Hoy cerramos el año litúrgico celebrando a Cristo Rey del Universo. Y la Iglesia, con ironía sublime, nos pone ante los ojos no un desfile militar, sino un patíbulo. Tres cruces. Dos ladrones. Un Dios agonizante.
Jesús, ¡acuérdate de mí”
Imagina la escena: las burlas, las muecas, los insultos. “Si eres el Rey, baja de ahí”. Uno de los crucificados se suma a las voces: “¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros”. Pero el otro ladrón, ese hombre roto, ese condenado que no tiene nada que perder ni nada que ganar… mira a Jesús. Y hace algo extraordinario: lo llama por su nombre.
No dice “Señor”, no dice “Mesías”. Dice: “Jesús”. Como se habla a un amigo. Como se habla cuando ya no quedan máscaras. “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino”.
¿Qué Reino? ¿Qué podía ver ese hombre en aquel crucificado moribundo que le hiciera creer en un Reino? Misterio de la fe. Misterio de la mirada. Porque ese ladrón miró a Jesús como Jesús mira al cielo: con esperanza imposible, con confianza absurda, con amor que no se explica.
Y la respuesta llega, inmediata, estremecedora: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”.
“Hoy”. No mañana. No después del juicio. No cuando hayas pagado tus culpas. Hoy. Porque el Reino de Jesús no se merece: se recibe. No se conquista: se acepta. No se gana: se regala.
La luz que todo lo crea
San Pablo nos lo dice con palabras cósmicas: Cristo es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda criatura. Todo fue creado por Él y para Él. Sin Él, nada existiría. Él es la luz que hace posible la creación.
Y nosotros hemos sido sacados del reino de las tinieblas. Nos ha trasladado —como al buen ladrón— a su Reino de luz. No porque seamos buenos. No porque lo merezcamos. Sino porque Él ha dicho “Hoy”. Porque Él ha querido mirarnos, pronunciar nuestro nombre, hacernos compañeros de su Paraíso.
¿Y nosotros?
Saldremos hoy de la iglesia y volveremos a pasar junto a ese Cristo tendido, mirando al cielo. Y la pregunta es inevitable: ¿A quién miramos nosotros? ¿En quién confiamos cuando todo se derrumba? ¿A quién llamamos por su nombre cuando nos quedamos sin palabras?
Vivimos rodeados de reyes de cartón: el dinero, el éxito, la opinión de los demás, nuestro propio orgullo. Todos prometen, ninguno salva. Todos exigen, ninguno regala. Todos brillan, ninguno ilumina de verdad.
Pero hay un Rey distinto. Uno que reina desde la cruz. Uno que convierte el “hoy” del sufrimiento en el “hoy” de la salvación. Uno que no ha venido a ser servido, sino a servir. Uno que nos conoce por nuestro nombre y nos espera en su Paraíso.
Hermanos, seamos como ese ladrón: tengamos el valor de mirar a Jesús cuando todo invite a mirar hacia otro lado. Tengamos la humildad de pedirle que se acuerde de nosotros. Tengamos la fe de creer que su “hoy” es más fuerte que todos nuestros “mañana” llenos de miedo.
Y cuando salgamos, detengámonos un instante ante ese Cristo nuestro. Mirad hacia dónde mira Él. Y dejad que también vosotros miréis al cielo.
¡Hoy!… ¡no mañana! Amén.
Porque ese es el Reino: aprender a mirar como Él mira. A esperar como Él espera. A amar como Él ama.
A JESÚS, DADOR DE TODO BIEN
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