Simplemente ¡odio!

¿Cuál es el rostro del “odio” en nuestro tiempo? ¿Cómo lo definiría un diccionario del siglo XXI? Muchas personas podemos estar hundiéndonos en las arenas movedizas del odio sin darnos cuenta.

El odio es el brazo armado de la envidia.  Le hace todo el trabajo sucio. La envidia nunca da la cara; es acomplejada, travesti, solapada; pero encuentra en el odio y sus prácticas su mejor aliado.

Y ¿porqué hablar del odio ahora, al comenzar el verano del 2011?

Porque creo que en este momento está subiendo el termómetro del odio más de lo debido y puede explotar violentamente.

Hay odio hacia determinados políticos -a los cuales se les achacan todos los  males sociales que suceden-, hacia determinados eclesiásticos -cuyas iniciativas, proyectos o propuestas, ideas, son inmediatamente contestadas o condenadas-. Hay odio en el deporte y visceralmente se descalifica al que vence y se le crea un ambiente violento e irrespirable. Hay odios en las familias, en las comunidades que asumen el rostro del desprecio permanente, la ironía chulesca, la descalificación sin paliativos, los silencios bochornosos. Cuando el que odia escucha el nombre de la persona odiada, reacciona visceralmente de forma despectiva, violenta, sin matices y sin disculpas. Podríamos preguntarnos: ¿quiénes son hoy las personas más odiadas? ¿Qué instituciones son las más odiadas?

El odio divide la casa, la comunidad, el pueblo, la ciudad, la nación, el continente, la tierra. El odio no entiende de disculpa o comprensión. Suele tener fácil acceso a los medios de comunicación. Éstos se convierten con frecuencia en instrumentos del odio, aunque para ser periodísticamente correctos hablen de libertad de expresión. Hoy el odio se transmite en directo.

El odio es omnipresente. Rechaza su nombre. Pocas personas, especialmente en el ámbito de la religión cristiana, reconocerán que odian. Incluso cuando alguien dice “¡lo odio!”, trata de dejar claro que está hablando medio en bromas, medio en veras. El odio existe. Es más común de lo que parece. Tiene un rostro tal vez más civilizado, más distendido. Pero ahí está como una pesadilla.

Odiar es rechazar a alguien, desecharlo, echarlo. Para ello hay que tener razones. Y, por eso, cuando odiamos a alguna persona, acompañamos nuestro odio con mil razones. Cualquier indicio nos parece bueno con tal de sospechar, cualquier traspié nos incita a la ironía y la burla de quien odiamos. A la persona odiada se le imponen todas las anti-medallas posibles. Y todo ello responde a la necesidad de justificación de un sentimiento que nos parece feo, antiestético.

El odio tiene su origen en un deseo no cumplido, en una petición no escuchada, en un clamor no atendido. Odio a quien se resiste a modificarse según mis deseos. Cuando es así queda anidado en mi corazón un sentimiento negativo, o un re-sentimiento. No nos gusta que nos llamen “resentidos”; hasta nos humilla; buscamos otras palabras “más adecuadas”, (¡eufemismos! al fin y al cabo). Reconocer nuestro resentimiento es antiestético. Preferimos negarlo: ¡yo no odio! ¡y mucho menos todavía a esa persona! ¡Además, esa persona no me interesa en absoluto! Pero ¡vaya si me interesa! En mi intimidad su evocación me disturba no pocas veces. En público, basta que se toque la tecla, para que yo salte y de una manera más o menos cortés, manifieste mi repulsión o mi descalificación.

Yo me imagino que ese objeto de odio es un dato objetivo. Que tengo fundadas razones para desechar a esa persona. Pero si me observo con más detención, descubro que mi odio es algo mío: algo que está sucediendo en mí, o me está sucediendo a mí. Decía Hermann Hesse que “cuando odiamos a alguien odiamos en su imagen algo que está dentro de nosotros”. El odio manifiesta que tengo en casa un huesped indeseado. Que esa persona reside en mi intimidad. Me interesa muchísimo, hasta demasiado. La estoy echando de casa siempre que puedo, pero, por otra parte, no hago nada para desprenderme definitivamente de ella. Así puedo seguir echándola. El problema del odio consiste en esto, en que el sujeto se encuentra poseído por el objeto odiado. La vinculación con el objeto odiado es una pesadilla.

¡Qué mecanismo tan estúpido éste del odio! ¡Qué estupido soy cuando me dejo llevar por el odio! Pienso que descalifico a otro, cuando en realidad me estoy descalificando yo mismo. Odiar es cultivar una zona oscura en nosotros, es alimentar -en su horrible atracción y seducción- un agujero negro en el corazón.

El sentimiento de odio es un estado de nuestro yo. Es un instrumento que, al ser usado, nos modifica. Cuando uno se siente despreciable por odiar a alguien y haberle reportado algún mal, algo del sentimiento de odio hacia ea persona, revierte sobre nosotros mismos.

El sentimiento de odio afecta también a nuestro cuerpo. Lo deja intranquilo, lo perturba. A veces decimos: “¡esa persona me enferma!”. Nuestros sentimientos nos afectan corporalmente.

El contraste de este sentimiento con el mensaje del nuevo testamento es evidente. Quien odia, camina en la oscuridad y no conoce el camino; está ciego (cf. 1 Jn 2,11). Quien odia a su hermano o hermana es un asesino y quien es tal no tiene la vida eterna habitando en él (1 Jn 3,15). Quien así siente y actúa es un mentiroso, cuando dice que ama a Dios. No se puede amar al Invisible, no amando aquello que de Él es visible en la tierra (1 Jn 4,20).

Sí. Es necesario reconocer que lo que nos habita a veces es ¡simplemente odio! Se supera este maldito sentimiento aprendiendo y ejercitando el arte del perdón, recibiendo la gracia del amor al diverso y estando dispuesto a renunciar, en no pocas ocasiones a ser una máquina de deseos y a optar por ser una máquina de dones.

Volviendo a nuestro presente: ¡desterremos el odio de la política, del deporte, de la sociedad, de la Iglesia, de las familias, de las sociedades! Acabemos de una vez con esa obstinadas actitudes “contra-“. Para entrar en el reino de lo “inter-” es necesario desterrar el odio diabólico que nos enfrenta unos a otros.

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Una respuesta en “Simplemente ¡odio!

  1. Carmen dijo:

    Por eso el perdón es una liberación, el favor más grande que nos podemos hacer a nosotr@s mism@s. Perdonar no es heroico, es sensato. Es poder dejar a un lado a quien nos ha hecho daño, poder decir de verdad “esa persona ya no me importa”. Y seguir con nuestra vida, sin cargar con ella. Que en definitiva es lo que hacemos cuando odiamos: echarnos a la espalda a nuestro agresor y llevarlo encima a todas partes.

    Se puede denunciar conductas, ideas, posturas y acciones. Eso hay que hacerlo, es necesario e imprescindible para conseguir un mundo más justo. Se debe, además, aceptar y liberar la rabia que nos producen esas conductas.Pero tenemos que hacerlo sin odiar a la persona, sin atacar, descalificar, agredir. Es dificil separar ambas cosas, pero dejando a un lado la ética, es lo más saludable.

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