EL CORDERO DE DIOS Y LA OTRA HUMANIDAD: en el día de Todos los Santos

El Cordero inmolado: un escándalo que sigue vivo

Zurbarán

Zurbarán

El Apocalipsis nos presenta hoy al Cordero inmolado. Emmanuel Falque, uno de los grandes filósofos contemporáneos, nos recuerda algo perturbador al hablar de las “Las Nupcias del Cordero”: este Cordero no es una metáfora piadosa, es un cuerpo desgarrado que se ofrece. Es “Eros divino” hecho carne vulnerable. No es la imagen edulcorada que colgamos en nuestras paredes, sino el escándalo de un Dios que se deja matar por amor.

Cuando el Apocalipsis -y también la celebración eucarística, en el momento primero de la comunión- proclama: “Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero” (Ap 19:9), no nos está invitando a una ceremonia formal, sino a unas nupcias: al encuentro más íntimo, más comprometedor, más transformador que podemos imaginar. El Cordero nos desposa con su muerte y su resurrección. Y nosotros, ¿seguimos siendo meros espectadores?

Los santos: no devoción, sino comunión viva

Aquí está el segundo despertar que necesitamos. El Concilio Vaticano II, en el capítulo 7 de la Lumen Gentium, no nos habla solo de nuestra devoción hacia los santos. Dice algo radicalmente distinto: nos habla de “esa comunidad que en el Espíritu se relaciona con nosotros”.

¿Lo captamos? No somos nosotros los únicos que nos dirigimos a ellos. Ellos se mueven hacia nosotros. La comunidad santificada en el Espíritu está viva, activa, en relación dinámica con nuestra humanidad peregrina. Los santos no son estatuas que observan desde lejos; son hermanos y hermanas en la plenitud de la vida que nos acompañan, nos impulsan, nos retan.

Esta es una verdad que debería sacudirnos: no estamos solos en nuestro camino. Caminamos rodeados de una nube de testigos que ya han atravesado el fuego, que conocen nuestras luchas, y que desde la cercanía de Dios interceden y colaboran con nosotros en el Espíritu.

La otra humanidad: no es “basura cósmica”

Y ahora la pregunta más incómoda: ¿Qué es lo que celebramos hoy realmente? ¿Una colección de superhéroes espirituales inalcanzables? No. Celebramos “la otra humanidad”: la humanidad resucitada, transfigurada, la humanidad en su verdad definitiva.

Los santos no son la excepción: son la revelación de lo que estamos llamados a ser. No son basura cósmica para los cementerios; para Dios son la recuperación de lo más bello, lo más verdadero, lo más valioso de la creación. Son la promesa cumplida de que nuestra carne, nuestras luchas, nuestras alegrías, nuestro trabajo, nuestro amor… todo eso tiene un destino eterno.

Cuando miramos a los santos, no estamos mirando a extraterrestres espirituales. Estamos mirando a nosotros mismos en nuestra verdad escondida. Ellos son el espejo de lo que podemos llegar a ser si nos dejamos desposar por el Cordero.

El reto: despertarse

Hermanos, la pregunta de hoy no es: “¿Cuántos santos conocemos?” La pregunta es: “¿Nos dejamos tocar por esta comunión viva?”

  • ¿Vivimos consciente de que no caminas solo, de que los santos te acompañan, te empujan, oran por ti?
  • ¿Nos atrevemos a creer que nosotros también estamos llamados a ser parte de esa “otra humanidad” resplandeciente?
  • ¿Nos dejamos desposar por el Cordero, con todo lo que eso implica de vulnerabilidad, de entrega, de transformación?

O seguiremos viniendo a esta fiesta como quien cumple un trámite, sin dejarnos impactar por el fuego que arde en el corazón de esta celebración.

Conclusión: invitados al banquete

Van Eyck "La adoración del Cordero Místico

Van Eyck “La adoración del Cordero Místico

“Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero.” Esta no es una invitación para mañana o para después de la muerte. Es para hoy. Es para esta Eucaristía. Es para nuestra vida concreta, con sus alegrías y sus heridas.

Los santos no son un museo del pasado. Son la comunidad viva que te llama, te desafía, te acompaña. El Cordero no es una idea teológica. Es el Esposo que te espera con los brazos abiertos, con las heridas abiertas.

Que esta fiesta de Todos los Santos nos despierte del adormecimiento. Que nos lance a la aventura de la santidad. Que nos haga conscientes de que ya estamos, aquí y ahora, rodeados por esa “otra humanidad” que nos grita: “¡Ven! ¡Tú también estás llamado! ¡No tengas miedo!”

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¡NO SOMOS BASURA DE LA CREACIÓN” En el domingo de Todos los Fieles Difuntos

Dividiré esta homilía en cuatro partes:

  1. Alejaste la paz de mi alma… pero detrás una maravillosa promesa
  2. Nuestros seres queridos no son “basura desechable de la Creación”
  3. Transfiguración y “oro refinado”.
  4. Visitando el umbral de una transformacion

Alejaste la paz de mi alma… pero detrás una maravillosa promesa

El gran teólogo Karl Rahner, en su profunda reflexión “Zur Theologie des Todes” (Sobre la teología de la muerte), nos ayuda a comprender que la muerte no es simplemente un final biológico, sino un acto profundamente personal. Rahner nos dice que en la muerte el ser humano no se disuelve en la nada, sino que alcanza su madurez definitiva, su “pan-cosmicidad” – una relación nueva y transformada con toda la realidad creada. La muerte es paradójicamente el momento de mayor actividad del espíritu humano, donde nuestra libertad realiza su acto más radical y definitivo.

Nuestros seres queridos no son basura desechable de la Creación

Pero ¿qué significa esto para nosotros, hoy, ante la tumba de nuestros seres queridos?

Significa, hermanos, que el Dios que nos creó con amor infinito, que nos llamó a la existencia del no-ser, no nos ha destinado a ser basura desechable de su creación. ¡Qué imagen más terrible e incompatible con el Dios que Jesús nos reveló! El Dios del Evangelio no es un creador que fabrica vidas para después tirarlas al basurero cósmico.

Nuestra vida histórica, con sus alegrías y dolores, con sus logros y fracasos, con sus amores y sus heridas, está siendo asumida en una perspectiva misteriosa que apenas podemos vislumbrar.

Transfiguración y “oro refinado”

La teología contemporánea, en diálogo con Rahner, nos invita a ver la muerte no como aniquilación sino como transfiguración. Nuestros difuntos no son desechos ni recuerdos que se desvanecen. Son, en palabras audaces pero bíblicas, “oro refinado” – purificados por el fuego del amor divino, transformados para una nueva realidad que las Escrituras llaman “cielos nuevos y tierra nueva”.

¿Podemos imaginar esto? No completamente. Como dice San Pablo: “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el corazón humano concibió lo que Dios ha preparado para los que lo aman”. Pero no necesitamos imaginarlo todo para confiar en ello.

La promesa bíblica no es vaga. Es la promesa de un Dios que no abandona la obra de sus manos. Es la promesa de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos y que, con ese mismo poder, nos reintegrará en su Proyecto Creador, redimiéndonos de la mortalidad e integrándonos en su Misterio.

Visitando el umbral de una transformación

Cuando visitamos las tumbas de nuestros seres queridos, no vamos a contemplar el final de una historia, sino el umbral de una transformación que excede nuestro entendimiento. Ellos no están perdidos en la nada. Están guardados, custodiados, transformándose en el corazón del Dios que es Amor.

Que esta certeza – no fruto de nuestro deseo, sino de la promesa divina – nos consuele hoy. Que la esperanza de Lamentaciones sea también la nuestra: “Bueno es el Señor para quien espera en Él, para quien lo busca”.

Y mientras esperamos, vivamos esta vida histórica con la convicción de que nada de lo verdaderamente humano, nada del amor auténtico, se pierde. Todo será redimido, transfigurado, reintegrado en el Misterio de Dios.

Canción: “No somos basura de la Creación”

Estribillo
No somos basura de la creación, Dios nos recoge y nos guarda en su amor.
No somos olvido, ni muerte, ni error: somos promesa, redenc
ión y candor.

I. Contemplamos hoy la vida partida, el paso y el tiempo, la huella dolida.
¿Tanto amor se borra, se pierde al final? ¡No!, ¡No!. Dios nos guarda, nos quiere inmortal.

II. “Alejaste la paz de mi alma”, el profeta clamó, mas la misericordia de Dios nunca cesó.
En dolor y vacío amanece la luz, cada día es regalo, esperanza en Jesús.

Estribillo
No somos basura de la creación, Dios nos recoge y nos guarda en su amor.
No somos olvido, ni muerte, ni error: somos promesa, redención y candor.

III. Dios no crea destinos para el basurero, no arroja sus hijos en el mundo severo.
Cristo junto al pozo, sed y fragilidad, viste la muerte de vida y verdad.

IV. La muerte es oro que la fe ha afinado, transfiguración, fuego santo y sagrado.
No somos recuerdos que el viento se llevó, Dios hace nuevo a quien tanto amó.

Estribillo
No somos basura de la creación, Dios nos recoge y nos guarda en su amor.
No somos olvido, ni muerte, ni error: somos promesa, redención y candor.

V. Al pie de la tumba no acaba el camino, la vida se guarda en el misterio divino.
Nada del amor se pierde en la tierra, Dios lo recoge, lo salva y lo encierra.

Estribillo
No somos basura de la creación, Dios nos recoge y nos guarda en su amor.
No somos olvido, ni muerte, ni error: somos promesa, redención y candor.

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ADORACIÓN EUCARÍSTICA – ¡CERCA DEL FUEGO!

Introducción: El anhelo de algo más

¿Has sentido alguna vez que hay Alguien más grande que todo, que te atrae pero que —al mismo tiempo— te supera completamente?

Es como cuando escuchas una canción tan bella que te deja sin palabras y deseas escucharla una y otra vez. Como cuando ves un paisaje que te hace sentir pequeño y, a la vez, parte de algo inmenso. Como cuando encuentras a una persona que te parece única y no puedes dejar de pensar en ella.

Ese anhelo no es casualidad. Es el eco de Dios en tu corazón.

Para comprender qué es realmente “adorar”, me han ayudado dos pensadores franceses contemporáneos: Jean-Luc Marion y Jean-Luc Nancy. Aunque desde perspectivas diferentes, ambos iluminan el misterio de la adoración:

  • Marion la describe como asombro ante una Presencia tan grande que él la compara con un “fenómeno saturado”: algo tan pleno que ya no cabe nada más.
  • Nancy la describe como audacia para abrazar el misterio y el vacío, sin huir del silencio o la aparente ausencia.

Estas dos experiencias —lejos de contradecirse— se encuentran en la

Eucaristía: tanto en la dinámica celebración de la Misa como en la Adoración silenciosa ante la Custodia.

1. La adoración en la celebración eucarística

La Misa no es una pesada obligación que hay que cumplir. Es la asistencia voluntaria a un drama divino, a un encuentro imprevisible con el Misterio.

Un antiguo texto cristiano, el Evangelio de Tomás, pone estas palabras en boca de Jesús: “Quien está cerca de Mí, está cerca del Fuego; el que está lejos de mí, está lejos del Reino.”

El mismo Jesús dijo en el Evangelio: “Fuego he venido a traer a la tierra” (Lc 12,49). La Eucaristía nos hace participar en ese fuego transformador a través de dos mesas: la Mesa de la Palabra y la Mesa del Pan.

2. La Mesa de la Palabra: Cuando Dios nos habla

No es una simple lectura. Es Jesús mismo quien, a través del lector, nos dirige su Palabra. La voz humana se convierte en vehículo de la voz poderosa de Dios.

Marion diría que esta Palabra es un “fenómeno saturado”: no puedes abarcarla completamente, pero ella te abarca a ti por completo.

No escuchamos para analizar, sino para ser transformados. Es la Palabra que da vida, como cuando Jesús hablaba y curaba enfermos o resucitaba muertos. Escuchar así es ya adorar, porque comienzas a sentirte transformado.

Piensa en María de Betania a los pies de Jesús: receptividad total. Ella no estaba planeando qué responder o qué hacer después. Simplemente escuchaba con todo su ser.

Esta es la primera forma de Adoración: callar nuestro corazón —y sí, también nuestra mente inquieta— para que Dios tenga la primera palabra.

3. La Mesa del Pan: Cuando Dios se nos da

La Consagración es el instante más grandioso que puede ocurrir en la tierra. El pan y el vino quedan “saturados” de la presencia real de Cristo Resucitado.

El Espíritu Santo desciende sobre los dones y realiza en un instante lo que hizo en el seno de María durante nueve meses: la presencia de Jesús, el Hijo de Dios.

Los pensadores medievales lo llamaron “transubstanciación”. Los contemporáneos buscan otras palabras: “trans-finalización”, “trans-significación”. Marion habla del “fenómeno saturado” a la máxima potencia.

En ese momento, nuestra inteligencia se rinde. La Presencia real de Cristo desborda por completo nuestra capacidad de entenderla. Solo podemos adorar.

No es “recibir una cosa”, sino acoger a una Persona divina: Jesús Resucitado.

Un himno medieval del siglo XIV lo expresa con conmoción: “Ave verum Corpus natum ex Maria virgine” (Salve, verdadero Cuerpo nacido de María Virgen). Acercarse al Cuerpo de Cristo debería estremecernos de amor.

Pero ya no es el cuerpo vulnerable de Belén o del Calvario. Es el Cuerpo Resucitado que “lo llena todo” —el “Cuerpo pan-cósmico”, decía el teólogo Karl Rahner.

La comunión es el abrazo más íntimo y recíproco que podamos imaginar. Es “el pan del Camino de nuestra peregrinación”, como decían san Agustín, san Gregorio de Nisa y san Ambrosio.

La plena consciencia de este misterio podría hacernos entrar en éxtasis, en adoración silenciosa, donde no caben las palabras… ¡sólo la conexión más íntima con Cristo!

¿Cómo comulgar de verdad sin adorar?

4. La adoración ante la Custodia: la fuerza del silencio

Aquí se introduce la experiencia del “vacío” de Nancy como algo positivo y fértil.

La Iglesia es la Esposa de Cristo. Y como Esposa —explica san Pablo en 1 Corintios 7— tiene un poder espiritual sobre el Cuerpo de su Esposo.

El teólogo Xavier Durrwell, en su libro La Eucaristía, misterio pascual, explica que esta relación esposal fundamenta el poder de la Iglesia para retener, venerar y adorar públicamente el Cuerpo Eucarístico de Jesús. La Iglesia-Esposa muestra así su íntima comunión con su Esposo.

La adoración no consiste en “mirar un objeto” —la custodia o la hostia consagrada—. La hostia es un “icono”, no un ídolo.

Como una ventana, no se queda con nuestra mirada, sino que la atraviesa para dirigirla hacia Cristo vivo. Es “la dirección visible de lo Invisible” (Marion).

Porque el lenguaje se agota. Frente al “fenómeno saturado”, las palabras sobran. El silencio es el lenguaje del asombro y del amor que no necesita explicaciones.

No es un silencio vacío o aburrido. Es un silencio habitado, preñado de Presencia.

¿Y cuando no “siento nada” ante la Presencia eucarística?

Aquí la perspectiva de Jean-Luc Nancy es liberadora. A veces, frente a la Custodia, experimentamos sequedad, vacío, silencio de Dios.

Nancy nos diría: “No huyas. Ese vacío no es ausencia, es un espacio de libertad y confianza”.

Adorar en la sequedad es el acto de fe más puro. Es decir: “Señor, aunque no te sienta, creo que estás aquí y me quedo contigo”.

Es la devoción que se purifica y se hace más fuerte, menos dependiente de las emociones. Es el amor maduro que permanece incluso cuando no “siente” nada especial.

Adorar juntos, especialmente los jóvenes, es vital. Juntos sostienen la tensión entre el asombro (Marion) y la sequedad (Nancy).

Se convierten en comunidad no porque “sientan lo mismo”, sino porque juntos se orientan hacia el Misterio. Tu fe sostiene la mía cuando yo no puedo; mi presencia acompaña tu desierto cuando tú lo atraviesas.

5. Adoración: culmen de la Devoción

Hay adoración porque antes hay devoción. La Adoración es como la flor que brota de la planta de la Devoción.

La devoción no es un sentimiento superficial ni un capricho emocional. Es el compromiso estable, la amistad profunda y la entrega diaria a Dios.

Es como la relación de un deportista con su disciplina: constancia, entrenamiento, amor por lo que hace. O como el amor de dos esposos que se eligen día tras día, más allá de lo que sientan en cada momento.

La devoción es la decisión de vivir en diálogo con Aquel que me trasciende. Y la Adoración es la expresión culminante de esa Devoción.

En la celebración eucarística, la devoción se expresa en la participación activa y reverente: cantar, escuchar, responder, comulgar con el corazón abierto y atento.

En la exposición del Santísimo, la devoción se expresa en la capacidad de estar ahí, en silencio, simplemente “porque Él está y yo quiero estar con Él”.

Como decía el santo Cura de Ars sobre un campesino que pasaba horas ante el Sagrario: “Yo le miro y Él me mira”. No hacía nada más. No necesitaba hacer nada más.

La devoción de la vida diaria —mi oración matutina, mis decisiones según el Evangelio, mi servicio a los demás— me lleva a anhelar los momentos intensos de adoración.

Y la adoración, tanto en la Misa como ante la Custodia, fortalece y renueva mi devoción para vivir como discípulo el resto de la semana.

Es un círculo virtuoso: la vida lleva a la adoración, y la adoración transforma la vida.

Conclusión: No tengas miedo del Fuego

La adoración no es aguantar estoicamente en silencio, luchando contra la distracción.

Es exponerse al Fuego que Jesús vino a traer. A veces ese fuego arde como asombro y consuelo. Otras veces purifica en la sequedad y el vacío.

Pero siempre transforma. Siempre está ahí. Y siempre vale la pena acercarse.

Síntesis en video

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