El ministerio ordenado y su fecunda tensión interna

ordained_ministry2Hablar del ministerio ordenado es referirse a una institución  secular, milenaria. No se trata de un servicio social inventado hace unos años o siglos en el ámbito religioso y configurado con un preciso perfil. El ministerio ordenado eclesial es tan antiguo como la misma Iglesia y la comunidad que Jesús fundó. ¡Admirable institución que no ha conseguido derrumbar el paso contundente y desgastador del tiempo! Miles y miles de varones han ejercido y siguen ejerciendo este ministerio desde mediados del siglo I hasta este siglo XXI. Hoy están esparcidos por todos los continentes y naciones.  Son más de 406.411 y ejercen su ministerio en más de 2.915 circunscripciones eclesiásticas del planeta. Pero hay dentro de él unas tensiones que lo mantienen vivo y todavía inacabado. El futuro nos sorprenderá con sus inéditas posibilidades. El Espíritu nunca descansa y cuando menos lo pensamos, se impone y seduce nuestra obstinada libertad.

Un ministerio que poco a poco se va configurando

Aparece aquella realidad que hoy llamamos “ministerio ordenado” de una forma casi imperceptible. La comunidad que se formó en torno a Jesús comenzó espontáneamente a configurarse como la comunidad de los diferentes: los Doce, los Setenta y dos, las mujeres que siguen a Jesús (María Magdalena, Juana, Susana…), los que siguen a Jesús sin ser de los Doce como el Discípulo amado o José o Matías (según los Hechos de los Apóstoles), o los discípulos y discípulas en sus casas (Lázaro, Marta, María) y la muchedumbre que lo sigue en determinadas circunstancias. Los ministros ordenados se han visto reflejados en los Doce, los Setenta y dos…

Tras la resurrección del Señor y la venida del Espíritu Santo en Pentecostés -esperada conjuntamente por los Doce y algunas mujeres y de María, la madre de Jesús-, la comunidad cristiana adquiere perfiles más concretos: toma un gran protagonismo la figura del apóstol Pedro, de Juan y de su hermano Santiago, la de Santiago de Jerusalén, y otras figuras nuevas como Esteban y Felipe -denominados como diáconos entre la comunidad cristiana helenista-, o mujeres como Tabita y las cuatro profetisas, hijas de Felipe, y más tarde en la Iglesia de Antioquía no pocos entre los cuales sobresalen Bernabé y Pablo con sus compañeros Juan Marcos, Timoteo y Tito y una gran serie de colaboradores y colaboradoras. Se impone la realidad de los dones que el Espíritu concede para construir la comunidad cristiana y para expandir el Evangelio en el mundo. Es el Espíritu del Señor Resucitado el que constituye y diseña la comunidad con diferentes carismas y ministerios. Los ministros ordenados posteriores han visto anticipado su ministerio y su razón de ser ministerial en la Iglesia en esas personas que encarnaron en la iglesia primitiva la “diaconía del Espíritu” o el ser “embajadores de Cristo” (2 Cor), o ser testigos fidedignos de todo lo que Dios realizó en Cristo Jesús.

La extraordinaria expansión de la fe cristiana a lo largo de todo el imperio romano y la sucesiva fundación de múltiples comunidades de creyentes se ve acompañada de una peculiar configuración interna de tales comunidades a partir de la Memoria del Señor y de la acción del Espíritu. Mientras que en los inicios el ministerio no formaba parte de una estructura establecida legalmente, poco a poco se va creando una configuración institucional adaptada a las nuevas circunstancias y se entremezclan -como siempre- la iniciativa de Dios con su inmensa providencia y la acción humana con sus limitaciones y valores.

Aparecen ya los ministros ordenados cuando van desapareciendo las primeras generaciones cristianas en las diversas iglesias (Jerusalén, Antioquía, Alejandría, Roma). Las figuras masculinas fueron asumiendo el mayor protagonismo en las comunidades cristianas y se creyeron autorizados  por el Señor y el Espíritu para constituir el entramado institucional de la Iglesia. Quienes eran asumidos en esta importantísima función eran sometidos previamente al discernimiento de la comunidad, a una adecuada preparación y al rito de ordenación -en el cual se reconocía la acción de Dios en la institución de su ministro-. Así quedaban investidos del ministerio ordenado y autorizados para ejercer legítimamente esa función al servicio del pueblo de Dios. La configuración del ministerio desde la tríada de obispos, presbíteros y diáconos se inicia ya a comienzos del siglo II (San Ignacio de Antioquía).

Dos formas históricas de ministerio ordenado

El ministerio ordenado ha tenido siempre dentro de sí mismo una tensión polar en la que no siempre se ha reparado. Es la tensión -que ya apreciamos en los orígenes- entre un ministerio ordenado más espontáneo, menos institucionalizado, menos atado a un lugar y a unas tareas específicas y regulares (como era el ministerio de Pablo, de Bernabé) y otro mucho más ligado al lugar y a la vida de una comunidad cristiana (Santiago de Jerusalén, Ignacio de Antioquía). Emerge de nuevo esta tensión cuando algunos grupos de presbíteros deciden vivir “monásticamente”  tratando de integrar dos realidades que de suyo son distintas, el ministerio ordenado y el monacato (Eusebio de Vercelli, Agustín), o vivir la “vita apostolica” (canónigos regulares). Juan Crisóstomo ordenó a monjes para que ejercieran el ministerio como misioneros de primera evangelización.  Los benedictinos acogieron la ordenación de algunos de ellos para atender a las necesidades pastorales del ministerio, pero sin que la figura del ministro ordenado fuera decisiva en la configuración del monasterio, llamado por san Benito “ecclesiola”. Hubo un tiempo en que fueron ordenados presbíteros los mejores monjes, no tanto para concederles un título de honor, cuanto para enriquecer el cuerpo de los ministros ordenados con la presencia en él de personas tan santas y cualificadas (Jean Leclercq).

En el segundo milenio aparece una vida religiosa que siente la necesidad de expresarse en el ministerio ordenado y que no puede ser concebida sin él. Así sucede en la Orden de Predicadores. Se saben auténticos ministros ordenados, pero no configurados por una parroquia o una diócesis, sino por la predicación itinerante y en pobreza de la Palabra de Dios. Algo semejante acontece en las demás órdenes mendicantes. Pero es, sobre todo, en el renacimiento cuando surgen institutos religiosos para los cuales el ministerio ordenado es constitutivo: los llamados “clérigos regulares”. Para ellos la vida religiosa no es un sustantivo y el ministerio ordenado un adjetivo: ambas realidades son sustantivas y se reconfiguran mutuamente. Desde entonces hasta hoy ésto ha seguido aconteciendo en no pocos institutos masculinos, con diferentes matices carismáticos.

Han pasado los siglos y la institución del ministerio ordenado mantiene su continuidad y vigencia. Los ministros ordenados han sido transmisores cualificados de la fe, animadores espirituales de las comunidades, liturgos, guías de las comunidades, defensores de la verdadera tradición que proviene de Jesús. En ellos han encontrado las comunidades cristianas su referencia permanente: por ellos se sienten convocadas y legitimadas, por ellos se reconocen presididas, a través de ellos se sienten consagradas y enviadas a evangelizar el mundo.

Un ministerio ordenado diversificado, “comunitario” y colegial

El ministerio ordenado es, por naturaleza, colegial, comunitario. Nadie lo ejerce “por lo libre”. Se asienta en una larga tradición de miles de ministros ordenados que precedieron, se comparte con miles de ministros ordenados que actualmente ofrecen su servicio carismático y sacramental y se espera que el Espíritu vaya agregando sucesivamente nuevos candidatos. El ministerio ordenado no queda por lo tanto agotado en ninguno de los ministros ni en las formas que adopta. Sólo en su totalidad se descubre toda su potencialidad al servicio del pueblo de Dios. La necesaria comunión ministerial no se opone en manera alguna a la diversidad de formas, estilos, que este ministerio genera. Por eso, no extraña tampoco que dentro del mismo ministerio se detecte una fecunda tensión interna, que no permite que el ministerio quede configurado de una vez por todas.

El ministerio ordenado diocesano

¡Con qué fuerza se ha enfatizado tras el Concilio Vaticano II en la eclesiología de la Iglesia particular! Nos hemos hecho mucho más conscientes que en tiempos pasados de lo importante y necesario que es para toda comunidad cristiana y para todo creyente su ubicación e inserción en ese biotopo que es la iglesia local, en ese ecosistema y microclima vital que es la iglesia particular.

Se descubre cada vez con más hondura e intensidad la diocesanidad. La diócesis no es solo una circunscripción eclesiástica, es la Iglesia de Dios, de Jesús, la morada del Espíritu, presente en una determinada comunidad humana. La diócesis es “iglesia encarnada”, “iglesia inculturada”, expresión de todo el misterio en lo particular, del todo en el fragmento. Todo el misterio de la Iglesia se hace presente en ese particularidad.

Es en el contexto de las iglesias particulares, en donde se descubre la razón de ser de los ministerios y carismas, y en particular de los ministerios ordenados según sus tres grados: el ministerio ordenado del Obispo, de los presbíteros y de los diáconos. El ministerio ordenado mantiene en su conjunto la sucesión apostólica en la Iglesia particular, expresa la comunión con todas las iglesias y con la tradición eclesial y manifiesta su autenticidad cristiana. Juntamente con el ministerio ordenado hay en la Iglesia particular una gran variedad de ministerios instituidos y carismáticos que la mantienen viva y activa en la misión.  

Las características del ministerio ordenado presbiteral según el decreto “Praesbyterorum Ordinis” son las siguientes: 

  • un ministerio a favor de los creyentes,
  • que se realiza en una comunidad estable de fe
  • y en comunión jerárquica con el obispo.

El Concilio ubica el ministerio presbiteral dentro de la “misión introversa” de la Iglesia, de atención pastoral a los fieles (“apacienta mis ovejas”), dentro de un determinado espacio humano estable (la diócesis, la parroquia) y en estrecha comunión con el Obispo de la diócesis. El ministerio ordenado diocesano tiene mucho que ver, de hecho, con la iglesia o el templo como edificio, con la casa parroquial. El presbítero diocesano tiene como superior permanente a su obispo y de él depende.

El ministerio presbiteral -entendido en este contexto de la iglesia particular- muestra con nitidez y equilibrio las tres dimensiones del ministerio ordenado (o “tria munera”): el servicio de la Palabra, de los Sacramentos y del culto y del gobierno pastoral de la comunidad.

Podemos decir que el ministerio ordenado de los presbíteros diocesanos está llamado a cumplir las características fundamentales del ministerio ordenado. El Concilio quiso además que este ministerio fuera comprendido no solo como servicio a la comunidad, sino como forma de vida que se atiene a los consejos evangélicos, a la vida comunitaria, a la espiritualidad compartida. La diócesis es comprendida como aquel biotopo, aquel micro-ecosistema en el cual todos comparten la fe cristiana. La comunidad diocesana de la iglesia particular se convierte en así en la referencia primera para toda forma de vida y de ministerio.

El ministerio ordenado religioso 

No ha pasado desapercibido el hecho de que las características del ministerio ordenado según Praebyterorum Ordinis dejan fuera de su perspectiva a los presbíteros religiosos, o al menos a no pocos de ellos. Ni tampoco el hecho de que la figura paradigmática del cura de Ars -propuesta en este año sacerdotal- no es la más adecuada para tipificar el tipo de ministerio ordenado que ha ido surgiendo a lo largo de la historia en la vida religiosa y hoy se mantiene.

Aquí surge de nuevo la tensión a la que me he referido a lo largo de este artículo. Una postura radical podría ser esta: o el ministro ordenado se “diocesaniza” y hace prioritario en su vida y ministerio el servicio a la Iglesia diocesana, o no tiene razón de ser. Otra postura radical, por el lado opuesto, podría ser -esta: el ministerio ordenado del religioso es un ministerio ordenado profético, sometido fundamentalmente a las exigencias del carisma congregacional; se caracteriza, por lo tanto, por su carácter supra-parroquial, supra-diocesano; se trata de un ministerio más libre y liberado. 

Para salir de estas alternativas fijemos ahora nuestra mirada no en las iglesias particulares, sino en la Iglesia en su totalidad, la iglesia mundial o universal. Se trata de aquella Iglesia a la cual el libro del Pastor Hermas contemplaba como una “anciana”. Expresaba con esta imagen que, a pesar de la relativa juventud de la Iglesia, ésta existió desde siempre. La iglesia trasciende los lugares, los tiempos. Es la comunidad en la cual se hace válida y visible la Alianza de Dios con el cosmos, con la tierra, con los pueblos de la tierra. Esa Iglesia es “sacramentum mundi”, es “mysterium salutis”. Su unidad queda expresada en el ministerio del sucesor de Pedro. La Iglesia así concebida se expresa en una permanente metamorfosis o cambio de forma, pero al mismo tiempo integra todo lo nuevo en lo antiguo.

La  iglesia universal genera también su propia y peculiar ministerialidad.  Es una ministerialidad que tiene que ver con la tradición, pero también con el proceso de globalización al cual la Iglesia está atendiendo en este momento. Esa peculiar ministerialidad que expresa la unidad de todas las iglesias particulares y el conjunto en su conexión con la tradición y el futuro es, ante todo, el Papa. Él es obispo de una iglesia particular, la iglesia de Roma, pero es al mismo tiempo el obispo que ha recibido el primado y la responsabilidad por todas las Iglesias. Esta sede primacial se denomina, sede de Pedro y de Pablo. Contiene en sí misma dos aspectos: el más institucional (el de Pedro, cabeza del colegio de los Doce) y el más carismático (el de Pablo, que no perteneció a los doce).

Pero no es el Papa, sucesor de Pedro y Pablo, la única instancia ministerial de la Iglesia universal o mundial. Hay con él toda una red de ministerios ordenados que sirven a la Iglesia mundial y le permiten hacerse presente en cada una de las iglesias particulares y al mismo tiempo transcenderlas[1].

Esta tensión entre iglesia universal o mundial-católica e iglesias particulares favorece una tensión permanente que impide cualquier tipo de fundamentalismo: sea diocesano o parroquial, sea universalista. Y lo mismo ocurre con las diversas formas de ministerialidad ordenada que cada una de estas instancias requiere.

Entre las instancias ministeriales ordenadas al servicio de la Iglesia se encuentra el ministerio ordenado religioso. Este ministerio ordenado nunca se ha sentido exento de la Iglesia. Ha sido siempre y desea ser un auténtico ministerio eclesial, sin exención alguna. Lo que se llama inadecuadamente exención, es la capacidad concedida a este ministerio de ser supra-diocesano, supra-parroquial. Se trata de un ministerio itinerante, de servicio a la interconexión, a la comunión de los diferentes, de búsqueda de lo perdido, de atención a lo desatendido. Es un ministerio que no tiene puestas sus raíces en un lugar particular, que ni siquiera atiende a un templo o una iglesia, o un territorio parroquial. Es un ministerio de vigilancia, de atención a necesidades que surgen, de presencia allá donde el Evangelio ha de ser proclamado, guardado, atendido. Es un ministerio al servicio de la creatividad, de la “plantatio ecclesiae”. Es un ministerio fugaz, transeúnte, fundante, pero que no se ancla en lo ya fundado.

Por su misma razón de ser, este ministerio ordenado dice una especial relación con el Romano Pontífice y con las necesidades de la Iglesia universal. Por eso, los “tria munera” del ministerio son realizados en este tipo de ministerio presbiteral según las exigencias del carisma congregacional y de las necesidades eclesiales a las que atiende. Por esa, razón, es un ministerio ordenado en cierta medida más desclerizado que otras formas, menos institucional, más carismático y profético.  En un momento puede tener en su ejercicio más importancia el ministerio de la Palabra que el ministerio sacerdotal-sacramental, o el ministerio de la caridad pastoral que los otros ministerios. Este tipo de ministerio ordenado no es tan reconocible por los templos a los que atiende, o por los horarios regulares de ministerio propiamente sacramental, cuanto por su presencia carismática que en un determinado momento puede requerir poner en acto los servicios más cualificados del ministerio.

Estas características del ministerio ordenado religioso no hacen al ministro ordenado un extranjero en la iglesia diocesana. Como han resaltado los últimos documentos eclesiales, él también forma parte de la familia diocesana y necesariamente ha de ejercer su ministerio en una u otra diócesis. En cada diócesis en que se haga presente ha de insertarse, entrar en comunión, establecer relaciones de fraternidad, respetar al máximo el misterio de la iglesia particular y su entramado ministerial y carismático. Ha de tratar de compartir la espiritualidad diocesana y sentirse miembro del pueblo de Dios allá presente. Es así cómo su ministerio resulta gracia para los demás y los demás  enriquecen su ministerio y su vida.

(CONTINUARÁ)

 


[1] Recordemos aquí la famosa controversia al respecto de los entonces Card. Kasper y Card. Raztinger. Creo que el card. Raztinger tenía razón al resaltar no solo la contemporaneidad de la Iglesia universal y las iglesias particulares, sino también de resaltar la trascendencia y prioridad de la iglesia universal respecto a las iglesias particulares.

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2 respuestas a El ministerio ordenado y su fecunda tensión interna

  1. M Carmen dijo:

    La Iglesia basa sus dogmas en la tradición y las sagradas escrituras…
    En las primeras comunidades cristianas había también diaconisas…y en la última cena, cuna de la eucaristía, mujeres… el ritual judío de la Pascua, que utiliza Jesús al partir el pan y el vino, comienza con la bendición de la luz, encargada a la madre o mujer presente en la cena. No creo que Jesús excluyera a las mujeres presentes cuando dijo “Haced esto en memoria mía”.
    A ver si ,como nuestros hermanos anglicanos podemos las mujeres algún día vivir TODAS las vocaciones presentes en la Iglesia, en igualdad con vosotros.

  2. Ulises dijo:

    La palabra dice: “Mi pueblo perece por falta de conocimiento” devuelvnalen la iglesia a Cristo Jesús; la que esta en el libro de Hechos, la que dejo en la tierra porque es por esa por la que él viene y no por la del hombre con sus acomodos Teológicos Doctrinales, salid de la Iglesia del hombre con sus Dogmas, legalismos e iniquidades y volved a la Iglesia que se congregaba en las casas donde todos eran familia y se ayudaban unos con otros; porque quien manda en la iglesia se llama Jehová de los ejércitos (no el Cura, ni la monja ni mucho menos el pastor o su falda) quien predica es el Espiritu Santo y quien es el Pastor o Sacerdote es Cristo Jesús) AMEN ,

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