¡Idólatras sin advertirlo!

¿Existen ídolos a los cuales amamos, en los cuales confiamos y a los cuales obedecemos? “Amar, confiar, obedecer” son los tres verbos que definen en la Biblia la actitud idolátrica. La respuesta es afirmativa: en nuestro tiempo la idolatría reemplaza al ateísmo y a la misma fe, como fenómeno de masas y de personas. Consciente o inconscientemente nuestras sociedades se están volviendo idólatras.

La fábrica de ídolos funciona a toda marcha. Se hace necesaria una amplia oferta ante tanta demanda. Y lo peor es que hasta las religiones y el mismo cristianismo están metidos en este negocio; eso sucede cuando se piensa más en las cosas sagradas que en “el absolutamente Santo”, cuando se atiende más a la ritualidad exterior que a la experiencia mística, cuando los personajes sagrados se envuelven en poder y gloria y tornan opaca la presencia del único Dios.

Y ¿porqué tanta demanda?

Es una extraña melancolía, que nos aqueja a los humanos, la razón profunda de tanta idolatría. Nada nos llena del todo. Deseamos mucho más de aquello que se nos da. Hay en nosotros vacíos que nada ni nadie puede colmar. De ahí la sensación de “incompletude”, como dicen los franceses, que nos hiere. Y acompañándola viene la melancolía, esa tristeza que poco a poco nos deteriora y hace envejecer. En ese contexto emergen soluciones rápidas que prometen satisfacer los deseos insatisfechos, recurriendo a un proceso de falsificación: ofreciendo falsos dioses, dotando de carácter divino a las obras de nuestras manos. Las ofertas son variadas y según gustos. Tienen el curioso poder de engancharnos, volvernos adictos, cautivarnos y, al fin, controlarnos. Es un control que no disgusta, que se agradece y que concede la extraña sensación de haber encontrado una razón por la que seguir viviendo. Ese es el inicio de la idolatría moderna. Aquello que controla nuestra conducta, que centra y domina nuestra afectividad, que nos da seguridad puede fácilmente convertirse en nuestro ídolo.

El ídolo y su luz

Un ídolo nunca aparece como un repugnante demonio. Se presenta como ángel de luz, de bondad, de buenas promesas. Es, de hecho, un bien parcial al que -engañados-  vamos convirtiendo en “bien último”.

La posesión de bienes económicos, el disfrute de la sexualidad, el ejercicio del poder, la educación del cuerpo, el amor a la familia, a la patria, el amor apasionado y romántico a una persona, la vocación religiosa, política, artística etc. son realidades positivas, luminosas, placenteras, regalos divinos…  El ser humano -llevado por la melancolía y el deseo de autorrealización- puede, sin embargo, conceder a alguna de esas realidades un valor excesivo y poner en su consecución toda su esperanza. Puede llegar hasta el punto de hacer de ella el horizonte de su existencia, la razón de su vivir. Es entonces cuando el ángel se convierte en demonio, el símbolo se vuelve un ídolo.

Desde lo más banal hasta lo más serio

A la hora de discernir hasta dónde penetra el sentimiento idolátrico en la sociedad e incluso en las instituciones religiosas, nos llevamos la sorpresa de ver cómo la idolatría está instaurada por doquier. La idolatría está solapada y asume apariencias bellas y hasta bondadosas. La contraréplica es el abandono del Dios vivo y un divorcio progresivo de Él. Lo peor es, a veces, el descaro idolátrico: se aplican sin el menor escrúpulo nombres “divinos” a realidades tan banales como el fútbol, o el deporte en general, a los políticos o los artistas, las profesiones, o las relaciones interhumanas, o se solapan con características divinas realidades del mundo religioso, que no son Dios; ahí viene las diferentes latrías como la mariolatría, la papolatría, la idolatría de personajes religiosos, de ideologías teológicas, de formas exteriores de culto y de apariencia… La idolatría en cualquiera de sus formas genera estados de dependencia, de adicción, de auténtica esclavitud. Hay personajes carismáticos que todavía hoy son no ya venerados, sino adorados. Hay con relación a ellos actitudes que en nada difieren de las más ancestrales idolatrías.

Hay dioses que aunque no estén personificados en un nombre mítico o una estatua sagrada dirigen el mundo: el poder, el dinero, el sexo. Sus formas de actuación e influjo son muy variadas. Pero ¡cuánta dependencia crean! ¡Cómo actúan en todos los ámbitos de la vida! Esos tres dioses tan poderosos, influyen después en otros diosecillos que alienan a la humanidad: el diosecillo del éxito fugaz y de sus fans, el diosecillo del cuidado y culto al cuerpo,el diosecillo de la búsqueda de autonomía y de rechazo de cualquier ley que me impida satisfacer mis deseos…. Esos diosecillos  de las libertades exacerbadas, el dios de lo sacral -construido por los seres humanos-, pero alejado de “lo santo”.

Apóstoles de la idolatría

Nuestra sociedad dispone de mil resortes para movilizarnos. Quienes se dejan llevar por el espíritu de la idolatría los utilizan  en su favor. Las adicciones engordan al dios del dinero y del poder. El crecimiento económico y el progreso indefinido son los grandes dogmas que no reparan en víctimas ni deshumanizaciones, pero que también quieren lograr seguidores y seguidoras que nunca se echen para atrás.

Se utilizan magistralmente aquellos resortes que excitan el deseo, que llenan los ojos y el corazón de concupiscencia, para religar y hacer que así surja la religión del consumo y la producción, de la oferta y la demanda, del trabajo y el ocio. Al final, no quedan espacios para la búsqueda de “lo divino” más allá de aquello que vemos.

Los apóstoles de la idolatría están por doquier. Ponen a su servicio la imaginación, el arte en todas sus formas, el conocimiento psico-sociológico, las posibilidades que les ofrece la religión o la religiosidad popular.

Preguntas

¿A quién adora nuestro corazón? A sus dioses interiores. Puede que no adoremos estatuas, ni nos arrodillemos ante ellas, pero sí puede ocurrirnos aquello que el profeta Ezequiel decía de los ancianos de Israel: “Estos hombres han erigido a los ídolos en su corazón” (Ez  14,3).

¿Para quién o qué vivimos? ¿De qué depende nuestra seguridad y el sentido de nuestra vida? ¡Qué pena da ver a gente que cuando pierden su ídolo se deprimen, pierden la esperanza y no invocan al único Dios que puede salvar!

Sin embargo, qué bello sería reconvertir los ídolos en símbolos, las que consideramos realidades últimas, en realidades temporales e incluso transitorias. Esta reconversión anti-idolátrica nos haría redescubrir entonces la Alianza con el Dios vivo y verdadero, el que era ayer, es hoy y será mañana, el que no defrauda. Quien renuncia a los ídolos y busca a Dios, recupera su libertad interior, su esperanza y se pone en camino hacia un espacio místico que responde a los deseos más profundos del corazón.

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