Espiritualidad compartida: conciencia, perspectiva y praxis

En estos últimos años la vida religiosa está siendo testigo de un fenómeno particular: grupos de laicos se aproximan a nuestros institutos confesando abiertamente que sienten nuestro “espíritu carismático” como propio, que desean adherirse a nuestra corriente espiritual, que desean compartir nuestro carisma y espiritualidad. No quieren dejar de ser lo que son. Pero lo quieren ser “con nosotros”. Sin pretenderlo, ni percatarnos, somos fuerza atractiva. Otras personas, que no han recorrido el mismo camino vocacional y formativo, nos piden un espacio en nuestra tienda. Se hace necesario ensancharla.

El fenómeno de la asociación del laicado a nuestros apostolados no es nuevo. Tiene una larga tradición. Pero la petición de asociación carismática y espiritual, el deseo de compartir el mismo carisma y la misma espiritualidad desde diferentes formas de vida cristiana es un fenómeno propio de nuestro tiempo en muchos institutos.

Alguien, tal vez, sospeche que detrás de esta tendencia se oculte una vana estrategia de sobrevivencia, en tie

mpos de escasez vocacional; lo que no hemos podido conseguir como adhesión plena –nuevas vocaciones-, lo queremos conseguir con una adhesión “a medias” o “asociación de laicos”. Yo no me atrevería a negar del todo esta sospecha. Cuando alguien está muy enfermo y desesperado recurre a cualquier posible remedio. ¡Y no está mal! La vida se defiende a si misma y lo hace “sea como sea”. ¿Por qué la vida religiosa debería renunciar a esa característica de la vida?

Pero sin negar lo anterior, la mayoría de nosotros pensamos que ese acercamiento espiritual entre religiosos y laicos en el contexto de un mismo carisma y espiritualidad, es un auténtico impulso del Espíritu en nuestro tiempo. Estamos redescubriendo una nueva forma de ser. Nos adviene una refundación no planeada, y por eso, más auténtica.

El fenómeno de la asociación apostólica, carismática y espiritual está ahí, llamando cada día a nuestras puertas. Queremos acogerlo con discernimiento y deseamos responder a los desafíos que nos presenta. La expansión del espíritu carismático es imprevisible, sorprendente y en cierta manera incontrolable. Y entonces nos ocurre algo parecido a lo que Simón Pedro experimentó cuando vió que el Espíritu Santo se había derramado “sorprendentemente” sobre los gentiles en la casa de Cornelio (Hech 11,44-48).

“Estaba Pedro diciendo estas cosas cuando el Espíritu Santo cayó sobre todos los que escuchaban la Palabra. Y los fieles circuncisos que habían venido con Pedro quedaron atónitos al ver que el don del Espíritu Santo había sido derramado también sobre los gentiles, pues les oían hablar en lenguas y glorificar a Dios. Entonces Pedro dijo: «¿Acaso puede alguno negar el agua del bautismo a éstos que han recibido el Espíritu Santo como nosotros?» Y mandó que fueran bautizados en el nombre de Jesucristo”.

¡Este es el fenómeno! El espíritu carismático que nos ha sido dado cae sobre personas que, sin pertenecer estrictamente a nuestras congregaciones o institutos, sienten a nuestros fundadores –y a nosotros mismos- como suyos, asumen nuestro estilo como propio, se implican en nuestros ministerios con pasión apostólica, intentan enlazar su vida con la nuestra. El don carismático ha sido derramado también sobre ellos. Y entonces nos surge la pregunta: “¿Acaso puede alguno negar el reconocimiento y la acogida a quienes han recibido el Espíritu como nosotros?”. Pedro mandó que los gentiles fueran bautizados. Nuestros institutos se preguntan qué hacer. Algunos ya van dando pasos muy serios de incorporación del laicado a su propio acontecer carismático y espiritual. Son pioneros.

En esta ponencia quiero reflexionar sobre el fenómeno de la asociación carismática desde la perspectiva de la espiritualidad. Hablaré, en primer lugar, de la nueva conciencia (espiritualidad en la vida consagrada). Después hablaré sobe la nueva perspectiva (espiritualidad carismática propia y compartirble” Finalmente, sobre la nueva praxis: caminando juntos –laicos y consagrados- hacia adelante.

La espiritualidad es difusiva. El espíritu no está delimitado por una piel. Llega a nosotros como energía sin contornos, como fuerza constantemente transformada y transformadora. El espíritu es, por eso, representado con las imágenes del agua, del fuego, del aire…

Los grupos o comunidades movidos por el Espíritu de Dios tienen la configuración de una llamarada, siempre relampagueante, amenazadora y deseosa de encender otras realidades. Quienes están movidos por el Espíritu son como el agua torrencial, que no solamente se contenta con su cauce, sino que jugueteando se desborda por otros caminos o penetra y humedece todo lo que toca. Así es la espiritualidad… ¡difusiva! ¡enorme y obstinadamente difusiva!

Los límites estables, el lenguaje de los elementos esenciales, no le va a la espiritualidad. Ella está siempre en ebullición. Es fuego. Quienes se dejan llevar o encender por el Espíritu tienen dentro de si un programa de actualización constante, como aquel que llevaba el samaritano compasivo de la parábola. Una espiritualidad auténtica es libertad interior, creatividad incesante, conexión múltiple. Aquí está la razón de porqué un carisma-espiritualidad es fácilmente “conectable” y puede instalarse en el programa de diferentes formas de vida cristiana.

“Gran parte de los seres humanos viven sin darse cuenta de que ellos son seres espirituales” (Soren Kierkegaard).

Solo una persona con ojos puede ver los colores. Solo una persona con oidos puede disfrutar de la música. Solo una persona con espiritualidad, con una visión espiritual despierta, puede ver todo el universo y todas las cosas en él como un juego divino. El hombre o la mujer espiritual no son los que cierran los ojos a la realidad. Son aquellos que disponen de una mejor graduación para ver hasta el detalle más bello. El hombre o la mujer espiritual tienen una sensibilidad especial. Perciben en nuestro mundo un aura de misterio, que les resulta encantadora, electrizante. Por eso, viven en paz, sonríen, son personas bellas, equilibradas. Disfrutan, aman, entienden, saben, saborean. El toque de su mano “a vida eterna sabe”. El Espíritu enciende todos los sentidos. No los apaga.

El hombre o la mujer espiritual habitan su propio corazón. Viven desde él. Carl Jung decía:

“Tu visión será más clara cuando mires a tu corazón. Quien mira fuera, sueña. Quien mira dentro, se despierta” (Carl Jung).

La espiritualidad está dentro, pero hay que despertarla. La espiritualidad está en el corazón, en esa realidad simbólica que desde hace siglos denominamos “corazón”. Es el territorio del amor, de las intuiciones, de la profundidad, de las soledades más hondas.

¿Y qué descubrimos en nuestro interior, en nuestro corazón espiritual? Que hemos sido agraciados con un “fondo sin fondo”. Que lo espiritual que nos habita no ha surgido por generación; que no es fruto –sin más- de la evolución de las especies vivientes, ni resultado de la organización compleja de la materia. Siguiendo la huella de nuestro espíritu –como si de una corriente misteriosa se tratara- llegamos a la profundidad de nuestro ser (“Tiefe des Seins” Paul Tillich), que nos trasciende por todas partes; esa es la realidad previa a nosotros mismos, la realidad fundante; ahí descubrimos que somos hijos o hijas del Misterio; “nacidos de Dios” y desde Dios nacidos como realidad corporal en este mundo.

Pero también ahí nos descubrimos “en red”: no unigénitos, sino hijos e hijas en plural. Nosotros, los cristianos, nos reconocemos “hijos en el Hijo”. Jesús y su Espíritu nos dan la clave para vivir en red fraterna y filial. En esa raiz única y compartida todos nos sentimos uno y llamados a la unidad, aunque exteriormente seamos diferentes. Tenemos raices comunes que fundamentan nuestra fraternidad y sororidad globales y también nuestra llamada a cuidar de nuestra familia y nuestros hermanos.

Nacemos del espíritu y nuestro cuerpo es espíritu en estado de expresión, de encarnación, de relación y comunión. Lo expresó muy bien Teilhard de Chardin al decir

“No somos seres humanos que tienen una experiencia espiritual. Somo seres espirituales que tenemos una experiencia humana”.

La auténtica interioridad no nos aleja de la exterioridad, sino que nos conecta con las raíces de toda exterioridad. Deng Ming-Dao dijo: “Una vez que tú has contemplado el rostro de Dios, tú descubres el mismo rostro en toda persona que encuentras”. El camino de la espiritualidad comienza descubriendo nuestro propio territorio. Investigando nuestros rincones, hasta llegar a nuestro más profundo centro, o a sus límites últimos.

También descubrimos en nuestro corazón la presencia misteriosa del mal: nuestro pecado con sus siete cabezas. El corazón se muestra débil, inconsecuente, propenso a la malicia y a la esclavitud. Necesita purificación, redención. La espiritualidad cristiana afirma que esa redención del espíritu humano no es simplemente auto-redención. Reconoce que la profundidad del mal es tal, que ningún ser humano es capaz de arrancarla de si mismo. Jesús y su Espíritu son la única fuerza capaz de llegar hasta lo más profundo y sanarlo. Pero la pregunta que nos surge es ésta: ¿cómo aceptar en nosotros la redención? ¿En qué consiste nuestra implicación personal? La redención, que viene de Dios, activa nuestra capacidad, nuestros dinamismos interiores, nuestra colaboración. Por eso, un camino espiritual cristiano no excluye, en manera alguna, las prácticas espirituales que nos hacen colaborar responsablemente en él.

Por lo tanto, bien podemos sintetizar esta reflexión diciendo que la espiritualidad cristiana es, ante todo, gracia de revelación. Ilumina los caminos del espíritu. Tiene su paradigma total en Jesús, el Hijo de Dios, la revelación última y definitiva de Dios. Jesús es la unión perfecta de los dos polos, la síntesis de toda la realidad. En Jesús todo lo humano, lo cósmico, lo creado, se vuelve transparente y dúctil al Misterio Trinitario. La espiritualidad cristiana es espiritualidad de redención. No es un mero intento de autopurificación, de autosuperación, es, ante todo, un camino de apertura a la gracia, de progresivo apoderamiento del Espíritu de Dios sobre un espíritu que se deja hacer.

La vida religiosa o consagrada está toda ella configurada –desde sus orígenes monásticos hasta hoy- como ecosistema de espiritualidad. Su razón de ser es “re-ligar”, llenar la vida de conexiones con el Misterio que nos envuelve. A lo largo de nuestra historia hemos descubierto formas muy variadas de conexión religiosa. Nos han sorprendido, los pioneros y pioneras de nuestras formas de vida al descubrir conexiones con Dios en la soledad y en la compañía, en el desierto y en las calles, en el silencio y en el ruido, en la comunidad eclesial y en el pueblo de los pobres.

Desde el amanecer hasta la noche nuestra vida está configurada como “encuentro”, vida en la presencia, presencia de la Vida. Es bellísimo descubrir el variado panorama de experiencias religiosas que caracterizan a los diversos grupos de vida religiosa. Me impresionó –hace no mucho tiempo- una comunidad-congregación de misioneros que centran su espiritualidad en el Jesús transpasado. Orar con ellos, pensar con ellos la vida apostólica, era sentir en cada momento esa clave. A partir de entonces, la contemplación del Crucificado me lleva a su costado traspasado y todo lo que en él se simboliza. Cada instituto de vida religiosa tiene su don, su encanto.

Cuando hablamos de la espiritualidad de nuestro instituto, nos referirnos a dos cosas: a la visión objetiva y a la vivencia concreta y existencial. En el primer caso, nos sentimos agraciados con una visión espiritual que nos entusiasma y atrae. En el segundo la interpretamos en nuestra vida y según nuestras culturas y condiciones.

Cuando entendemos la espiritualidad como visión, la describimos a partir de elementos teóricos (theos-orao). A cada uno se nos ha dado una peculiar comprensión o visión del misterio de Dios y de este misterio en Jesús, nuestro Señor. Cada uno de nuestros institutos hace su peculiar lectura cristolológica, tiene una peculiar sensibilidad religiosa y antropológica. Solemos decir entonces que nuestra espiritualidad es cristocéntrica, o trinitaria, eucarística o mariana, encarnada o contemplativa etc. Forma también parte de nuestra visión una peculiar propuesta metodológica para el camino espiritual y con ella unas prácticas normativas. Bastantes institutos, en sus capítulos de renovación, han diseñado la visión que está a la base de su espiritualidad. Ha sido un momento entusiasmante y de grandes repercusiones. La visión ha quedado plasmada en diversas prácticas espirituales y formativas.

No nos basta la visión –o como a veces se dice, demasiado simplísticamente-, los “bellos documentos”. La visión y los bellos documentos son un paso decisivo. Ellas contienen la partitura de nuestra espiritualidad. Cuando Beethoven ofreció a una orquesta su Novena Sinfonía, agració a toda la humanidad. La cuestión siguiente era cómo “interpretarla”. ¡La partitura quedaba en manos de la orquesta! Eso son los bellos documentos sobre nuestra espiritualidad. Por eso, también la espiritualidad es vivencia orquestal, congregacional. Esa es la responsabilidad que recae sobre las actuales generaciones que formamos la vida religiosa. ¿Estamos interpretando y viviendo adecuadamente la partitura que se nos ha ofrecido? ¿La convertimos en regalo para el mundo, para la iglesia, para quienes están junto a nosotros? Se percibe una profunda desazón cuando nuestras comunidades, que son lo que son, no aparecen en la sociedad como “presencias transformadoras”, como instancias que dan sentido a las grandes preguntas del ser humano. O al contrario, una profunda alegría y satisfacción, cuando en nosotros hay fuego que nos enciende y a otros abrasa, cuando nuestra vida resulta significativa y pacificadora. Nos complacemos en una espiritualidad que enreda, fascina, seduce, implica. Su densidad no es igual en todas las personas o grupos, como no es la misma la intensidad del fuego en todo aquello que arde. Hay puntos nodales o especialmente irradiantes, desde los cuales la espiritualidad se extiende y comparte. Hay prácticas que la expresan y la reavivan. Crean un nuevo estilo.

En principio, hablar de “prácticas” es no solo bueno, sino excelente. El camino espiritual solo acontece cuando es conducido por prácticas adecuadas. Lo cuestionable, sin embargo, es si las prácticas que caracterizan el camino espiritual de la vida consagrada en la actualidad, son las más aptas para el camino en nuestro tiempo. Damos mucha importancia a la asistencia a los actos de oración comunitarios. Pero ¿nos preguntamos en qué medida esas prácticas encienden la fe de la comunidad y la convierten en una presencia transformadora en la sociedad y en la iglesia? El modelo occidental de oración está atiborrado de cosas que hay que hacer. La austeridad litúrgica o monástica da lugar a un neobarroquismo en el que prevalece la cantidad sobre la calidad, la superficialidad sobre la profundidad. Nuestra vieja vida religiosa está ya de vuelta de muchas prácticas espirituales que han demostrado su ineficacia. Respiramos cuando se nos dejan espacios para la contemplación, para saborear, para sentir, para trascender… Preferimos centrarnos en un único salmo, a rezar cinco, una breve lectura a largos textos que provocan nuestra distracción; nos interesa más sentir y vivir que cumplir. En nuestra visita a la Exposición de la Palabra, preferimos detenernos en un cuadro, en una sala, a recorrer rápidamente todas las salas con una sensación final de cansancio y de superficialidad.

Las prácticas que hoy necesitamos -¡no para justificar nuestra espiritualidad, sino para abrirnos a ella!- tienen mucho que ver con una reconstrucción espiritual de nuestra persona. Necesitamos métodos adecuados y guías. Tengo la impresión de que en este camino, somos como ovejas sin pastor. Pocos pastores o pastoras son guías espirituales.

Un instituto de vida consagrada no es espiritual por el mero hecho de que la mayoría de sus miembros se ejerciten en las prácticas de vida espiritual, que se han propuesto a sí mismos en el proceso de renovación. La cuestión fundamental es: ¿qué se entiende en nuestro instituto por espiritualidad? ¿qué meta de vida espiritual se propone? ¿qué camino de espiritualidad ofrece a sus miembros? Solo, desde aquí, es posible, hablar de la “espiritualidad compartida”.

Ninguna forma de espiritualidad –consagrada o laical- es autosuficiente. Ninguna es más perfecta que las demás. Todas ellas tienden hacia la perfección y se correlacionan entre sí. Consiguen su perfección en la mutua correlación. Lo perfecto es la totalidad, no la parcialidad; la armonía orquestal o polifónica y no cada una de las voces.

Se tienden a definir las espiritualidades propias a partir de sus elementos diferenciales. Es lo que en otros tiempos se llamaba principio de individuación. Pero esto no basta. También es necesario describir la identidad de la coincidencia, de la relación.

La existencia cristiana, tal como se describe en el nuevo testamento es, ante todo, vivir “en relación”, establecer relaciones con los demás. El acontecimiento del reino de Dios tiene que ver con modelos de comunión. El amor es la fuente de las relaciones en la comunidad cristiana y en la misión. El amor genera relaciones para la con-vivencia y para el servicio mutuo. Vivir en el Espíritu es “relación” o “relacionarse”. La espiritualidad nos interrelaciona, nos en-reda a unos con otros. Cuando la vida religiosa comparte su espiritualidad con los laicos o con los ministros ordenados seculares, se abre a una espiritualidad mayor, a la espiritualidad abierta del cuerpo de Cristo. Cada comunidad eclesial, cada grupo está llamado a regalar toda su riqueza a los demás, teniendo como perspectiva la edificación del único cuerpo de Cristo.

Sentido del cuerpo de Cristo. Todos formamos el cuerpo de Cristo Jesús. Somos miembros los unos de los otros. La espiritualidad sin relación a los demás es una espiritualidad desmembrada. Solo en la correlación, en la circularidad, en el intermcambio de dones, la espiritualidad llega a su plenitud. Nadie representa del todo el misterio de Cristo. Por eso, la comunión espiritual y la búsqueda de comunión espiritual no es una concesión, es una necesidad.

La afirmación de las relaciones para el crecimiento espiritual, la afirmación de la vivencia en red, no es para quedar enredados, sino para entrar en la relación más plena con Cristo Jesús. Es la relación para la gran Relación.

Algo auténticamente nuevo en el magisterio de la Iglesia y que supone –a mi modo de ver un gran paso adelante- es reconocer que el carisma y espiritualidad de un instituto de vida consagrada pueden ser compartidos con los laicos. Lo hace la exhortación apostólica “Vita Consecrata” en sus números 54 al 56. Reconoce su novedad y lo considera como “un nuevo capítulo, rico de esperanza, en la historia de las relaciones entre las personas consagradas y el laicado”.

Constata el hecho de que tanto los institutos monásticos y contemplativos como los institutos comprometidos en la dimensión apostólica o los institutos seculares, mantienen relaciones de vinculación espiritual y pastoral con los laicos.

Como fundamento alude a la eclesiología de comunión que ha llevado a:

“aunar esfuerzos, en actitud de colaboración e intercambio de dones, con el fin de participar más eficazmente en la misión eclesial… con la aportación coral de los diferentes dones” .

Como motivación para estimular las mutuas relaciones en la espiritualidad el magisterio señala las siguientes razones:

Ø Primera: porque les permite a los institutos una “irradiación activa de ella más allá de sus fronteras” y les hace contar “con nuevas energías que aseguran a la Iglesia la continuidad de algunas de sus formas más típicas de servicio” (VC, 55).

Ø Segunda: porque sirve para aunar esfuerzos (laicos y consagrados) en la misión.

Ø Tercera: porque les permite a los laicos introducirse “en la experiencia directa del espíritu de los consejos evangélicos” y los anima “a vivir y testimoniar el espíritu de las Bienaventuranzas para transformar el mundo según el corazón de Dios” (VC, 55).

Ø Cuarta: porque los laicos ayudan “a descubrir inesperadas y fecundas implicaciones de algunos aspectos del carisma, suscitando una interpretación más espiritual, e impulsando a encontrar válidas indicaciones para nuevos dinamismos apostólicos” (VC, 55).

Ø Quinta: Porque las personas consagradas pueden y deben ser, ante todo, “guías expertos de vida espiritual” y para ello deben cultivar «el talento más precioso: el espíritu»” (VC, 55)

Ø Sexta: porque los laicos ofrecen a las familias religiosas la rica aportación de su secularidad y de su servicio específico (VC, 55).

Un caso más particular e intenso de “mutua relatio” es presentado en el número 56 de “Vita Consecrata”. Se habla ahí de la participación laical en la riqueza de la vida consagrada de los institutos bajo diversas fórmulas: “la fórmula de miembros asociados” o, o la fórmula de pertenencia limitada a la vida comunitaria, o a la contemplación, o al apostolado del instituto “durante un cierto tiempo”. Únicamente se mantienen ciertas reservas, que intentan defender por una parte la condición propia de la vida consagrada y por otra la condición propia de la vida laical (para no convertir a los laicos en cuasi-religiosos o a los religiosos en cuasi-laicos). Se apuntan las siguientes reservas:

1) “que no sufra daño alguno la identidad del Instituto en su vida interna” (VC, 56);

2) que se cuide la formación del voluntariado de modo que “tengan siempre, además de competencia, profundas motivaciones sobrenaturales en su propósito y un vivo sentido comunitario y eclesial en sus proyectos” (VC, 56);

3) que las iniciativas en las que los laicos están implicados con capacidad de decisión, se atengan a los fines propios del Instituto y sean realizadas bajo su responsabilidad” (VC, 56).

Este marco de “mutua relatio” permite recuperar de una forma nueva a quienes estuvieron en nuestros institutos y por diferentes razones hubieron de dejarlo, pero mantienen la adhesión carismática y espiritual. También nos abre a la “hospitalidad espiritual”, de modo que algunos laicos pudieran vivir junto a nosotros durante un tiempo –como ocurre de hecho en los monasterios budistas- y no solamente por razones de búsqueda vocacional, sino de experiencia espiritual.

Una perspectiva diferente ofrecela exhortación en la segunda parte del n. 56 cuando habla de la pertenencia de las personas consagradas a otros movimientos de espiritualidad dentro de la Iglesia. Reconoce su ambivalencia.

La historia nos muestra que la relación entre personas consagradas y laicos no ha sido muy equilibrada. El intercambio de dones ha funcionado entre nosotros, pero se ha estructurado frecuentemente bajo este esquema: nosotros ofrecíamos a los fieles laicos nuestros servicios y los fieles laicos nos ofrecían sus recursos económicos (los bienhechores). Las relaciones no estaban determinadas por la inter-ecualidad. Siempre se suponía una superioridad espiritual en nosotros, los pertenecientes a la vida consagrada. Nosotros hemos sido sus educadores, sus evangelizadores, sus maestros, o los hemos atendido en nuestros hospitales.

Hoy descubrimos la riqueza espiritual del laicado. Sabemos que el Espíritu actúa en ellos y ellas de forma intensa y que es ridículo pretender cualquier forma de superioridad espiritual. Nos necesitamos mutuamente. En la correlación renace nuestra identidad y crece y se desarrolla. Rechazamos cualquier modelo de dependencia y optamos por el modelo de correlación. Descubrimos que hay entre nosotros un campo amplio que nos permite compartir la espiritualidad cristiana, humana.

Cuando hablamos de compartir la espiritualidad nos situamos en el doble nivel: visión e interpretación vital o vivencia. Solemos proponer la visión de forma entusiasta. Nos retraemos cuando se trata de exponer nuestras vivencias. Nos percibimos muy pobres en nuestra aportación a la espiritualidad de la iglesia. A veces, también nos sentimos, poco reconocidos.

¡No importa! A la mesa de la espiritualidad compartida no vamos como ricos, sino como pobres; no vamos como saciados, sino como hambrientos, como autosuficientes, sino como necesitados. ¿No es esa la mejor actitud para compartir la espiritualidad y para renacer a ella con otros? Yo creo que hoy es posible un renacimiento espiritual. Pero no acaecerá en lugares aislados y cerrados, sino en la red de un mundo cada vez más globalizado. Nos necesitamos unos a otros. Solo renacemos a la espiritualidad “en red”, conectándonos, estando todos “on line”. Pero tampoco, debemos ser catastrofistas. El don espiritual recibido es válido por si mismo: es un tesoro que llevamos en vasijas de barro. Las intuiciones espirituales que dieron origen a nuestros institutos, están ahí, para ser reinterpretadas y vividas, para hacernos accesible el camino hacia el Misterio.

Al compartir, la visión y la interpretación existencial cambian. Hay un antes y un después. Ese antes y después es el elemento diferenciador y refundante. Quien se dispone a compartir, que se disponga a cambiar. Porque no se trata de dar al pobre mendigo laico las migajas que caen de la mesa, sino de hacerlo auténtico comensal en la mesa de nuestra espiritualidad. En la auténtica relación todos cambiamos.

Hay dos niveles de “mutua relatio”: el nivel de nuestra vocación eclesial y el nivel de nuestra vocación peculiar y carismática.

Desde el nivel de nuestra vocación eclesial, quiero imaginar nuestra “mutua relatio” espiritual con el laicado desde tres diferentes modelos: el aristocrático, el democrático y el sinodal o ecológico.

El modelo aristocrático es aquel que parte de la superioridad objetiva de nuestra visión espiritual y de nuestra capacidad de interpretarla y vivenciarla. Entonces entendemos que podemos ofrecerla a los laicos para su enriquecimiento interior. Nosotros somos los maestros, ellos los discípulos.

El modelo democrático es aquel que admite el pluralismo de espiritualidades y la libre competitividad entre ellas. En principio, no es bien visto que una de ellas se erija sobre las demás; pero aquellas que obtienen más votos, más adhesiones obviamente se enorgullecen de ello y tienden a dominar el campo de la espiritualidad, a imponerse y a expandirse al máximo posible. Cuando esto se da, tienden a contemplar las otras espiritualidades desde una superioridad, al menos fáctica. Viendo las cosas desde este modelo, la espiritualidad propia de los religiosos está “en baja”. Nuestra oferta espiritual no puede competir con aquellas espiritualidades que mueven a miles y miles de personas y grupos. De ahí el auge actual de la espiritualidad de los movimientos y la menor relevancia de la espiritualidad de los institutos religiosos en este momento.

El modelo sinodal o ecológico favorece una correlación de fuerzas espirituales diferente a las anteriores: renuncia a la “cracia”, es decir, a entender las cosas únicamente en clave de poder, y sí en clave de servicio, diálogo, mutua apertura, caminar juntos. La espiritualidad está abierta, es vulnerable y vulnerante, decide caminar con otros. No pide clase preferente. Viaja en clase turista. No vive de su autoafirmación, sino de la correlación. Por eso, le interesa más el conjunto, la totalidad, que el fragmento. Quienes así viven su espiritualidad tienen “sentido de iglesia”, antes que “sentido de lo propio”. Reconocen que el organismo eclesial tiene suficientes sabiduría como para hacer que en algún momento nosotros acudamos en ayuda de otros miembros o que otros miembros, en determinados momentos, vengan en ayuda nuestra. Lo más importante, según este modelo, no es mantener la propia identidad absolutamente preservada de cualquier contaminación, sino incluirla dinámicamente en el conjunto.

Como conclusión creo que hay que afirmar que nuestra espiritualidad no es aristocrática, no es la espiritualidad de unas élites, no tiene vocación de aislamiento. Está llamada a difundirse, a entrar en la ecología del espíritu, en la sinodalidad de la Iglesia. En este nivel nos mostramos enormemente respetuososo con otras formas de espiritualidad. No pretendemos ganar a los demás. El laicado cristiano y el laicado no-cristiano nos sorprenden. En él está el espíritu de la época, la imaginación creadora, la solidaridad popular. En el laicado está el espíritu de los pueblos, el corazón de los humildes. En el laicado están los artistas y creadores, los productores, los líderes y políticos, los generadores.

También nosotros somos gracia para la espiritualidad laical. El estilo de vida consagrada es “exageración carismática”, “pasión divina como única ocupación”. Los laicos cristianos, en comunión espiritual con nosotros, nos cuestionan nuestras seguridades. Nos sacan de nuestros delirios, de nuestros sueños, de nuestro narcisismo. Pero también nosotros, les ayudamos a elevar su espíritu, a centrarse en lo único necesario. Cuando los laicos son testigos de nuestra espiritualidad nuestro testimonio encuentra su escenario y se enciende, purifica y autentifica.

La vida religiosa puede ejercer la función de guías espirituales y maestros. Lo que podría parecer un handicap propio de la vida religiosa europea –su envejecimiento- es su gran oportunidad: paternidad y maternidad espiritual. El envejecimiento de la vida consagrada en Europa nos da una especial habilidad y destreza para ejercer el ministerio de la guia espiritual. Compartir nuestra espiritualidad con otras formas de vida es conversación. Conversar o diálogo de vida con los hermanos o hermanas laicos en plan de igualdad. Decimos ¡no! a las relaciones superficiales de fe.

Cuando los laicos se sienten llamados a compartir nuestro mismo carisma y espiritualidad, no están haciéndonos una concesión, sino que están respondiendo a una vocación interior, a una llamada tan válida y tan divina como la nuestra. En ese caso, no se trata de ceder espacio, o de conceder unos privilegios de los cuales nosotros, los miembros de pleno derecho de un instituto religioso, somos los únicos propietarios. Se trata de algo mucho más profundo: de compartir el único don con personas pertenecientes a otras formas de vida.

También en este supuesto, podemos describir la “mutua relatio” entre personas consagradas y laicos que comparten un mismo carisma y espiritualidad desde tres modelos: concesionario, copropietarios pero con muy pocas acciones, propietarios de pleno de derecho.

Según el modelo del concesionario, los laicos que se sienten llamados a participar en nuestro carisma y espiritualidad, deben ganárselo. Después de pasar por unas determinadas pruebas, se les concederá algún título de agregación; pero nunca se contará con ellos de forma decisiva. Estarán siempre en la periferia de nuestros institutos, que en principio se sienten autosuficientes.

Según el modelo del copropietario con pocas acciones, se cuenta mucho más seriamente con el laicado. Los laicos tienen una palabra que decir sobre el carisma, sobre la espiritualidad; su experiencia vital es acogida como regalo, como gracia; las perspectivas que ofrecen son tenidas en cuenta. Pero, su aportación está sometida al poderío del propietario mayoritario del carisma.

El tercer modelo, de copropietario de pleno derecho, nos introduce en un campo, hgasta ahora bastante inédito y que suscita un cúmulo de preguntas y lanza a planteamientos nuevos que pueden coincidir con eso que llamamos hoy “refundación”. ¿Qué significaría dar voz a nuestros laicos a la hora de describir o definir nuestra visión espiritual? ¿Cómo proyectaríamos nuestra vivencia espiritual, nuestro camino de espiritualidad, sin contáramos con ellos, como elemento definitorio? Decir “laicos”, es, entonces, referirse a matrimonios, a hombres y mujeres que viven desde la secularidad. Podría darse el caso, y conozco uno, en que varones laicos, casados, que comparten el carisma de una congregación femenina, se hagan presentes en sus capítulos provinciales y generales. O mujeres en capítulos provinciales y generales, de institutos masculinos. Esto por poner solo un ejemplo.

El camino es todavía bastante inédito. Quizá una imagen de lo que podrá ser en el futuro, lo tengamos anticipado en las “nuevas comunidades” que están surgiendo, sobre todo, en el ámbito de la Renovación Carismática, aunque obviamente nuestro estilo estaría marcado por características bastante diferentes.

Si un instituto de vida consagrada plantea y vive su espiritualidad –en relación con el laicado en general- desde un modelo sinodal-ecológico y con el laicado que se siente llamado a compartir carisma y espiritualidad desde un modelo de copropiedad de pleno derecho, puede prepararse a grandes cambios en su forma de pensar, de actuar y de sentir. Esa es la gracia que nos viene.

Escuché hace poco a un anciano misionero lo siguiente: “Pues hagamos una comunidad de laicos”. Se trataba de la imposibilidad que había en una congregación religiosa de encontrar el suficiente número de personas para abrir una casa de misión en Vietnam. El viejo misionero encontró la solución: “Enviemos a nuestros laicos”.

Todo esto nos complica las cosas. Nos obliga a redefinir nuestros espacios, nuestros modelos de formación, nuestras economías. ¿Estamos para ello, ahora que más envejecidos, nos prometíamos una ancianidad tranquila?

Solo quiero apuntar, para concluir a ciertos criterios que pueden conducir la refundación de nuestra espiritualidad compartida con los laicos.

1. Se hace necesaria la creación de un espacio en el que sea posible compartir la espiritualidad. Cada comunidad debería incluirlo en su proyecto.

2. Habría que salvaguardar la identid laical de unos y consagrada de otros, evitando hacer de los laicos o laicas cuasi religiosos o para-religiosos y evitar el servilismo de los religiosos respecto a los laicos.

3. Dar a cada uno la posibilidad de ofrecer la propia contribucion desde la propia identidad y la propia competencia específica, reconociendo y promoviendo las diferencias y descartando un intercambio falsamente igualitario. Para nosotros, los religiosos significa aceptar la idea de que los laicos no son vasos vacíos en los que depositar nuestros tesoros. Ellos también tienen sus tesoros que compartir con nosotros.

Se hace necesario un modelo formativo compartido por ambos, pero también específico. Y en ese modelo formativo entraría la animación espiritual conjunta, continuada, la ejercitación espiritual, las prácticas del camino espiritual.

Conclusión

Y concluyo estas reflexiones diciendo que, tras unos años de espeera y desconcierto, Dios comienza a dar respuesta a los lamentos y clamores de la vida consagrada. Ella es fecunda en otros pueblos e iglesias jóvenes; pero al mismo tiempo, le está siendo concedido el don de un laicado vivo, dinámico, creativo, que se siente llamado a compartir los diversos carismas y -¡ese es un paso decisivo!-, sobre todo, la misma espiritualidad. Ya no estamos solos. Nuestro futuro, o el futuro del Espíritu en nosotros, tiene Gracia. El Abbá que por su Espíritu nos fundó, es el mismo que ahora por su Espíritu nos está refundando. Lo hace todo nuevo, ¿no lo notamos?

“Debido a las nuevas situaciones, no pocos Institutos han llegado a la convicción de que su carisma puede ser compartido con los laicos. Estos son invitados por tanto a participar de manera más intensa en la espiritualidad y en la misión del Instituto mismo. Se puede decir que se ha comenzado un nuevo capítulo, rico de esperanza, en la historia de las relaciones entre las personas consagradas y el laicado” (VC, 54).


Debo decir que las reflexiones que voy a presentar tienen su fundamento y su razón de ser en la obra a la que dediqué los diez últimos años: Teología de las formas de vida cristiana, 3 vol., publicados en la editorial Publicaciones Claretianas. Estos tres volúmenes intentan presentar la historia y la razón de ser de cada una de las formas de vida cristiana. Solo conociendo y valorando las diversas formas de vida podemos entrar en el mágico juego de la “correlación”, o del “intercambio de bienes”. No basta el hecho. Es necesaria la mutua información, para llegar a la mutua formación y espiritualidad.

Tal espiritualidad –así entendida- se expresa en diversas prácticas espirituales. Éstas quedan debidamente establecidas en diversos niveles (personal y colectivo), en diversos ritmos (diario, semanal, mensual, anual). Lo establecido o regulado es algo así como un común denominador mínimo. Se establece, por ejemplo, que para ser un religioso, se requiere tener una hora de oración diaria, celebrar la liturgia de las horas, la eucaristía, el retiro, los ejercicios espirituales. Ese ritmo de espiritualidad sería lo mínimo exigible. De ahí en adelante, todo lo que se quiera.

“Todos en la Iglesia, precisamente por ser miembros de ella, reciben y, por tanto, comparten la com´n vocación a la santidad. Los fieles laicos están llamados a pleno título, a esta común vocación, sin ninguna diferencia respecto de los demás miembros de la iglesia” (Juan Pablo II, Christifideles Laici, n.16).

“Estos son invitados por tanto a participar de manera más intensa en la espiritualidad y en la misión del Instituto mismo”: Juan Pablo II, Vita Consecrata, n.54.

“En continuidad con las experiencias históricas de las diversas órdenes seculares o Terceras Ordenes, se puede decir que se ha comenzado un nuevo capítulo, rico de esperanza, en la historia de las relaciones entre las personas consagradas y el laicado” Juan Pablo II, Vita Consecrata, n.54.

Juan Pablo II, Vita Consecrata, n.54.

Por tanto, si los laicos se hacen cargo de la dirección, éstos responderán de la misma a los Superiores y Superioras competentes. Es conveniente que todo esto sea considerado y regulado por normas específicas de cada Instituto, aprobadas por la Autoridad Superior, en las cuales se prevean las competencias respectivas” (VC, 56).

En estos años no pocas personas consagradas han entrado a formar parte de alguno de los movimientos eclesiales surgidos en nuestro tiempo” (VC, 56).

“Con frecuencia los interesados se benefician especialmente en lo que se refiere a la renovación espiritual. Sin embargo, no se puede negar que en algunos casos esto crea malestar y desorientación a nivel personal y comunitario, sobre todo cuando tales experiencias entran en conflicto con las exigencias de la vida comunitaria y de la espiritualidad del propio Instituto. Es necesario portanto poner mucho cuidado en que la adhesión a los movimientos eclesiales se efectúe siempre respetando el carisma y la disciplina del propio Instituto, con el consentimiento de los Superiores y de las Superioras, y condisponibilidad para aceptar sus decisiones” (VC, 56).

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