La Adoración no es un ritual aburrido, sino el encuentro más intenso y transformador con una Persona: Jesús.
Este encuentro tiene dos formas que se complementan como dos pulmones: la Celebración Eucarística (la Misa) y la Adoración silenciosa (ante la Custodia). Ambas son la expresión máxima de una relación viva con Jesús que se sostiene en el tiempo: lo que llamamos Devoción auténtica.
Introducción: El anhelo de algo más
¿Has sentido alguna vez que hay Alguien más grande que todo, que te atrae pero que —al mismo tiempo— te supera completamente?
Es como cuando escuchas una canción tan bella que te deja sin palabras y deseas escucharla una y otra vez. Como cuando ves un paisaje que te hace sentir pequeño y, a la vez, parte de algo inmenso. Como cuando encuentras a una persona que te parece única y no puedes dejar de pensar en ella.
Ese anhelo no es casualidad. Es el eco de Dios en tu corazón.
Para comprender qué es realmente “adorar”, me han ayudado dos pensadores franceses contemporáneos: Jean-Luc Marion y Jean-Luc Nancy. Aunque desde perspectivas diferentes, ambos iluminan el misterio de la adoración:
- Marion la describe como asombro ante una Presencia tan grande que él la compara con un “fenómeno saturado”: algo tan pleno que ya no cabe nada más.
- Nancy la describe como audacia para abrazar el misterio y el vacío, sin huir del silencio o la aparente ausencia.


Estas dos experiencias —lejos de contradecirse— se encuentran en la
Eucaristía: tanto en la dinámica celebración de la Misa como en la Adoración silenciosa ante la Custodia.
1. La adoración en la celebración eucarística
La Misa no es una pesada obligación que hay que cumplir. Es la asistencia voluntaria a un drama divino, a un encuentro imprevisible con el Misterio.
Un antiguo texto cristiano, el Evangelio de Tomás, pone estas palabras en boca de Jesús: “Quien está cerca de Mí, está cerca del Fuego; el que está lejos de mí, está lejos del Reino.”
El mismo Jesús dijo en el Evangelio: “Fuego he venido a traer a la tierra” (Lc 12,49). La Eucaristía nos hace participar en ese fuego transformador a través de dos mesas: la Mesa de la Palabra y la Mesa del Pan.
2. La Mesa de la Palabra: Cuando Dios nos habla
No es una simple lectura. Es Jesús mismo quien, a través del lector, nos dirige su Palabra. La voz humana se convierte en vehículo de la voz poderosa de Dios.
Marion diría que esta Palabra es un “fenómeno saturado”: no puedes abarcarla completamente, pero ella te abarca a ti por completo.
No escuchamos para analizar, sino para ser transformados. Es la Palabra que da vida, como cuando Jesús hablaba y curaba enfermos o resucitaba muertos. Escuchar así es ya adorar, porque comienzas a sentirte transformado.
Piensa en María de Betania a los pies de Jesús: receptividad total. Ella no estaba planeando qué responder o qué hacer después. Simplemente escuchaba con todo su ser.
Esta es la primera forma de Adoración: callar nuestro corazón —y sí, también nuestra mente inquieta— para que Dios tenga la primera palabra.
3. La Mesa del Pan: Cuando Dios se nos da
a) La Consagración: el momento cumbre
La Consagración es el instante más grandioso que puede ocurrir en la tierra. El pan y el vino quedan “saturados” de la presencia real de Cristo Resucitado.
El Espíritu Santo desciende sobre los dones y realiza en un instante lo que hizo en el seno de María durante nueve meses: la presencia de Jesús, el Hijo de Dios.
Los pensadores medievales lo llamaron “transubstanciación”. Los contemporáneos buscan otras palabras: “trans-finalización”, “trans-significación”. Marion habla del “fenómeno saturado” a la máxima potencia.
En ese momento, nuestra inteligencia se rinde. La Presencia real de Cristo desborda por completo nuestra capacidad de entenderla. Solo podemos adorar.
b) La Comunión: el abrazo más íntimo
No es “recibir una cosa”, sino acoger a una Persona divina: Jesús Resucitado.
Un himno medieval del siglo XIV lo expresa con conmoción: “Ave verum Corpus natum ex Maria virgine” (Salve, verdadero Cuerpo nacido de María Virgen). Acercarse al Cuerpo de Cristo debería estremecernos de amor.
Pero ya no es el cuerpo vulnerable de Belén o del Calvario. Es el Cuerpo Resucitado que “lo llena todo” —el “Cuerpo pan-cósmico”, decía el teólogo Karl Rahner.
La comunión es el abrazo más íntimo y recíproco que podamos imaginar. Es “el pan del Camino de nuestra peregrinación”, como decían san Agustín, san Gregorio de Nisa y san Ambrosio.
La plena consciencia de este misterio podría hacernos entrar en éxtasis, en adoración silenciosa, donde no caben las palabras… ¡sólo la conexión más íntima con Cristo!
¿Cómo comulgar de verdad sin adorar?
4. La adoración ante la Custodia: la fuerza del silencio
Aquí se introduce la experiencia del “vacío” de Nancy como algo positivo y fértil.
a) El poder de la Iglesia-Esposa
La Iglesia es la Esposa de Cristo. Y como Esposa —explica san Pablo en 1 Corintios 7— tiene un poder espiritual sobre el Cuerpo de su Esposo.
El teólogo Xavier Durrwell, en su libro La Eucaristía, misterio pascual, explica que esta relación esposal fundamenta el poder de la Iglesia para retener, venerar y adorar públicamente el Cuerpo Eucarístico de Jesús. La Iglesia-Esposa muestra así su íntima comunión con su Esposo.
b) El Icono, no el ídolo
La adoración no consiste en “mirar un objeto” —la custodia o la hostia consagrada—. La hostia es un “icono”, no un ídolo.
Como una ventana, no se queda con nuestra mirada, sino que la atraviesa para dirigirla hacia Cristo vivo. Es “la dirección visible de lo Invisible” (Marion).
c) ¿Por qué en silencio?
Porque el lenguaje se agota. Frente al “fenómeno saturado”, las palabras sobran. El silencio es el lenguaje del asombro y del amor que no necesita explicaciones.
No es un silencio vacío o aburrido. Es un silencio habitado, preñado de Presencia.
d) El valor del vacío
¿Y cuando no “siento nada” ante la Presencia eucarística?
Aquí la perspectiva de Jean-Luc Nancy es liberadora. A veces, frente a la Custodia, experimentamos sequedad, vacío, silencio de Dios.
Nancy nos diría: “No huyas. Ese vacío no es ausencia, es un espacio de libertad y confianza”.
Adorar en la sequedad es el acto de fe más puro. Es decir: “Señor, aunque no te sienta, creo que estás aquí y me quedo contigo”.
Es la devoción que se purifica y se hace más fuerte, menos dependiente de las emociones. Es el amor maduro que permanece incluso cuando no “siente” nada especial.
c) La comunidad que sostiene
Adorar juntos, especialmente los jóvenes, es vital. Juntos sostienen la tensión entre el asombro (Marion) y la sequedad (Nancy).
Se convierten en comunidad no porque “sientan lo mismo”, sino porque juntos se orientan hacia el Misterio. Tu fe sostiene la mía cuando yo no puedo; mi presencia acompaña tu desierto cuando tú lo atraviesas.
5. Adoración: culmen de la Devoción
a) La Devoción, ¡antídoto contra el narcisismo!
Hay adoración porque antes hay devoción. La Adoración es como la flor que brota de la planta de la Devoción.
La devoción no es un sentimiento superficial ni un capricho emocional. Es el compromiso estable, la amistad profunda y la entrega diaria a Dios.
Es como la relación de un deportista con su disciplina: constancia, entrenamiento, amor por lo que hace. O como el amor de dos esposos que se eligen día tras día, más allá de lo que sientan en cada momento.
La devoción es la decisión de vivir en diálogo con Aquel que me trasciende. Y la Adoración es la expresión culminante de esa Devoción.
b) Dos expresiones de una misma devoción
En la celebración eucarística, la devoción se expresa en la participación activa y reverente: cantar, escuchar, responder, comulgar con el corazón abierto y atento.
En la exposición del Santísimo, la devoción se expresa en la capacidad de estar ahí, en silencio, simplemente “porque Él está y yo quiero estar con Él”.
Como decía el santo Cura de Ars sobre un campesino que pasaba horas ante el Sagrario: “Yo le miro y Él me mira”. No hacía nada más. No necesitaba hacer nada más.
c) El círculo virtuoso
La devoción de la vida diaria —mi oración matutina, mis decisiones según el Evangelio, mi servicio a los demás— me lleva a anhelar los momentos intensos de adoración.
Y la adoración, tanto en la Misa como ante la Custodia, fortalece y renueva mi devoción para vivir como discípulo el resto de la semana.
Es un círculo virtuoso: la vida lleva a la adoración, y la adoración transforma la vida.
Conclusión: No tengas miedo del Fuego
La adoración no es aguantar estoicamente en silencio, luchando contra la distracción.
Es exponerse al Fuego que Jesús vino a traer. A veces ese fuego arde como asombro y consuelo. Otras veces purifica en la sequedad y el vacío.
Pero siempre transforma. Siempre está ahí. Y siempre vale la pena acercarse.
“Quien está cerca de Mí,
está cerca del Fuego.”
Síntesis en video
¡Esto es adorar: Espejo en Espejo! (Arvo Pärt)
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