“DEJARSE ENCONTRAR POR DIOS”: Meditación “al revés” sobre el “Cántico Espiritual”

Con el permiso de san Juan de la Cruz y vuestro voy a leer y meditar algunas estrofas del Cántico espiritual al re­vés, cambiando sus protagonistas. Dejemos que quien hable no sea el alma que busca a Dios, sino Dios mismo buscándo­nos a cada uno de nosotros, a nuestros grupos y comunida­des, a nuestras congregaciones.

Después de todo si el Unigénito de Dios se encarnó en Jesús, quizá en sus la­bios este Cántico tenga un super-significado. Si, como propone la admirada teóloga Sally McFague, uno de los modelos para hablar de Dios en una era ecológica y nuclear es la ima­gen de Dios como «amante», nada tiene de extraño que Él pueda ser el gran protagonista de este precioso cántico.

1. ¿DÓNDE TE ESCONDISTE?

Tuve vergüenza y me escondí… Tuve miedo y me escon­dí.

Dios nos busca, como el buen pastor, como el padre de la parábola del hijo pródigo, como la mujer de la dracma perdi­da. Nos busca a quienes estamos en su casa, ausentes, distan­ciados. A quienes día tras día asistimos al encuentro sin encuentro de verdad.

Tenemos miedo a lo que nos pueda reprochar o a aquello que nos pueda pedir. Nos escondemos con el talento que nos dio porque le creemos exigente, que recoge donde no siem­bra. Nos da pavor encontrarnos con su mirada y presentarle nuestras manos vacías.

Miedo a Dios. Y, sin embargo, Él todavía no nos ha repro­chado nada. Guarda silencio. Son otros y otras los que nos reprochan. Eso sí, a veces hasta en su nombre. Somos noso­tros mismos los que nos reprochamos nuestra conducta, y a veces… hasta en su nombre. ¡Cuántos reproches mutuos! ¡Qué baja autoestima! Pero qué lástima, que se haga «en nombre de Dios».

Miedo a Dios. A lo que nos pueda pedir: más sacrificio, más oración, más disponibilidad, más pobreza. Y, sin embar­go, Él todavía no nos ha pedido nada. Guarda silencio. Es si­lencio. Nosotros sí, nos pedimos mucho, nos exigimos unos a otros. Nos quejamos unos de otros. Hasta a nosotros mismos nos pedimos lo imposible, hasta quedar exhaustos.

Miedo a Dios. Por eso, mantenemos con él una relación de distancia calculada. Nos viene bien la liturgia objetiva, la oración prefabricada, el libro de lectura. Pero no le resisti­mos la posible mirada. No soportamos el paisaje árido de nuestra interioridad. ¡Cuántos hombres, oficialmente religio­sos, pertenecientes a institutos apostólicos, se sienten incapa­ces de pasar unos días consigo mismos, sin recurrir a otras distracciones! ¡Qué pronto se acaba el paisaje interior! ¡Qué aburrida soledad! ¿;Mie­do a Dios o miedo a nosotros mismos? Y luego, ¡no paramos de hablar, de exhortar, de predicar!

Miedo a Dios. Pavor ante Dios y lo distanciamos con la máscara de la penitencia. Pedirle perdón… Siempre el «kyrie eleison». Nos pasamos la vida pidiéndole perdón y sin poder cambiar. Como si Él no conociera nuestra masa. Como si cualquier cosa le molestase…

Tuve miedo y me escondí… Y ¿cuáles son nuestros escon­drijos, nuestras “máscaras”? Sucedáneos de Dios, los llamamos nosotros. Aquellas cosas o personas que ocupan todo nuestro tiempo y que absorben toda nuestra capacidad de adoración. Aquellos parapetos detrás de los cuales vivimos y que nos permiten dejar para mañana el gran cambio.

2. ¡AMADO, AMADA!

¿Amado, amada? ¿Puede ser ese un justo calificativo para la relación que Dios mantiene conmigo, con nosotros, con el mundo? En algo tendrá que demostrarse la relación apasiona­da de Dios con su mundo, con su creación, con sus criaturas.

«Lo esencial de estar enamorado no es la lujuria, el sexo o el deseo. Lo esencial es la valoración. Es el considerar valioso a alguien. Y esta percepción de lo valioso es, a fin de cuentas, infundada» (Sally McFague).

Así nos ama Dios, si es que Dios consiste en amar. Pero qué mal entiende el enamoramiento quien se odia, se minusvalora… En teoría nadie tiene problema en afirmar que Dios lo ama. En la práctica pocos están convencidos de ello. Si no ¿a qué se debe esa tristeza que se atisba tras la risa oficial, esa amargura que se apodera de la soledad, esa des­confianza que impera ante cualquier gesto de amor?

¿Será necesario sentirse amado por alguien, para experi­mentar que Dios me ama? ¿Sentirse mirado, para experimen­tar que El me mira? Dios es libre para amarnos y expresarnos su amor; pero tal vez Dios nos exprese habitualmente su amor a través de su mundo, de sus acontecimientos, de sus personas.

3. SALÍ TRAS TI CLAMANDO… BUSCANDO MIS AMORES

Los clamores de Dios en los gritos del mundo, de sus hi­jas y de sus hijos. El clamor de Dios en la creación, en su cuerpo. Del silencio pasa Dios al clamor. Y el grito del Cru­cificado se prolonga en un eco de viernes santo inacabable.

Dios sale de sí. Enloquece. Dios no está bien cabe sí, si no encuentra al amado. Y como sale, le encontramos fuera: en las calles, en los lugares donde arriban los inmigrantes, donde ellos se reúnen para sentir seguridad, en los espacios terribles de la guerra, de la violencia, en los campos de refugiados, en las casas, en tantos hombres y mu­jeres en quienes su clamor se hace más persistente. Estremece ese clamor cuadrafónico, que proviene de los cuatro puntos cardinales: el norte, el sur, el este y el oeste. Cuando al­guien te pide amor, Dios ha hecho propio ese clamor.

Dios sigue buscándonos, como a la oveja perdida. Busca sus amores. Va tras nuestras huellas. No le seguimos. Él nos sigue y nos persigue a través de montes y riberas.

4. Y… ERAS IDO

Esa es nuestra identidad: seres fugitivos. Desde Adán y Eva y Caín. Huimos de nuestro Dios, como Elías, como Jonás, como el levita y el sacerdote de la parábola del buen sa­maritano, como el hijo mayor de la parábola del hijo pródigo, como los escribas y los fariseos.

El clamor nos hace escapar, porque nos lía, nos enreda la vida, nos hace llegar tarde a no sabemos dónde. Lo peor es que el que clama detrás de nosotros no nos deja. Como el ciego de Jericó a Jesús.

Veo a veces la vida religiosa, comunidades, congregacio­nes enteras, escapando de la presencia de su Dios. Subiéndo­se a un barco, en dirección opuesta a Nínive. Recluyéndose en la bodega del barco y preparándose allá para morir. La muerte se aproxima y no hay decisión, tal vez ni posibilida­des, para obedecer y entrar en Nínive.

Y Dios nos repite: «Salí tras ti clamando… y eras ido».

5. PASTORES, LOS QUE FUERDES…

Es la súplica de Dios a los pastores y pastoras de su reba­ño, a los y las que en la Iglesia tienen un cargo de responsa­bilidad, de gobierno o formativa: «¡Decidle!». Ellos y ellas nos dicen. ¡Vaya que si nos dicen! La palabra no falta. Los documentos y discursos tampoco. Nos hablan en nombre de Dios. Aunque, ¡cuántos miedos! ¡cuántos controles! Pero sus decires están llamados a ser portadores de la más bella y es­tremecedora noticia:

«Decidle que adolezco, peno y muero».

El Dios que con tanto amor nos llamó, aquel que en los primeros momentos vocacionales, fue capaz de seducirnos y hacernos dejar todo por Él, aquel que tuvo con nosotros un precioso idilio de amor, en los días de nuestra juventud, quie­re decirnos que «adolece, pena y muere». Dios está muriendo de amor. Su amor no es sólo dádiva. Su amor es también ne­cesidad de correspondencia. ¿Entendemos ahora Getsemaní?

He aquí el decir de toda predicación, de todo pastoreo. ¡Apacienta a mis ovejas! se traduce en «¡decidle que adolez­co, peno y muero!». Es el Dios compasivo, el Altísimo o el Bajísimo (Roger Garaudy), porque se aproxima a toda dolencia y pena y muerte. «Cargó con nuestras dolen­cias».

6. MIL GRACIAS DERRAMANDO

Sí. Hemos derramado mucha gracia en el mundo. Desde que éramos niños hasta hoy. Para Aquel que nos ama, mu­chos lugares están impregnados de nuestra presencia. Mu­chos lugares del mundo, muchos paisajes de la tierra, muchos momentos de la historia, son para El sacramentos de nuestro paso. El mundo -para Dios- está lleno de recuerdos de amor.

¡Qué distinto es el mundo, cuando el amor se hace prota­gonista de él!

7. ¿QUIÉN PODRÁ SANARME…? ACABA DE ENTREGARTE YA DE VERO

Los celos de Dios se encendieron en el Antiguo Testa­mento. También Jesús se vio envuelto en ellos al entrar en el templo de Jerusalén, al acercarse a nuestro templo. ¿Qué nos pasa que todavía no nos entregamos de verdad?

Tenemos miedo a la libertad, a la liberación. Y llenamos nuestra relación con Dios de mediaciones -«mensajeros, que no saben decirme lo que quiero»-. Hemos de salir a la intem­perie. Hemos de simplificar nuestro equipaje. Hemos de en­trar en la rareza profética, de quien su mayor recurso es su corazón y sus gestos de amor.

Acaba de entregarte ya de vero, vida consagrada, que sueñas con ser de Jesús. Funciona a golpe de amor, de amor intuiti­vo, y menos a golpe de programa, a golpe de tecnología, a golpe de dinero.

Acaba de entregarte ya de vero, y no temas a tu extinción. Que tienes ancianos y ancianas admirables, que necesitan por una vez realizar sus sueños. Ábreles las puertas y déjales unos años, los últimos de su vida, de liberación carismática. Que puedan morir realizando lo que hasta ahora no les permitiste, porque tuvieron que pagar un precio a la institución.

Acaba de entregarte ya de vero, vida consagrada. Desacelérate. Desagóbiate. Paz, paz.

Acaba de entregarte. Ama sin reservas. Vete allá donde tu amor te inspira. Sal de tu escondite y sitúate allí donde eres anhelada, esperada. Donde el Amado te espera para gratifi­carte. Tú ya sabes dónde.

8. VUÉLVETE, PALOMA, QUE EL CIERVO VULNERADO POR EL OTERO ASOMA

Tras la huida, el retorno. Vuélvete, paloma.

Pero no el re­torno de los humillados. El no quiere avergonzarnos. Vuelve para la refundación, para nacer de nuevo, para una nueva pri­mavera. Vuelve a la Galilea de tu carisma. Vuélvete para el encuentro amoroso. Pero vuelve más ligera de equipaje sin que te falte el amor: sin el amor, ante Él, no eres nada.

Vuélvete, paloma, y hazte pura referencia a Dios. Tu ké­nosis es el momento primero de tu divinización. Tu kénosis es tu salida de ti misma y la posibilidad de encontrarte con tu Dios: «El cristianismo es la única religión en la que Dios no es poderoso».

Vuélvete, y déjale a Dios ser tu Dios. Para ello, ¡fuera ídolos! ¡Fuera todo aquello que suplante al amor! ¡Transfor­ma todo con el amor!

Grupos que no se sienten amados son inofensivos, muchas veces estorbo; sirven para que la historia sea aburrida, para que no pase nada; grupos que no se sienten ainados arman tal vez algún espectáculo, algún entretenimiento, pero después… todo igual.

Grupos que se sienten amados, son peligrosos. Algunos, superpeligrosos. Pueden emprender el camino de la secta. Pe­ro quienes se sienten amados por el que a todos ama, espe­cialmente, preferencialmente, a los últimos, esos son los únicos católicos. Son los que disponen del arma más podero­sa. Los amados por Dios son los mejor armados.

El Ciervo vulnerado por el otero asoma. Es Jesús quien hoy canta el Cántico Espiritual en medio de nosotros. Jesús del sida y de la droga, Jesús de los parados y los barrios peri­féricos, Jesús de los ancianos y de los niños de la calle, Jesús de los mendigos y de los deprimidos, Jesús de los de diferentes tendencias sexuales, el Jesús de la inclusión sin excepciones… Ese Jesús está enamo­rado de nosotros. Ese Jesús y no otro es el que desde su Cruz y el Calvario del mundo nos seduce y lo atrae todo hacia sí. Es El quien nos pregunta desde el Gólgota: ¿Dónde te escon­diste, Amado, Amada… dónde?

Pero, después de todo, sigue latiendo en mí una pregunta. ¿Y si Dios no fuera así? Tenemos delante de nosotros una pantalla. Esa pantalla inerte cobra color, vida y voz, cuando sobre ella algo se proyecta: lo proyectado nos hace soñar, nos embelesa, nos estremece, llena de evocaciones el paisaje interior de nuestra alma. Sin proyección, ahí queda la pantalla: sola, muda, sin interés. Quizá a la espera de una nueva proyección. La pantalla cobra vida desde nosotros. No hay ningún genio, que desde detrás de ella proyecte una realidad distinta. Y me he preguntado: ¿Se­rá una parábola de nuestro Dios? ¿Estará bien hacer el «elo­gio de la duda», como nos dice Juan Antonio Estrada?

Acaba la escena de este mundo. ¿Habrá algo después? Y uno comienza a dudar. Y uno comienza en­tonces a comprender que hay un Dios que juega al escondite. Un Dios que se oculta como nadie hasta hacer que en noso­tros surja la duda más cruel.

¡Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado!

Y entonces comienza un nuevo cántico espiritual; pero ya con otro protagonista… yo, tú y tú… nosotros, los pobres reli­giosos y consagrados del siglo XXI

¿Adónde te escondiste, Amado…. Adónde?

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