
Hoy las lecturas nos hablan de finales. Y todos sabemos que los finales nos inquietan: el final de un día, de una etapa, de una vida. Pero ¿y si los finales no fueran muros, sino puertas? ¿Y si lo que vemos como término fuera, en realidad, umbral?
El año litúrgico concluye con un lenguaje que nos desconcierta: profecías de fuego, templos destruidos, persecuciones. Malaquías, Pablo y Jesús nos confrontan con imágenes fuertes. Pero no para asustarnos, sino para despertarnos.
¿Fuego que abrasa, o luz que ilumina?
El profeta Malaquías nos plantea una elección radical. Habla de un “horno” para los malvados, pero inmediatamente después nos promete algo hermoso: para quienes honran el nombre de Dios, “brillará un sol de justicia que lleva la salvación en sus alas”.
¿No es asombroso? La misma luz divina actúa de dos maneras: consume lo que destruye la vida, pero ilumina y sana a quien busca la verdad. Como el sol que derrite el hielo pero hace florecer el jardín.
En medio de la catástrofe, una promesa
Cuando los discípulos admiraban la magnificencia del templo de Jerusalén, Jesús les anuncia su destrucción. Ante su desconcierto —”Maestro, ¿cuándo sucederá esto? ¿Cuál será la señal?”— Jesús no les oculta la realidad: vendrán guerras, terremotos, epidemias, persecuciones. Incluso sus propias familias los traicionarán.
Es un panorama duro, sí. Pero escuchemos bien: Jesús no dice esto para paralizarnos de miedo, sino para fortalecernos con la verdad. Porque inmediatamente añade: “Ni un cabello de su cabeza perecerá. Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”.
¿Qué nos está diciendo el Maestro? Que no vivamos fascinados por “lo efímero” —esas cosas que brillan un día y mañana desaparecen— sino que pongamos nuestra confianza en lo que permanece. La belleza del templo pasará, pero la presencia de Dios en nosotros es eterna.
¡Que nada ni nadie nos paralice!
San Pablo nos da una lección práctica. En Tesalónica había cristianos que, obsesionados con el fin del mundo, habían dejado de trabajar. “Muy ocupados en no hacer nada”, les dice Pablo con ironía.
El miedo paraliza. La ansiedad nos inmoviliza. Pero la fe nos mantiene activos, comprometidos, trabajando por un mundo mejor aunque todo parezca derrumbarse.
Pablo nos recuerda que la esperanza cristiana no es pasiva: nos lleva a ganarnos el pan, a cuidar de los nuestros, a construir cada día con nuestras manos lo que creemos con el corazón.
Una luz que viene del futuro
Queridos hermanos, “apocalipsis” significa revelación. No catástrofe, sino descubrimiento. Se corre el velo de lo que estaba oculto.
Y lo que se revela no es oscuridad, sino Luz. Una Luz que viene del futuro —de Dios mismo— y que ilumina nuestro presente.
Esta Luz no responde todas nuestras preguntas. No nos dice el día ni la hora. Pero nos dice algo más importante: que hay salvación, que no estamos solos, que el final no es frío ni vacío, sino encuentro y plenitud.
Y esa certeza —esa promesa— es la que da sentido a nuestra vida aquí y ahora.
Por eso, en estos últimos domingos del año litúrgico, la Iglesia no nos invita al miedo, sino a la vigilancia esperanzada. A vivir cada día con valentía y trabajo, sabiendo que caminamos hacia la Luz.
Que nada nos paralice. Que nadie nos robe la esperanza.
Porque el que nos espera al final no es un juez implacable, sino el Sol de Justicia que trae la salvación en sus alas.
BENDITO SEAS, MI SEÑOR JESÚS
Impactos: 127










