a la bondad de Dios todos los dones que ha puesto en su Iglesia” (Catecismo de la Iglesia Católica, 750[15]).

Por eso, podemos decir, “Credo… Mariam”, imagen y prototipo de la Iglesia. Después de la Ascensión de Jesús, María “estuvo presente en los comienzos de la Iglesia con sus oraciones” (LG, 69), “María pedía con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación la había cubierto con su sombre” (LG, 59).

a)    Colaboradora del Espíritu: las mariofanías y presencia materna de María en la vida espiritual de la Iglesia

María actúa en la historia de la Iglesia “en el Espíritu”. Fue el Espíritu quien la asumió en cuerpo y alma al cielo, es el Espíritu el protagonista de todas las mariofanías que acontecen a lo largo de los tiempos. María no suplanta al Espíritu, no lo hace retroceder, no lo ofusca. Es más bien el Espíritu quien aparece, emerge con el rostro y la presencia de María.

La “misteriosa presencia” de María en la historia de la Iglesia no puede ser explicada como si ella en el cielo tuviera una autonomía extraña que le permitieran “ausentarse”, y ejercer aquí en la tierra una misión “especial”. Nuestra fe nos dice que María forma parte de la “communio sanctorum”, que ha pasado definitivamente a otra dimensión. El dogma cristiano nos dice que fue asumida en cuerpo y alma al cielo. Ya su realidad total pertenece única y exclusivamente a Dios.

Si Jesús se hace presente es siempre “en el Espíritu”. Si María se hace presente es –con mucha más razón- “en el Espíritu Santo”. Esto nos lleva a interpretar todos los fenómenos marianos de la historia de la Iglesia y de la evangelización como “manifestaciones del Espíritu Santo”. María no es la gran protagonista. Lo es únicamente el Espíritu Santo, que asocia a María a su acción evangelizadora..

b)    Luchadora contra los malos espíritus: los mensajes

En cuanto colaboradora del Espíritu María es una señal clara de discernimiento. Con ella no convive el espíritu del mal. Ella es la Inmaculada, la victoriosa. Por eso, ha sido considerada frecuentemente como la que con su Hijo aplasta la cabeza del Maligno, como la mujer apocalíptica a quien el Dragón es incapaz de vencer. María es “refugio” contra las adversidades del mal, debeladora de las herejías.

La razón de todo ello es la mutua inmanencia que existe entre María y el Espíritu Santo.

c)     María como seducción de Dios, en clave femenina

La misteriosa presencia de María nos hace experimentar la dimensión más femenina y materna de Dios, ofuscada tantísimas veces por el patriarcalismo, por el machismo. En el imaginario teológico-cristiano ha prevalecido la perspectiva masculina de lo divino. María no suplanta a Dios, pero sí es referencia a esa dimensión de lo divino que casi nunca nos atrevemos a expresar: que nuestro Dios es Padre y Madre, dios y diosa.

La seducción que María ejerce en la historia humana (“bienaventurada me llamarán todas las generaciones”) es el gran recurso de Dios para atraernos hacia sí. Después, María no es punto de llegada, es señal, icono, compañera de camino, que nos deja en brazos de nuestro Dios Padre-Madre.

3. Consecuencias para la Misión evangelizadora de la Iglesia

  • La misión tarea espiritual: Lo importante no es lo que nosotros hacemos, sino lo que el Espíritu Santo puede realizar a través de nosotros. La misión se despliega como irradiación de “santidad”, como testimonio de la obra de Dios en nuestro mundo y de la experiencia que ello produce en nosotros.
  • La misión como maternidad: María nos enseña que es posible concebir por obra del Espíritu. Hemos de redescubrir la maternidad de la Iglesia y su capacidad de ser “casa de todos y madre de todos los pueblos”. La maternidad y paternidad espiritual es el modo de dar continuidad a la maternidad de María en el Calvario, cuando Jesús derramó el Espíritu.
  • La misión como lucha y esperanza: La evocación de María en la misión evangelizadora, no nos lleva al espiritualismo, sino al compromiso por hacer que llegue el Reino de Dios y sean vencidas las bestias que deshumanizan y destruyen al ser humano.  Es misión apocalíptica, lucha contra el dragón, concepción de un nuevo ser humano.Cuando el Espíritu nos visita en y con María llega la “bendición” a los seres humanos y con ella la Promesa.
  • María en la predicación de la Iglesia: Hablar de María en las claves que hemos expuesto aquí, nos llevará a entenderla desde la Pneumatología, desde el Espíritu; también desde la comunión de los santos: no es bueno separar lo que Dios ha unido (María y José, María y la comunidad de los redimidos, María y la Iglesia). Así pasamos del “privilegio” a la “comunión” y a la representación del todo.

Bibliografía

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Catecismo de la Iglesia Católica

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[1]Creo (símbolo de los Apóstoles): es la fe de la Iglesia profesada personalmente por cada creyente, principalmente en su bautismo. Creemos (símbolo de Nicea-Constantinopla, en el original griego): es la fe de la Iglesia confesada por los obispos reunidos en Concilio o más generalmente, por la asamblea litúrgica de los creyentes. Creo, es también la Iglesia, nuestra Madre, que responde a Dios por su fe y que nos enseña a decir creo, creemos” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 166).

[2] “El Espíritu Santo con su gracia es el “primero” que nos despierta en la fe y nos inicia en la vida nueva que es: “que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo” (Jn 17,3)” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 684). “Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios (1  Cor 2,11) . Su Espíritu que lo revela nos hace conocer a Cristo, su Verbo, su Palabra viva, pero no se revela a sí mismo. El que “habló por los profetas” nos hace oír la Palabra del Padre. Pero a él no le oímos. No le conocemos sino en laobra mediante la cual nos revela al Verbo y nos dispone a recibier al Verbo en la Fe” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 687).

[3] La razón, cuando es humilde y verdadera, lo acepta y lo acoge; reconoce con humildad sus límites y calla ante lo que no sabe. Pero la razón es buena compañera de la experiencia, de la pasión, de la vivencia trascendente. Entonces sabe callar y espera su momento. La razón purifica, discierne, sopesa, todo aquello que el corazón, la sensibilidad religiosa o trascendente le propone. La razón se quedará siempre “más acá”, y le surgirán preguntas, recelos, sospechas; a veces se mostrará incrédula frente a afirmaciones tan contundentes y empíricamente indemostrables como son todas aquellas que proceden del ámbito de la fe.

[4] El Papa Juan Pablo II expresó bellamente el sentido fuerte y real de la maternidad de María con estas palabras: “El evangelio de la infancia de Jesús… es el evangelio en que María está presente como la madre que concibe a Jesús en su seno, le da a luz y le amamanta maternalmente: la madre-nodriza, a la que se refiere aquella mujer del pueblo. Gracias a esta maternidad Jesús – Hijo del Altísimo – es un verdadero hijo del hombre. Es ” carne “, como todo hombre: es ” el Verbo que se hizo carne “. Es carne y sangre de María” (Juan Pablo II, Redemptoris Mater, 20).

[5] Solemos olvidar el riesgo que conlleva cualquier embarazo. Damos por supuesto que se inicia con la concepción y finaliza en un parto feliz. La realidad no es, ni ha sido así. Muchos embarazos no llegan a cumplimiento y, más en la antigüedad. Siempre ha habido abortos involuntarios, maternidades frustradas, mujeres estériles e incapaces de fecundar. Para que un embarazo llegue a culminación se requiere mucho cuidado, atención y una peculiar ayuda del Dios creador. El seno femenino que acoge las semillas de la vida, puede ser la morada de la vida y también el ámbito de su muerte. Por eso, en no pocas circunstancias podemos decir que los vivientes son supervivientes, personas rescatadas y salvadas de las fuerzas de la muerte.

[6] Cf. “Desde el seno materno me apoyaba en ti, desde las entrañas maternas me sostenías” (Sal 70,6);“fuiste tú quien me sacaste del vientre, me confiaste a los pechos de mi madre; desde el seno me confiaron a ti, desde el vientre materno tú eres mi Dios” (Sal 21,11);“mira, culpable nací, pecador me concibió mi madre” (Sal 50,7); “pues tú formaste mis entrañas, me tejiste en el seno materno. Te doy gracias, porque eres prodigioso: soy un misterio, misteriosa obra tuya” (Sal 138,13-14).

[7] Si la compasión de Dios (rahamim) tiene que ver con el seno, con las entrañas, esto quiere decir que el nacimiento de un niño podía relacionarse más que con el poder de Dios, con su compasión misericordiosa. Dios, con su poder creador, nos va entretejiendo, como se tejía el paño multicolor y recamado que cubría el arca. Más todavía, aquel que nos teje, también repara el tejido desgarrado de nuestra existencia y lo salva en nuevas, sorprendentes y bellas combinaciones. Y es que Dios es compasivo y misericordioso. Tiene entrañas de misericordia. También la creación puede explicarse en términos de la compasión de Dios y su poder para crear la vida, independientemente de cuanto haya podido desgarrarla.

[8] Lo único que le cabe a José, según el evangelio de Mateo, es “poner el nombre” al hijo de María: “Tú le pondrás por nombre Jesús” (Mt 1,21); en cambio, según el evangelio de Lucas, a José no le es asignada ninguna función, ni siquiera la de imponer el nombre, pues el ángel le dice a María: “Tu concebirás, darás a luz y pondrás por nombre Jesús” (Lc 1,31). Más todavía: de José se afirma que “no la conoce” (Mt 1,25); y la futura madre, María, dice de sí misma que “no conoce varón” (Lc 1,34). En la redacción transmitida del Evangelio de Marcos nunca se menciona a José, como padre de Jesús. No obstante, sí que menciona a la madre de Jesús (Mc 3,31-32) o habla de Jesús como “hijo de María” (Mc 6,3), ¡nunca como padre de Jesús! El mismo Pablo, en sus escritos no presta atención a José, y a María se refiere solo una vez con la vaga expresión “nacido de mujer” (Gal 4,4)[8]. El esposo de María, José, sirve –sin embargo- de eslabón para concederle a Jesús la pertenencia al pueblo de Dios y a la casa de David. A través de José, Jesús queda entroncado con los personajes más importantes del pueblo de Israel (David, Abraham) y hasta “Dios” (en la genealogía de Lucas).

[9] Ya muy pronto, los Padres Apostólicos –como san Ignacio de Antioquía- intuyeron en la virginidad de María un signo, puesto por Dios, que revelaba la identidad divina de Jesús: “quedó oculta al príncipe de este mundo la virginidad de María y su parto, como también la muerte del Señor: tres misterios clamorosos que fueron cumplidos en el silencio de Dios” (Ignacio de Antioquía, Ef 19,1).

[10] “Así como Adán, el primer creado, obtuvo su sustancia de una tierra inculta y todavía virgen (Gen 2,5)… y fue plasmado por la mano de Dios, es decir, por el Verbo de Dios (Jn 1,3; Gen 2,7), así, recapitulando en sí mismo a Adán, él que es el Verbo, asumió de María, que era aún virgen, la generación que recapitula aquella de Adán. Si, por consiguiente, el primer Adán hubiera tenido por padre a un hombre y hubiese sido generado por semilla de hombre, tendrían razón en decir que también el segundo Adán fue engendrado por José. Pero si aquel Adán fue tomado de la tierra y plasmado por el Verbo de Dios, era necesario que el mismo Verbo, para recapitular en sí al mismo Adán, mantuviese la semejanza de una idéntica generación” (Ireneo, Adv. haer. III, 21,9-10). La imagen, sin embargo, no es correcta, desde el punto de vista biológico, según nuestros conocimientos actuales sobre la generación. No es el padre el que pone la semilla y la madre la que ofrece la tierra que será fecunda. Padre y madre contribuyen activamente a la generación y aportan cada uno de ellos su semilla. Por eso, María aportaba también su propia semilla al nacimiento de Jesús. En todo caso, se comprende bien el sentido del ejemplo puesto por san Ireneo.

[11] “El iniciador de un nuevo nacimiento debía nacer de forma nueva…. Este es el nuevo nacimiento: el hombre nace en Dios, y de Él Dios nace en el hombre. Asume la carne del antiguo semen pero sin el semen antiguo. De este modo con nueva semilla, es decir, semilla espiritual, la carne fue reformada después de haber eliminado todas las antiguas manchas. Esta novedad en su totalidad fue prefigurada ya antiguamente: el nacimiento del Señor se actuó por disposición racional mediante una virgen. La tierra, aún virgen. no había sido violada por el trabajo del hombre, no había sido sembrada: entendamos que de ella fue formado el hombre por intervención de Dios hasta ser un alma viviente. Pues bien, si de este modo surgió el primer Adán, el sucesivo o último Adán… fue producido por Dios de la tierra (es decir, de la carne), de una carne no marcada todavía por la generación, para convertirse en espíritu vivificante” (Tertuliano, De Carne Christi, 17,1-6).

[12] Cf. Jaroslav Pelikan, Mary Through the Centuries: Her Place in the History of Culture, Yale U. Press, 1996; Tim Perry, Mary for Evangelicals, Interarty 2006; cf. Scot McKnight, The real Mary: Why Evangelical Christians cam embrace the Mother of Jesus, Paeclete, 2006;

[13] Cf. Paul E. Robertson, Mary: a model disciple, en “The theological educator”, 54 (1996), pp. 21-32.

[14] La majestad de Dios era tal que nadie podía ver a Dios y sobrevivir. Isaías se sentía perdido por haber contemplado la gloria de Dios (Is 6,5). El nombre de Dios, Yahweh, no podía ser pronunciado: ¡su nombre es santo! Por eso, María fue educada en la reverencia a la majestad inmensa de Dios: cf. las reflexiones de M. Pauline – W. Lewela, Mary’s Faith-model of our own: a reflection, en AFER, 27 (1985), pp. 92-98

[15] “El Concilio muestra que el artículo de la fe sobre la Iglesia depende enteramente de los artículos que se refieren a Cristo Jesús. La Iglesia no tiene otra luz que la de Cristo; ella es, según una imagen predilecta de los Padres de la Iglesia, comparable a la luna cuya luz es reflejo del sol” (Catecismo de la Iglesia Católica, 748).

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Una respuesta en “María de la fe: los tres artículos del Credo

  1. Paola dijo:

    Buenas tardes, no suelo leer nada como ésto, ni soy de mucho comentar.
    Me llamo la atención (despues de leer largamente todos sus loores a Maria, y considerar interesante apesar de todo que la mantuviera en su lugar humano, de criatura que le corresponde) esta parte que es un dogma seguramente:

    María actúa en la historia de la Iglesia “en el Espíritu”. Fue el Espíritu quien la asumió en cuerpo y alma al cielo, es el Espíritu el protagonista de todas las mariofanías que acontecen a lo largo de los tiempos. María no suplanta al Espíritu, no lo hace retroceder, no lo ofusca. Es más bien el Espíritu quien aparece, emerge con el rostro y la presencia de María………y en adelante.

    Es realmente un conjunto de palabras sin sentido, porque la revelacion escrita no menciona absolutamente nada de estas incoherencias.
    La Fe cómo don del que usted habla es en la obra de Cristo para perdon de pecados y vida eterna. Es Fe en lo que Dios ha dicho y hecho. La Biblia en todo su conjunto no dice nada ni parecido.
    Dios lo bendiga con sabiduria y humildad para no hablar mas allá de lo que está escrito.

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