Nuestro cuerpo es el espacio y la mediación de nuestra aventura. Nuestro cuerpo, a veces tan fuerte y otras tan débil, en ocasiones tan previsible y en otras tan sorprendente, tan cómplice en momentos y tan rebelde acto seguido… nuestro cuerpo nos define, configura nuestra vida.
Y ante nuestro cuerpo… los otros cuerpos. Todos ellos móviles, itinerantes, expresivos, portadores de buenas y malas noticias, creando relaciones o rompiéndolas. Acerquémonos al misterio del cuerpo humano, en el que se configuran las formas de vida humana y cristiana.
1. El cuerpo no es una realidad que tenemos, sino que somos, que vamos siendo. El cuerpo desea salir de sí para entrar en comunión y transmitir el misterio que en él acontece, las memorias que en él se graban. El cuerpo se revela a través del rostro y de la mirada. En él se hace epifánica la persona, el espíritu del que procede.
2. La vocación de comunión y comunicación del cuerpo se realiza paso a paso. Cada gesto tiene su razón de ser. Puede suponer un avance o un retroceso en el camino de integración. El lenguaje del cuerpo puede ser enormemente significativo y sacramental. Y concede al lenguaje de la palabra una fuerza y hondura enormes.
3. El lenguaje del amor hace próximos a los cuerpos humanos. Es un lenguaje que puede tener diversas intensidades y ser expresión de mayor o menor compromiso. Cuando el lenguaje adquiere cotas de gran intimidad y compromiso se abre al establecimiento de una forma de vida en comunión estable y en fecundidad multiforme que llamamos «matrimonio» o “esponsalidad”.
4. Hay una forma de vida –la monástica, la celibataria– en que el cuerpo prescinde del lenguaje de la intimidad. La castidad y el pudor se caracterizan por señalar una distancia, la trascendencia del otro. En este caso el cuerpo asume un lenguaje sobrio, pero en el que se resalta más el lenguaje del don que del deseo.
5. El lenguaje del cuerpo ha quedado pervertido a causa del pecado: de ahí surge la ambigüedad de sus gestos. El cuerpo, al perder su inocencia, deviene también instrumento de muerte, de predominio y hasta de violencia. Por eso, los casados padecen tribulación en la carne (1 Cor 7,28) y los célibes pueden arder. Quienes se sienten agraciados con el carisma del celibato o de la castidad (tanto esponsal como celibataria) resaltan con especial intensidad que su cuerpo ha sido rescatado por el Señor y que es para el Señor.
6. El cuerpo humano expresa en su relacionalidad con los otros la vocación del espíritu humano al amor. Hemos sido creados para amar. Esta vocación al amor es unitaria, pero reviste varias formas: afectiva, amigable, erótica y caritativa. Según se acentúe una u otra dimensión del amor –como principio definitorio de la vida– surge una forma de vida y otra. Todas las dimensiones del amor están presentes en la vida humana; pero en el arte de amar, según la propia vocación, se incluye la capacidad de integrar en la dominante las demás dimensiones. En la actual configuración del matrimonio en Occidente, predomina como elemento definitorio, la pasión amorosa. En el celibato, como forma de vida, el amor de caridad.
7. Las diferentes formas de vida cristiana no se explican únicamente como formas diferentes de vocación al amor. Existe una vocación al amor porque se ha producido antes, una experiencia de seducción de la Belleza. La teología de la Belleza nos indica que la seducción de la belleza puede configurar la existencia humana –¡seducción del Todo en el fragmento!–. La pasión amorosa es el resultado de la seducción de una belleza particular, que se torna imprescindible para la vida y la define totalmente. También se da una pasión amorosa por Dios, que se torna totalizante y que nace de la seducción de la Belleza de Dios, percibida en la paradójica pequeñez de lo humano e incluso de los pobres.
8. El principio de distinción entre la forma estable de vida en matrimonio y en celibato no está en el qué, sino en el cómo. Ambas formas de vida se realizan en el cuerpo; ambas formas de vida se realizan como vocación al amor; ambas formas de vida se despliegan desde la seducción de la belleza.
9. La castidad es aquella virtud que acepta, asume, venera al alteridad del otro, el misterio del otro, la sacralidad o santidad del cuerpo humano. Es una virtud absolutamente necesaria “para todos”.
10. No son nuestras normas culturales o grupales aquellas que dicen aquello que ha de ser y vivir el cuerpo. Es el cuerpo, en cuento misteriosa encarnación del espíritu, de la persona o de la esencia el que sorprende a la humanidad con su imprevisible apariencia, actuación y haz de relaciones. Como el cuerpo de Jesús… ¡tomad, comed, esto es mi cuerpo! O la afirmación contundente de Pablo: ¿No sabéis que vuestros cuerpos son templo del Espíritu? o aquella otra: ¡Sois el cuerpo de Cristo!
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