El encanto de la vida religiosa: ¿pérdida u ocultamiento?

vida_relLa vida religiosa en todas sus formas (monástica, conventual, apostólica, laical y clerical, femenina y masculina) puede ser representada como una “anciana” que todavía se mantiene en vida, que tiene bien la cabeza y el corazón -aunque en ocasiones se vea reducida en su capacidad de acción o movilidad y se muestre frecuentemente cansada. Se trata de una “anciana encantadora” que no ha perdido su misteriosa capacidad seductora. Es cuestión de percibirla.

Es cierto que cuando ella o asume una “nueva” forma (nuevas fundaciones) muestra sin ambages su encanto y encandila. No así, cuando se vuelve repetitiva, acostumbrada, rígida y ciega.

Son tales las expectativas que esta forma de vida suscita en quienes nos sentimos llamados a ella, que fácilmente pasamos del encanto al desencanto, de la felicidad a la frustración, de la valoración al desprecio. Y ello se debe, no a la pérdida de encanto, sino más bien a su ocultamiento. 

Pérdida de encanto

No podemos negar que la vida religiosa o consagrada está sometida a una comprensible pérdida de encanto. Lo que envejece, pierde flexibilidad, enferma… no tiene como es obvio el encanto de la infancia, la juventud o la madurez esplendorosa. La vida consagrada no está exenta de las leyes de la biología. Existe una curva vital que afecta a toda realidad humana, sea individual, sea colectiva: se nace, se crece, se llega a un tope, se decrece y se muere. Nuestra existencia se despliega entre el amanecer y el atardecer, entre la aurora, el esplendor y el ocaso. Así es la existencia humana y no hay de darle más vueltas.

Todo instituto de vida religiosa o consagrada está sometido a esta curva vital. A ninguno de ellos le ha sido prometida la gracia de la inmortalidad.  Por eso, los institutos nacen, crecen, decrecen y mueren. Quienes observan este fenómeno desde la historia y la sociología suelen hablar de una media de trescientos años para todo el proceso, desde el nacimiento hasta el ocaso. Esta norma se ha visto desmentida en algunos casos.

Un instituto cuando nace tiene la energía sorprendente de la semilla; pocas personas llevan en sí mismas el encanto de un futuro posible: cuando un instituto está a punto de morir, decenas y centenares de personas llevan en sí mismas las señales del más profundo desencanto. Y es que la curva vital es irreversible.  En la parte ascendente de la curva hay ilusión, capacidad creadora, sueños, fe en la superación de las adversidades. Cuando se consigue el tope del éxito, se inicia el descenso. Surgen dudas, controversias, divisiones, enfrentamientos, se pierden fortalezas. La institución mantiene lo que el carisma está perdiendo. Así se llega a lo insostenible, a las decisiones drásticas, a la esterilidad carismática y… al fin.

Esto que es teoría sociológica, ¿se está dando actualmente en la vida religiosa o consagrada? ¿Se detecta en la vida consagrada de comienzos del siglo XXI una seria pérdida de encanto y vitalidad? Yo creo que no -en la vida consagrada en cuanto tal-, por lo que diré después. Pero sí, se está produciendo un ocultamiento y una pérdida de campo de visión que tiene efectos negativos. Y también es posible que en algunos grupos se esté llegando a una situación de metástasis y muerte; pero no es un diagnóstico válido para el conjunto. 

Quienes se desencantan están equivocados: no tienen razones para ello. Pero esa equivocación se debe a que quienes pertenecemos a organismos un poco envejecidos:

  • No acabamos de comprender y disfrutar la necesaria biodiversidad de las personas que los formamos: fácilmente la diversidad se convierte en motivo de enfrentamiento manifiesto o solapado, de crítica corrosiva o de murmuración compensatoria; al no “comprender” el ser distintos, se estrecha el espacio de nuestra alma (de la magnanimidad pasamos a la pusilanimidad), nos volvemos incapaces de acoger lo diferente y convertimos en motivo de lucha aquello que nos habría de llevar al diálogo de vida, a la tolerancia y mutuo respeto, a la armonía. No resulta encantadora una comunidad de personas enfrentadas, en crítica o murmuración permanente, divididas en facciones.
  • Reducimos nuestro campo de visión excesivamente al lugar en el que estamos y a las actividades que desarrollamos; olvidamos nuestra condición de “cuerpo en misión”; no nos sentimos implicados en la actividad del cuerpo, que nos parece “extraña” a nosotros y no nos compensa; ahí surgen resentimientos en quienes en otro tiempo fueron “mucho” y ahora son “nada”, recelos -cuando no envidias- ante quienes ahora son protagonistas pero “con otro estilo”. No resulta encantadora aquella comunidad en la cual estos normales sentimientos no son comprendidos, atajados y superados.
  • Vamos perdiendo el frescor de la fe y entramos o en la “rutina religiosa” de normas que hay que cumplir , pero que no revitalizan el corazón ni las relaciones, o en la “anomía religiosa” de quienes desprecian o no valoran los actos comunitarios de oración, el estilo “religioso” y “creyente” de vida, la fuerza de la reconciliación. Surgen de ahí comunidades sin encanto espiritual, si mutuo estímulo en el seguimiento de Jesús, sin influencia positiva en la misión.
  • Confundimos el crecimiento del número de personas enfermas, limitadas e imposibilitadas o jubiladas en su servicios institucionales, con el deterioro carismático, cuando no debiera ser así: ese acercamiento al “gólgota” individual acrisola a las personas, las vuelve más abiertas a la Gracia, se convierte para no pocas de ellas en un “kairós” purificador y unificador. La pérdida del orden exterior no le quita encanto a la aparición de la pobreza, de la necesidad permanente. ¿No tenía encanto ver a Jesús rodeado de tantos enfermos y personas que le suplicaban?
  • Hay cansancio en la vida consagrada: en unos casos porque nos ha tocado vivir una etapa de la vida consagrada de auténtica refundación institucional, pastoral o misionera, motivada por el Concilio Vaticano II, o porque cuando las fuerzas del conjunto flaquean, hay grupos de personas que se ven sobrecargadas con la herencia recibida. Los síntomas de cansancio son muchos y, por eso, es frecuente escuchar a nuestras hermanas y hermanos añorar “un descanso”, un “sabático” que los desacelere y haga reposar, pero no allá en el cielo, sino aquí en la tierra.

 A la vida consagrada no le falta encanto, aunque haya entre nosotros personas desencantadas. Pero hay que decirles a ellas, o a nosotros mismos -cuando lleguemos a esa situación- que no hay motivos para ello.

 Cuando el encanto se desvela y sale de su ocultamiento

No pensemos en edades, en números, sino en personas. La que mal llamamos “vida consagrada” –pues consagrada es toda forma de vida cristiana- está formada por un conjunto de biografías en las cuales la Alianza con Jesús es el punto neurálgico y central. Tenemos la gracia de vivir intensamente la fraternidad, la sororidad.

El individualismo encuentra entre nosotros muchas resistencias. Solo hay que ver las veces que nos reunimos, que planificamos juntos, que realizamos proyectos, que pensamos juntos, que nos elegimos democráticamente. Nuestras economías son cada vez más transparentes, nuestros bienes más compartidos y nos vamos sintiendo cada vez más co-rresponsables de su adminitración. La oración comunitaria -que jalona nuestros días- enciende nuestro deseo personal de encuentro con Jesús.

En estos últimos años representantes de nuestros grupos se han reunido para imaginar el futuro, hacer proyectos viables, soñar la misión y la vida en tiempos de posmodernidad y globalización. Hemos sentido una llamada muy fuerte a descubrir nuestro lugar dentro de la profecía cristiana.Tenemos sueños imposibles. ¡Eso son nuestros carismas colectivos! Nos sentimos pescadores de hombres, pero son muchas las noches en las cuales no pescamos nada. Por eso, cuando Jesús realiza sus milagros no salimos de nuestro asombro y no sabemos cómo agradecérselo. Nos ha dicho “rema mar adentro” y hemos dejado nuestras “orillas” en las que nos sentíamos seguros, para entrar en lo desconocido: nos hemos vuelto seres que buscan la liminalidad del océano profundo, nos hemos salido a veces de las aguas territoriales, hemos entrado en zonas muy inseguras del cuarto mundo, de otros mundos. Nos hemos sentido poco acompañados, a veces hasta nos ha parecido que se perdía la empatía con nuestra forma de ser y soñar.

Nos apasiona, y cada vez más, la Palabra de Dios. Ella es nuestra norma, nuestra constitución fundamental. Por eso, somos de aquellos que junto al lago se han sentido cautivados por el Jesús que proclama la Palabra. La Biblia no apasiona como nunca. Ella ilumina nuestros pasos. Las biblias de las personas consagradas están llenas de señales, subrayados, memorias vitales…  El rezo de los salmos en nuestra propia lengua ha interiorizado esta oración bíblica en nuestros corazones. Con ese lenguaje expresamos frecuentemente nuestros más ocultos sentimientos. Los salmos nos apaciguan y serenan, nos impulsan y entusiasman, nos suplen cuando el corazón está seco.

La Palabra nos lleva a confiar mucho en el Señor. Él está haciendo que una pesca abundante esté aconteciendo en lugares hasta ahora estériles. Yo contemplo pasmado con qué fuerza surge esta forma de vida en las jóvenes generaciones vietnamitas, chinas, tailandeses, coreanas, filipinas, indonesias… congoleñas, sudanesas, angoleñas…. La llamada vieja vida religiosa europea no ha perdido su encanto. Es más apreciada de lo que parece. Cuando un anciano religioso o religiosa se va, hay lamento, hay vacío. Quienes piensan que esto se acaba, no tienen fe en el Espíritu; quienes dicen amar la vida religiosa, pero desconfían de los religiosos y religiosas, de lo que son y lo que hacen, se distancian mucho del corazón de Dios. Nos quieren refundar desde una espiritualismo que en nuestro discernimiento hemos ya desechado; desde un formalismo que en nuestro discernimiento nos parece enemigo de la caridad, de la igualdad fraterna. Nosotros hemos conocido el Amor y el Amor nos dice que entre nosotros no debe haber distinción de culturas, de género, sino ser uno en Cristo Jesús.

Creemos muy seriamente en la presencia del Espíritu, nuestro Abogado. Por eso, las dificultades no nos echan para atrás. Hay personas que son estrellas fugaces. Nuestros institutos tienen años luz. Nos identificamos aquello que dijo el Cardenal Martini, comentando las tres negaciones de Pedro: “como Pedro nosotros no nos presentamos como ejemplos de perfección; pero sí como ejemplo de personas agraciadas con la Misericordia”. No queremos apropiarnos de nada. Preferimos compartirlo todo. Poco a poco nos hemos ido curando de nuestros colectivismos individualistas. Pero esto no nos hace perder identidad. Basta conocer de verdad nuestro corazón para ver que ahí hay una marca carismática indeleble.

En este último tiempo han muerto religiosos a quienes quiero rendir homenaje. Madre Estefanía, Hermano Javier y Padre Pablo, Domingo Moraleda… . Madre Estefanía es una “hermana” que por su energía y ánimo, su pasión evangelizadora, su caridad hecha hospitalidad llegó a ser reconocida por todos como “madre”: Mostró cómo una mujer puede gestionar comunidades en los cinco continentes y desde las comunidades grupos humanos de los más pobres entre los pobres. Era una mujer que no veía por ninguna parte el derrumbamiento de la vida religiosa, sino su re-nacer y su ramificación en todo el mundo. El hermano Javier, era “el hermano” por excelencia. No quiso otro título. Se presentaba humilde, servicial, amable, inteligente. Los pobres lo buscaban constantemente. La gente sencilla se confidenciaba con él. Se volvió oración. Entendía la juventud. No cayó nunca en el partidismo político, tan frecuente hoy en algunos sectores eclesiásticos. Valoró la juventud en la vida religiosa y confió en ella. Le encantan los toros y los sanfermines, y algunos programas de televisión. En él la vida religiosa se hizo santidad de nuestro tiempo. El Padre Pablo fue misionero en Filipinas (maestro de novicios, provincial), después misionero en Indonesia. Redescubrió el “apostolado de los pies”. Por algo Jesús, “lavó los pies a los discípulos” en la última Cena. Quien se dedicó al principio a ilustrar las cabezas, acabó siendo el misionero de los pies. Dedicaba horas y horas a la reflexoterapia. Era doctor, poniéndose a los pies. Yo también disfruté de sus manos que todo lo curaban, porque estaban conectadas con un corazón que todo lo creía y esperaba. Ahí, a los pies de la gente más pobre, él era presbítero, confidente, evangelizador, más que amigo. Se desvaneció mientras celebraba la Eucaristía última del Año. Su espíritu se despertó en una gran comunidad de gente que lo amaba y había recibido su influjo. Domingo se convirtió en uno de mis mejores amigos. Recibí de él la fuerza de la misión, ¡la misión ante todo! Soñaba evangelizar el mundo… especialmente Asia. Fundó el Instituto de Vida Consagrada para Asia (ICLA) y lo hizo famoso en toda Asia en un tiempo record. Allí enviaron los obispos de Vietnam, China, India, Bangladesh, Indonesia, Thailandia, Myanmar, Islas del Pacífico… sus jóvenes para que se formaran en el espíritu misionero, en la espiritualidad y en la vida consagrada. Murió apocalípticamente, el día de Todos los Santos y dejó tras de sí un reguero de vida y pasión. Estefanía, Javier, Pablo, Domingo, son cuatro dones del Espíritu. Y, como ella y ellos, tantísimas otras personas que podrían hacer interminable este párrafo.

Así es la mal llamada “vida consagrada”: un tejido de biografías, de historias, en las cuales el Espíritu va haciendo sus “silenciosas” maravillas. Es un grupo histórico que nunca como ahora está obedeciendo a la Palabra, que se proclama abundantemente en las comunidades. Y es que la Palabra es poderosa, es transformadora, como una espada de doble filo. Es que la Palabra de Jesús es la causa de nuestra forma de vivir. Es la causa de nuestro deseo permanente de trans-formación.

El encanto de la misión

Quienes formamos parte de la vida consagrada apostólica no somos ciudadanos de una ciudad, diocesanos de una diócesis, habitantes de una casa. El que nos eligió, lo hizo “para que vayamos…”, “para enviarnos…”. Somos itinerantes, seres limítrofes, samaritanos por los caminos del mundo. Hay gracia suficiente para llenar de sentido la vida.

El Espíritu que nos habita es el Espíritu de la verdad. A Él nos confiamos cuando discernimos la misión a la que nos envía. Es admirable ver cómo se entreteje y configuran los diversos proyectos misioneros ´-cuando nos abandonamos al protagonismo del Espíritu-. Surgen por doquier comunidades de acogida, o comunidades-presencia en los más remotos puntos de la geografía.  La creatividad de los individuos se pone al rojo vivo y emergen entonces las iniciativas más insospechadas en el ámbito del arte, de la ciencia, de la espiritualidad, del ciberespacio, de la promoción humana…

Tomamos conciencia, progresivamente, de que la misión no nos pertenece. Somos nosotros quienes pertenecemos a la Misión. Es la Misión la que nos construye y configura y no nosotros quienes hacemos la misión. Y es que se va imponiendo entre nosotros la conciencia de la “missio Dei”, de que son Dios Padre y Jesús Resucitado por medio del Espíritu Santo quienes realizan la misión “hoy”. Nosotros queremos ser humildes colaboradores y colaboradoras. Es esencial para la vida consagrada el discernimiento de espíritus, para actuar allí donde el Espíritu la guía.

Por eso, la misión tiene un encanto especial. Uno no es dueño de su destino. Se deja llevar por el Viento del Espíritu en cada tiempo, en cada circunstancia. La misión es más mística que ascética, más pasión que acción, más milagro que proyecto bien logrado.La persona que tiene conciencia de haber sido llamada a participar en la “missio Dei” sabe que sólo “el envío de Dios” ha de marcar su agenda y su actuación: por eso, para y cesa su actividad cuando no le es requerida, se despide cuando se le retira la misión, no se entromete allí donde Dios no la envía, se pone inmediatamente en movimiento cuando reconoce una voluntad de Dios sobre su vida. ¿No es encantadora una vida así, marcada por la gracia y no la necesidad, orientada por el misterio y no por el vano realismo?

No hay jubilación en la misión profética y testimonial. Hay profecía en la juventud y en la ancianidad, en la salud y en la enfermedad, en el fracaso y en el éxito. Se puede ser testigo en toda circunstancia: basta con tener la experiencia del Misterio de Jesús Resucitado para poder testificarla. La persona consagrada puede ser testigo sufriendo, muriendo o en ese lento martirio-testimonio de la vida ordinaria.

La vida consagrada tiene el encanto de la misión cuando es contemplada desde “la otra dimensión”: no del trabajo, ni del empleo, no de la productividad ni de la eficiencia, sino del “envío”, de la “pasión”, de la “gracia” de hacer algo de Dios presente en nuestra comunidad humana, en nuestro planeta.

El encanto de la comunión

No deja de tener su encanto también la pertenencia a una comunidad humana trans-nacional, trans-continental, trans-racial, trans-cultural. La vida consagrada, por un extraño milagro, se va tejiendo a través del atractivo que la vocación carismática ejerce en personas de diferentes naciones, culturas, lenguas, continentes.

Cuando la comunidad local es vista desde la perspectiva de todo el instituto, se descubre que ella es únicamente una parte del cuadro total. En el conjunto global de todas las comunidades en conexión se percibe el diseño carismático que abraza la geografía de nuestro planeta. Lo que no se ha logrado todavía en la configuración política y económica del mundo, se anticipa ya en los institutos religiosos: comunidades de hombres y de mujeres que superan todas las barreras políticas y que se reúnen como hermanos y hermanas para decidir un destino y un proyecto común.

Nuestras comunidades no se sienten ligadas a un preciso lugar, nación o grupo humano. Sólo la misión carismática justifica su presencia. Por eso, la movilidad carismática ha llevado a desplazamientos, des-ubicaciones llamativas, opciones muy serias. En pocos años, la geografía de los institutos religiosos se transforma y los grupos comunitarios quedan refundados.

El cambio de hermanos o hermanas de comunidad nos obliga a un constante replanteamiento de nuestras relaciones, de nuestra convivencia, de nuestra aportación a la gran comunión del instituto. Como vemos, se trata de una forma de vida bastante alternativa dentro del conjunto de la humanidad.

El gran objetivo de la comunión global de un instituto no es la creación de un organismo aislado e independiente, sino de un organismo inserto en otro macro-organismo que es la Iglesia –Cuerpo de Cristo-, que es la humanidad y la tierra de los vivientes –espacio del Reino de Dios-. Queremos ser un microorganismo revitalizador, positivo, regenerador y no un agregado enfermizo o vírico. Por eso, que nadie se extrañe si nuestra comunión interna queda siempre relativizada ante un proyecto de comunión mayor que nos conecta con las iglesias particulares y la iglesia mundial, con la humanidad y la tierra y sus grandes causas.

El encanto de la Espiritualidad

Las generaciones actuales tienen sed de mística y de absoluto. Por eso, los jóvenes van a menudo a satisfacer su sed a diversas formas de pseudomística política (antiglobalización, “otro mundo es posible”, “podemos”), religiosa, deportiva, artística. …  Estamos buscando a Dios. Pero ignoramos el camino. Y quienes lo conocen están escondidos. No son visibles en esta sociedad nuestra.

¿Cuál es el camino hacia la mística? Nuestras grandes familias espirituales nos quieren conducir a la unión mística, nos indican qué hacer después de la segunda conversión, cuando uno decide vivir la vida perfecta, la vida de amor, la vida maravillosa en el “rayo de tiniebla” (Dionisio el Areopagita). Llegar a la unión con Dios y su voluntad, con el Absoluto, con el Misterio, implica –así mismo- llegar a la unificación. Todo lo que en nosotros está dividido, quebrantado, pluralizado, se vuelve en la mística unificación, integración. Lo diabólico en nosotros divide, nos hacer “ser legión”. Lo divino nos unifica, nos lleva a la unidad. A esta meta intentan conducirnos los caminos de espiritualidad.

Por eso, nos preguntamos, ¿cuál es hoy, en la sociedad de la información, el camino para la unión con la voluntad de Dios, la integración unificadora de todo lo que acontece en nosotros? El camino hacia la mística es uno solo: la oración y el abandono en la voluntad de Dios. Santa Teresa de Jesús decía que para la unión con Dios ¡solo hay un camino! “Es la oración y si se os indica otro, se os engaña” (Camino de Perfección, cap. 23). Pero, sigue diciendo Madre Teresa de Ávila que el objetivo de la oración no es “colmar al alma de delicias”. Eso sería un error profundo. El objetivo de la oración es el de siempre: “producir obras y aún más obras”. Dios llama a la mística a todo el mundo. Teresa de Jesús decía: “Si su banquete no fuera para todos, no nos llamaría a todos”.

¡Todos beberán del agua viva!  San Agustín hizo notar que todos pueden alcanzar la perfección, pero son raros lo que quieren. Eso sí, los que quieren suelen ser personas insatisfechas, fracasadas. Aquellos que quieren, se reconocen débiles, imperfectos, incapaces de salir de su miseria. Suelen ser violentos buscadores de lo absoluto. Se espera el “fiat” de estas personas. El gran teólogo Karl Rahner esperaba para el siglo XXI una generación de místicos: “el cristiano del mañana o será místico, o no será nada”. Y Henri Bergson decía “llegué a la conclusión de que el verdadero superhombre –al que Nietzsche se refería- es el místico… pero con una diferencia: se siente el superhombre pero no saca de ello ningún orgullo, porque él siente que por sí mismo no sería nada”.

Entre estos caminos de espiritualidad reconocemos que la vida consagrada dispone de maravillosos caminos, recorridos por quienes nos han precedido. Es cierto que hoy debemos re-inventarlos dentro del nuevo panorama mundial y del cambio de época que estamos viviendo. En un cambio de época, como el que estamos viviendo, la espiritualidad necesita ser re-enfocada y re-discernida. Es “belleza siempre antigua” pero también “siempre nueva”. Pero la gran cuestión que se nos plantea no es “el qué”, sino “el cómo”. Y nuestra pregunta se vuelve plegaria: “Veni, sancte Spiritus!”. El Espíritu Santo nos ayuda a re-enfocar, re-discernir, re-crear la espiritualidad que hoy se nos concede.

La espiritualidad y la mística tienen el encanto de todos los encantos, la gracia de todas las gracias. De hecho, ante ese misterio todo el mundo se inclina. Ese es el tesoro que tenemos al alcance de la mano en cada uno de nuestros institutos. Con la ventaja, de que las mayores dificultades se convierten en camino que hace posible la mística.

 

Conclusión

La vida consagrada nace de la gracia, tiene gracia y hace gracia. En ella se encuentra la gratuidad por todas partes, el encanto de Dios la envuelve. Pero no es accesible a cualquier mirada. Es preciso situarse en otra dimensión. Como en esos libros del “ojo mágico” es preciso mirar a la distancia adecuada y enfocar la visión desde una angulatura precisa. Cuando es así, uno ve en relieve un maravilloso espectáculo que a primera vista parecía un jeroglífico.

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