
En mi sección “Textos que impresionan” quiero compartir algunas de las “historias del Padre Pérez”. Su autor, Fernando Torres – misionero claretiano, teólogo de moral y ética social, con quien tuve el privilegio de compartir la misión como profesores de teología en Brasil, Filipinas y, finalmente, en España. Fernado Torres posee la admirable capacidad de traducir en palabras, relatos y buen humor lo que la reflexión teológica y espiritual busca capturar, aunque se distancie un poco de la seriedad del asunto. Aquí presento uno de sus relatos que, además de divertir, nos invita a reflexionar.
“Nuestro Padre Pérez pasó por muchas vicisitudes y avatares a lo largo de sus años de vida religiosa. Ahora recuerdo uno de los momentos más interesantes que podría servir perfectamente para iluminar la práctica de eso que -en la teología de esta vida más prodigiosa que religiosa- se llama el discernimiento. O mejor, para usar bien el palabrón teológico, “el proceso de discernimiento”. Pero vamos a la historia que es lo más interesante.
Por aquellos años, el Padre Pérez vivía en una pequeña comunidad de composición un tanto heterogénea. Algunos de los miembros eran estudiantes a un año de ordenarse. De esos que todavía llevan en la sangre el ardor de la juventud y creen, ilusos ellos, que en una comunidad basta con hablar claramente los problemas para lograr soluciones justas, reales y eficaces. Pobrecillos. No se habían enterado de que tanto en la vida religiosa como fuera, lo que más gusta a las personas es marear la perdiz, pero sin ninguna intención real de pillarla. No habían descubierto todavía que lo que hacen muchos frailes, y me atrevería a decir que especialmente los superiores, y más cuanto más alto su nivel, suele ser el dejar las cosas como están para ver como quedan. Con el tiempo lo descubrieron y también el Padre Pérez. Pero eso es otra historia que nos desviaría de la nuestra.
El resto de los miembros de la comunidad eran padres provectos y maduros que se supone atendían un poco la pastoral juvenil de la provincia y otro poco la formación de aquellos estudiantes ya a punto de convertirse en presbíteros. Completaban la comunidad dos hermanos. Uno ocupado en una oficina provincial y otro encargado de la cocina y de las demás ocupaciones de la casa. Los dos gente -sencilla y con un modo sencillo de ver y decir las cosas-.
Ya presentada la comunidad, hay que presentar el contexto histórico, lo que iluminará mucho el entendimiento de los lectores sobre la historia que vamos a contar. Eran los tiempos en los que la televisión, ese hermoso aparato o caja tonta que acompaña tantas horas a los que vivimos en este mundo, se había generalizado. Estaba presente en todas las casas y, a decir la verdad, se conseguía más quórum en torno a ella que en los laudes comunitarios. Para verla se reunían los miembros de la comunidad prácticamente todas las noches del año para divertirse con películas de bajo contenido evangélico y alto contenido de violencia además de unas gotitas de sexo más adivinado que visto. Aquella televisión era en blanco y negro. No había dado más de sí la tecnología hasta aquel momento.
Pero, decididos los japoneses y americanos a aumentar sus ventas y, por tanto, sus beneficios, habían empezado a salir al mercado, hacía ya más de un año, las primeras televisiones a color, a todo color. A partir de aquel momento y por un tiempo, el mundo dejó de dividirse por motivo de la raza, la lengua, la cultura o la religión. El mundo se dividió entre los que tenían televisión en color y los que aún seguían enganchados a sus antiguas televisiones de blanco y negro. Muchos, sobre todo los que andaban cortos de recursos monetarios, o sea la mayoría, pensaban que no valía la pena gastarse el dineral que costaban aquellas primeras televisiones en color. La división afectó a las mismas familias cuando los hijos o la esposa descubrían que los compañeros del cole o la amiga con la que tomaba el café ya tenían el nuevo artefacto en su casa. Los conflictos subían de tono, las malas caras eran constantes, hasta que el pobre padre de familia se veía obligado a comprar la tele en color, aunque para ello tuviese que empeñar los ahorrillos que tenía para el siguiente verano o dejar de ir al fútbol durante los próximos nueve meses.
En la vida religiosa este tipo de conflictos suelen llegar más tarde. Nuestra ya conocida austeridad y voto de pobreza hace que en un principio nadie se atreva a plantear semejantes compras. La mayoría suelen esperar a que sean otros religiosos u otras comunidades los que planteen la cuestión o se atrevan a tomar la decisión. De esa forma si llueven palos, uno se libra de ellos. Mientras tanto hay que proceder de acuerdo con las normas que están en el “Manual Básico de Sobrevivencia para Religiosos”. En la página 232 se indica la rutina a seguir en un caso de estos. La táctica, seguida por muchos, aunque no por el Padre Pérez, demasiado inocente y honrado para tomar esos caminos intermedios, consiste en buscarse unos amigos o unos primos a los que ir todas las tardes de los domingos para ver el partido de fútbol o la peliculilla de turno.
(Es de observar como algunos religiosos parece que disponen siempre de unos primos misteriosos y suficientemente adinerados, capaces de proporcionarle al religioso todos los bienes que la comunidad, afectada por el voto de pobreza, no puede proporcionarle. En los mejores casos, esos primos son capaces de proporcionar hasta coches ya matriculados y con todos los gastos pagados y en los peores unas copazas de whisky de esos de “twelve year old” que ni por asomo se pillan en el refectorio comunitario).
Pero esas técnicas de dilación sólo consiguen dilatar la llegada de esos conflictos a la vida religiosa. Su arribo se suele producir unos cinco o seis años más tarde que en el mundo exterior. Pero llegan. Y los problemas se plantean. En general, la discusión suele empezar con una negativa por parte del ecónomo. Suele aducir que esa partida no se incluyó en el presupuesto y cosas parecidas. Así fue en la comunidad del Padre Pérez. Los padres más provectos, educados en la austeridad más extrema empezaron a contar las requeté-sabidas historias de cómo vivían ellos cuando estaban en aquellas casas de formación que tenía la orden poco después de la guerra, cuando todos pasaban hambre y sobrevivían con un chusco de pan y un poco de queso “donado por el pueblo americano”. En general, casi nadie los escuchaba, siempre contaban lo mismo, aunque todos esperaban con paciencia a que terminasen de contar sus batallitas.
Los jóvenes, por su parte, querían marcha y se dividían en radicales y liberales. Los primeros hablaban de opción por los pobres y decían que no estaban dispuestos a admitir semejante dispendio que les alejaría definitivamente de la causa de los pobres y… Después continuaron con un discurso semi-teológico-sociológico-político que casi nadie fue capaz de seguir pero que venía a afirmar que todos los que no pensasen como ellos eran traidores a la causa de los pobres. Todo ellos mientras fumaban sin parar llenando de humo la habitación y obnubilaban la mente de los oyentes, imposibilitados así de seguir su difícil razonamiento. Los padres provectos los miraban asustados y pensaban que la congregación no tendría futuro si esos jóvenes llegaban a ordenarse pero que tampoco se podían oponer mucho a ellos porque serían los encargados de cuidarles en su vejez.
Los otros jóvenes, es decir los liberales, pedían a gritos la televisión en color. Pensaban que la vida religiosa debía acomodarse al mundo, debía entrar en contacto con el mundo real. Si se terciaba, eran capaces de citar el comienzo de la Gaudium et Spes, aunque no mucho más porque era de dudar que la hubieran leído. Con sus pelos y sus vaqueros raídos exigían además la compra de la televisión en color por motivos estrictamente pastorales. Por esa razón ya se habían comprado algunos de ellos unos hermosísimos radiocasetes-estereo con motivo de su profesión perpetua. Parece ser que esos aparatos son siempre necesarios para la pastoral. Los padres provectos pensaban que ellos no habían necesitado más que una pluma y unos papeles para preparar sus catequesis y que una pizarra y un poco de tiza habían sido todos los medios pedagógicos que habían usado. Y había sido suficiente, ¡qué carajo!
Los únicos que guardaron silencio fueron los dos hermanos. Se veían oprimidos y carentes de palabra ante aquellos hombres, tanto jóvenes como mayores, que habían estudiado tanto. En el fondo los despreciaban un poco. Siempre les podían acusar de que con tantos libros se olvidaban de vivir en la realidad de la vida. Ellos funcionaban más al nivel del resto de los mortales. Y sabían que la discusión sobre la televisión en color era ya historia pasada en la calle. Y los dos tenían ganas de comprarla. Pero cualquiera se atrevía a decirlo. Como tantas otras veces, guardaron silencio. Sólo el que trabajaba en la oficina provincial, haber dejado los fogones por la mesa de trabajo le hacía sentirse un poco más a nivel con los “curas”, osó intervenir en favor de la compra de la televisión simplemente porque se veía mejor que la de blanco y negro. Sabía que otros le apoyaban, pero nadie dijo nada. Y su voz se quedó aislada en aquel coro de razones teológicas y espirituales a favor y en contra de la televisión en color”.
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