Aquí presento lo que escribí el día siguiente a las pasadas elecciones para el parlamento el 23 de abril de 2008.
Han pasado las elecciones. Nuestro pueblo ha elegido a 350 representantes suyos en el Parlamento. Todos los elegidos han obtenido nuestra confianza. En este sentido, no podemos hablar de perdedores. Todos han ganado nuestra confianza.
Muchos de los elegidos o elegidas nos son desconocidos. Me he dado cuenta, una vez más, de que una votación es un gran acto de fe, de confianza. Para que no nos embotemos reflexionando sobre lo imposible, todo se nos da enormemente simplificado. Se nos dice que votemos a Zapatero, a Rajoy, a Llamazares, a Rosa Díez, al PNV o a CIU… Cuando vamos a votar nos enteramos, además, de que hay papeletas dispuestas para votar a otros grupos de los cuales no teníamos la menor noticia.
El día de la soberanía popular es el día en el que decidimos “no votar a…”. Se da, ante todo, una elección negativa. En ese voto negativo influyen muchas razones. Pero sobre todo, se nos hace fijar la mirada en el líder. El líder ha ido ofreciendo a lo largo de la campaña el rostro más amable de su proyecto. No admite claramente errores. Sólo logros. La astucia del líder le permite pasar el examen que de suyo le llevaría al suspenso, entre aplausos y condescendencias. La escenificación de la campaña lleva dentro de sí misma el deseo de maquillarlo todo: de ocultar lo no aceptable, y de mostrar lo que puede ser objeto de alabanza.
¿Porqué unas personas votan a los populares y otras a los socialistas y otras a los nacionalistas o a grupos alternativos? A lo largo de la legistaltura se van teniendo las más variadas experiencias. A la hora del balance nadie sabe qué espíritu nos mueve en ese momento “misterioso” de depositar los dos sobres en la urna.
Probablemente hay cristianos que, después de una campaña electoral y unas votaciones, sienten remordimiento de conciencia: han dejado espacio al odio en el corazón, han difamado a hijos e hijas de Dios, han perdido la ecuanimidad y se han dejado llevar por una extraña visceralidad.
Quizá la misma Iglesia ha aparecido en campaña con una fría racionalidad que juzga, que indica y muestra el buen camino, pero sin la cálida racionalidad de quien se dirige a hijas e hijas de Dios en su admirable y paradójica diversidad.
Los medios de comunicación que están bajo el control de la Iglesia no debe ocultar la verdad, pero tampoco debe aparecer como espacios donde no se respeta la dignidad del ser humano, donde se ofende, se desprecia, se minusvalora, se demoniza, por una parte, y se angeliza lo que agrada.
Quienes han muerto ya no pueden votar. Pero me pregunto: ¿qué votarían o habrían votado?
¿Porqué no emerge un nuevo modo de hacer política, de plantear una campaña electoral, de mostrar el “todo” de aquel grupo político que pide nuestra confianza?
(Martes, 11 marzo 2008)
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