La humanidad se enfrenta a una pregunta universal: ¿qué será de nosotros tras la muerte? Nos preocupa nuestro destino. ¿Acaso la vida, tan frágil y fugaz, se extingue sin más? Si Dios es amor, ¿nos abandonará justo al final? ¿Tiene sentido esta existencia? La forma en que respondamos a estas preguntas fundamentales determina cómo vivimos
Dividiré esta homilía en tres partes:
- ¡La gloria de Dios!
- ¿Serán muchos los que se salven?
- ¡Rodillas vacilantes, caminad por una senda llana!
¡La gloria de Dios!
El profeta Isaías nos regala una visión maravillosa del futuro. No cree en un final catastrófico para la humanidad, sino en un desenlace lleno de gloria y luz. Para Isaías, un Dios de amor no permitiría que todo terminara en escombros.
Dios vendrá a reunir a todas las naciones y a mostrarles su belleza y su poder, no con un poder destructivo, sino con un poder que restaura y recupera lo perdido. Su plan es dar nueva vida y unir a toda la humanidad. Todo esto sucederá en el “monte santo” de Dios, desde donde su gloria se irradiará al mundo entero, atrayendo a todos los pueblos a una gran alianza de paz y belleza.
¿Serán muchos lo que se salven?
A la pregunta de cuántos se salvarán, Jesús responde invitándonos a entrar por la puerta estrecha. Él no nos pide esfuerzos imposibles ni que nos despojemos de todo, sino que seamos astutos y sagaces. Esta puerta no es la de la entrada triunfal, sino la del servicio humilde, por la que podemos pasar sin la necesidad de protocolos. La misión de Jesús es centrífuga: no se trata de esperar a que la gente llegue a un lugar sagrado, sino de salir y evangelizar al mundo entero. Los que intenten entrar por la puerta grande, llenos de orgullo, la encontrarán cerrada. En cambio, aquellos que actúen con sencillez —incluso los pueblos paganos—, podrán entrar y participar en el banquete del Reino. Al final, un corazón soberbio e incapaz de reconocer sus errores no puede pasar por esa puerta.
¡Rodillas vacilantes, caminad por una senda llana!
Nuestra fe nos recuerda que Dios es compasivo con nuestra fragilidad. No nos exige cosas inalcanzables, sino que se pone a nuestro lado, nos guía y nos comprende. Conoce nuestras vacilaciones y debilidades. Con un Dios así, es posible vivir con paz y honradez. Él es quien, en la estrechez, nos da un camino amplio para que podamos entrar sin dificultad a su Reino y sentarnos en su mesa.
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