Las palabras más importantes rara vez son las más elaboradas. Juan el Bautista lo sabía. Su mensaje cabía en una sola palabra: ¡Convertíos! Una palabra que hemos domesticado hasta hacerla inofensiva.
Pero metanoia significa literalmente “cambiar de mente”, dar la vuelta completa. No es añadir alguna práctica piadosa. Es dejar de caminar en una dirección para tomar otra radicalmente distinta. Juan invita a una revolución interior porque anuncia algo inminente: “Está cerca el reino de los cielos”. No dice “algún día”, sino “ya llega”. El reino irrumpe en la historia, y nosotros seguimos distraídos.
El profeta incómodo
Juan es extraño. Vestido de pieles, comiendo saltamontes, viviendo en el desierto. Nada que ver con los líderes religiosos instalados en Jerusalén. Juan rompe todos los esquemas. Es la voz que grita donde nadie quiere escuchar. Y, sin embargo, acudía a él toda la gente. ¿Por qué? Porque intuían que aquel hombre decía la verdad sin filtros. Y cuando uno está harto de medias verdades, la autenticidad tiene un poder magnético irresistible.
Cuando llegan los fariseos y saduceos, Juan no les da la bienvenida cortésmente: “¡Raza de víboras!”. Palabras inaceptables hoy en cualquier púlpito. Pero Juan no busca agradar. Busca despertar. Y despertar duele. “No os hagáis ilusiones pensando: ‘Tenemos por padre a Abrahán'”. No vale escudarse en la tradición, en las credenciales religiosas. Lo que cuenta es el fruto real de la vida, no el apellido espiritual que llevamos.
El bautismo del agua y el bautismo del fuego
“Yo os bautizo con agua”, dice Juan, “pero el que viene detrás de mí bautizará con Espíritu Santo y fuego”. El fuego purifica. Quema lo falso, lo accesorio. Deja solo lo esencial, lo verdadero. Eso es lo que necesitamos en 2025. No más barniz. No más apariencias. No más religión de escaparate. Necesitamos ese fuego que transforma desde dentro, que nos devuelve a nosotros mismos pero renovados, auténticos, vivos.
El poeta polaco Czesław Miłosz, escribió algo que resuena profundamente con este Adviento: “En la vida de cada uno hay un momento en que está cerca de la grandeza, la luz, lo real. Y luego se olvida”. Juan nos recuerda ese momento. Nos sacude para que no lo olvidemos.
El vástago de Jesé: el sueño de Isaías
Isaías había anunciado algo imposible: un rey que juzgaría con justicia y defendería a los pobres. Bajo cuyo reinado el lobo habitaría con el cordero, el leopardo se echaría con el cabrito. ¿Utopía? Quizá. Pero el cristianismo es precisamente eso: creer que lo imposible puede hacerse presente. Que los incompatibles pueden reconciliarse. Que la violencia puede ser vencida por el amor.
En nuestro mundo de 2025, polarizado hasta el extremo, donde cada bando se atrinchera y demoniza al otro, este sueño de Isaías suena ridículamente ingenuo. Pero ahí está la radicalidad del Evangelio: no se adapta a nuestro cinismo. Nos desafía a creer que otro mundo es posible.
El desierto de 2025
Juan gritaba en el desierto de Judea. ¿Dónde está nuestro desierto hoy? No es geográfico. Es existencial. Es el ruido que nos impide escuchar. Es la saturación de información que nos deja sin criterio. Es la soledad en medio de la hiperconexión. Es la ansiedad que nos paraliza.
Y en ese desierto, sigue resonando la misma pregunta: ¿estás dispuesto a cambiar de dirección, o solo das vueltas en círculo? ¿Cómo preparamos el camino al Señor? No con grandes gestos, sino con honestidad radical. Con la disposición a reconocer dónde nos hemos equivocado. Con la valentía de dejar morir lo que ya no da vida. Con la apertura a ese fuego del Espíritu que purifica y renueva.
“Ya toca el hacha la raíz de los árboles”, dice Juan. No es una amenaza. Es una invitación urgente. No para condenarnos, sino para liberarnos. Para que dejemos de fingir y empecemos a vivir de verdad.
Este Adviento no nos pide ser perfectos. Nos pide ser reales. Reales con Dios, reales con los demás, reales con nosotros mismos. Como Juan en el desierto: sin máscaras, sin poses, sin mentiras piadosas. El reino de Dios está cerca. Y cuando llegue, no nos preguntará por nuestras credenciales religiosas, sino por el fruto de nuestra vida. ¿Hemos amado de verdad? ¿Hemos acogido al diferente? ¿Hemos trabajado por la justicia?
No compliquemos el Evangelio. Juan no lo complicó. Una sola palabra: Convertíos. Porque está cerca el reino de los cielos.
Que este Adviento sea para cada uno de nosotros ese momento de cercanía con “la grandeza, la luz, lo real” del que hablaba Miłosz. Y que no lo olvidemos.
Impactos: 159


















