Nos preocupa el destino de la humanidad: tanto el destino colectivo como el destino personal o individual. ¿Qué será de nosotros tras la muerte? ¿Habremos de resignarnos ante el límite de una vida consciente, afectiva, creadora, pero también frágil, fugaz? ¿Merecerá la pena haber vivido de cara a un Dios que es definido como “Amor”, pero que -en la hora de la muerte- abandona a quienes Él decía “amar? ¿Será el planeta tierra y el cosmos una creación con fecha de caducidad? Tal cual sea nuestra respuesta a cuestiones tan fundamentales, así será nuestra forma de vivir.
Dividiré esta homilía en tres partes:
- ¡La gloria de Dios!
- ¿Serán muchos los que se salven?
- ¡Rodillas vacilantes, caminad por una senda llana!
¡La gloria de Dios!
El tercer Isaías incluye en su profecía una visión esplendorosa del futuro del pueblo de Israel y de la humanidad. Y ese futuro esplendoroso tiene una razón de ser: ¡la gloria de Dios! No glorificaría a Dios un final desastroso, una derrota cósmica, el que todo acabe en un montón de escombros y de ceniza.
El profeta preve un final lleno de luz: Dios vendrá “para reunir a las naciones de todas las lenguas” y les mostrará su belleza, su gloria, el esplendor de su poderío. Dios no actuará con un poder destructivo y discriminador. Su proyecto es restaurar todas las cosas, reunir a todos los seres humanos, recuperar lo perdido, dar vida a lo que estaba muriendo.
El profeta ubica la acción de Dios en el “monte santo”, estable para siempre. Desde ahí se irradia sobre el mundo la luz de la gloria de Dios. Y hacia el monte santo vendrán todas las naciones para ofrecer la ofrenda más pura. Ahí acontecerá la gran reunión de todos, la gran Alianza con la belleza de Dios.
¿Serán muchos lo que se salven?
Jesús no hace de Jerusalén y del monte santo un lugar de llegada, sino más bien un punto de partida. Desde Jerusalén y desde el monte de Galilea Jesús envió a sus discípulos y discípulas a evangelizar al mundo y les prometió: “quien crea y se bautice, se salvará”. La misión e Jesús es centrífuga, y no centrípeta. Ser iglesia es ser enviada a todas las naciones para que en ella puedan reunirse todos los pueblos.
¿Serán muchos los que se salven?, le preguntan a Jesús. La respuesta de Jesús es sencilla: ¡entrad!, pero ¡por la puerta estrecha“: no busquéis la entrada triunfal, sino la entrada del servicio -que pasa inadvertida y por la cual se puede pasar sin protocolos ni requisitos. Jesús no nos está pidiendo esfuerzos imposibles, no nos pide que nos despojemos de todo, sino que seamos sagaces y descubramos aquella puerta por la que uno “puede colarse”.
Los que quieran entrar por la puerta principal, cuando ya esté cerrada, no podrán hacerlo. Será necesaria la astucia, el conocimiento; la misma que tienen los pueblos paganos para entrar y sentarse en el banquete del Reino. Un pueblo soberbio, altivo, incapaz de descubrir su propio error, no podrá entrar por la puerta.
¡Rodillas vacilantes, caminad por una senda llana!
Nuestra fe cristiana es especialmente comprensiva con la debilidad, con la limitación. No nos pide cosas imposibles. Dios está a nuestro lado. Nos corrige, nos guía, pero también nos comprende. Sabe y conoce nuestra debilidad, nuestras vacilaciones y dudas. Con nuestro Dios es posible llevar una vida honrada y en paz. En la angostura nos da anchura. Nos hace caminar por una senda llana. ¡Todo son facilidades para que podamos entrar en el Reino de Dios y participar en la mesa de los Elegidos!
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