CUANDO LOS SACRAMENTOS CONFIGURAN EL JUNIORADO

alfareroLa etapa del juniorado requiere una especialísima atención. Sean muchos o pocos quienes comparten esa etapa del camino de iniciación en la vida consagrada, lo cierto es  que para recorrerla con garantía y fecundidad es necesario apuntalar la vida espiritual, para que ésta no se derrumbe ante los primeros embates. El junior o la juniora después de su primera Alianza -como Jesús después de la bellísima experiencia del bautismo en el Jordán- quedan colocados en una zona desértica, peligrosa, en la cual los “malos espíritus” actúan con sagacidad y astucia, para poner en crisis la vocación o para dejarla marcada y deteriorada para el futuro. Para resistir es necesario revestirse con la armadura de la fe. En esta reflexión quiero apuntar sólo a un aspecto dentro de la formación que tiene una importancia única: la vivencia sacramental y litúrgica.

1. El Juniorado como etapa mistagógica

La “mistagogia” es en la teología de los sacramentos aquella etapa posterior al bautismo, en la cual los neófitos –recién bautizados- son introducidos durante los ocho días de la semana después de la Pascua en los misterios de nuestra fe. Se hicieron famosas las catequesis mistagógicas de san Cirilo de Jerusalén. Ellas fueron un ejemplo de cómo hacer gustar a quienes se habían bautizado de los misterios de Jesús que se celebran en los sacramentos de la Iglesia. Es interesante recordar que para la Iglesia primitiva decir “misterios” era referirse, ante todo, a los misterios litúrgicos de nuestros Sacramentos. La Iglesia latina prefirió la palabra “sacramento”. Pues bien, esa introducción en los misterios era dirigida y orientada por un mistagogo. El mistagogo o la mistagoga es más que un catequista. Se trata de una persona sabia y con experiencia de los Misterios de Dios, que acompaña al recién iniciado en su camino de espiritualidad. Se está introduciendo cada vez más en la Iglesia católica la praxis de la mistagogia. Lo cual es un gran regalo para la misión pastoral de la Iglesia.

Pues bien, este concepto teológico-práctico de “mistagogia” expresa –a mi modo de ver- lo que debe ser la etapa formativa del juniorado: un tiempo para la mistagogia, o introducción vital en los misterios –en especial el misterio de Dios tal como se manifiesta en el carisma del Instituto y de la Vida Consagrada-, acompañada y orientada por auténticos mistagogos o mistagogas.

Así como los neófitos celebraron en la Vigilia Pascual su iniciación cristiana a través del Bautismo, de la Confirmación y de la primera Eucaristía, así también nuestros juniores/as celebraron ya su Alianza con nuestro Dios y nuestros Institutos el día de su profesión primero.

El tiempo de juniorado podría ser considerado como la etapa formativa en la cual han de profundizar en el misterio de su profesión. Y dentro de este proceso mistagógico, tiene una importancia especial la vivencia de los sacramentos, como núcleo de toda la vivencia carismática.

Configurar el tiempo de juniorado como “mistagogia” nos hace ver que no basta hacer de esta etapa un tiempo para el estudio, o para el trabajo apostólico. Debe ser una etapa de profundidad, de gusto por el misterio que el carisma ofrece, de catequesis en la práctica, en la vivencia, en la celebración misma. La vivencia de los Sacramentos es central en esta etapa formativa.

2. El sistema sacramental de la Iglesia como bio-sistema o bio-topo

Es importante que nuestros juniores/as recuerden que han sido llamados por Jesús a “entrar en la vida”, a “vivir abundantemente”. La oferta de Jesús no es muerte, sino vida; y si hay poda, es para vivir más espléndidamente. Por eso, hay que descubrir en qué consiste el sistema sacramental como sistema de “vida”. Lo que da “vida” no es la exterioridad del rito o la celebración, ni las dinámicas que empleamos…. Aunque ello favorezca la vivencia. Lo que nos da “vida” es la presencia de Jesús en su Espíritu Santo y el amor siempre fiel de nuestro Abbá. Por eso, hemos de introducirnos en el gran misterio de la VIDA. En el juniorado hay que profundizar en el arte de Vivir. Hay que aprender a vivir intensa, profundiza, dilatadamente. A ello nos invitaba y sigue invitando Jesús. También sus discípulas y discípulos se dieron cuenta de que con Jesús estaba la Vida, la Luz.

En este contexto descubrimos que el sistema sacramental es un “sistema de vida”, un “biosistema”, es aquel espacio en el cual nacemos a la vida nueva, la restauramos, la alimentamos, un auténtico “biotopo”. Por eso, cada sacramento nos acerca a las fuentes de la vida: al agua de la vida, al pan de la vida, al cáliz de la Alianza, a la unción de la vida.

Por eso, ninguna celebración de la vida habría de ser considerada un peso, un aburrimiento, una ritualidad de la que nada se obtiene. Solo celebra bien quien se deja sorprender por la vida que en cada celebración se nos ofrece.

3. El año litúrgico como itinerario mistagógico y formativo

Ser un buen junior o juniora no quiere decir separarse del resto de los cristianos, sino ser lo más entusiasta en vivir aquello a lo que todos están llamados. El sistema de la vida consagrada lo facilita y lo favorece y lo convierte en norma espiritual. No se trata de ser los mejores, sino de tomar conciencia de lo que es mejor para todos y comunicarlo.

Aunque los textos constitucionales y formativos suelen pedir la participación diaria en la Eucaristía y la celebración frecuente del sacramento de la Penitencia y del sacramento de la Unción cuando fuere necesario, sin embargo, esas determinaciones pueden ser entendidas de forma inadecuada: como prescripciones puntuales a las que no se debe desobedecer.  Entonces puede haber quien se pregunte: ¿por qué todos los días? ¿Porqué rezar todos los salmos? ¿porqué estos ritos y no otros? ¿porqué….? Son muchos porqués que encontramos en boca de los formandos/as en una u otra ocasión.

Lo que la Iglesia con su biosistema sacramental ofrece no es una “eucaristía diaria”, una celebración “mensual” de la penitencia, una eventual celebración de la “unción de los enfermos”. Lo que el biosistema eclesial nos ofrece es el “año litúrgico”, ese camino espiritual que marca el tiempo y lo llena de sentido. ¡Es en ese marco en el que las celebraciones sacramentales tienen sentido! El año litúrgico es como una gran Eucaristía “extendida” a lo largo del año. En ella va resonando día a día la Palabra de Dios que nos acompaña. En ella van apareciendo los diversos momentos de la historia de la Salvación que nos afectan. En ella vamos celebrando los diversos “misterios” de Jesús: Adviento, Navidad, Cuaresma, Pascua, Tiempo ordinario, Fiestas marianas, memorias de los Santos. El tiempo se llena de sentido. Nos sentimos día a día acompañados por el Dios de la Alianza.

La cuestión de “lo diario”, “lo mensual”, “lo eventual” no es entonces cuestión de “obligación”, sino que hay que plantearlo de otra forma. ¿Qué se pierde quien no hace la experiencia de “todo el proceso mistagógico” del año litúrgico? ¿Ve bien una película quien de vez en cuando abandona la sala de proyección? ¿Puede seguir un curso, quien frecuentemente falta a clase? ¿Puede seguir una conversación quien la interrumpe a veces para atender a llamadas del móvil? Quien vive con intensidad el año litúrgico en todas sus expresiones (liturgia de las horas, eucaristía, celebraciones penitenciales) dispone de una riqueza inmensa que poco a poco configura la personalidad cristiana y carismática de cada persona.

El año litúrgico es como una gran extensión eucarística. Los sacramentos -y entre ellos la Eucaristía como centro- son la manifestación múltiple de la Alianza de Dios con la humanidad. En su Alianza Dios se ha comprometido a darnos vida, a mantenerla y nutrirla, a sanarla, a llevarla a plenitud. Los sacramentos celebran el encuentro entre Dios y el ser humano, en donde Dios ofrece su gracia salvadora –a la que está comprometido- y el ser humano aporta su fe que acoge y ama.

La Eucaristía es el sacramento de la nueva y definitiva Alianza de Dios con su Pueblo. En ella nuestro Dios recuerda y actualiza su Alianza con nosotros. Él no puede fallarnos. ¡Es el Dios fiel a su Alianza! ¡Tampoco nosotros deberíamos fallarle. Deberíamos mostrarle nuestra fe, que es acogida y entrega. Cuando acontece la Alianza entonces acontece la comunicación de vida, la sanación, la salvación. Si la Eucaristía es el sacramento de la Alianza definitiva e indefectible del Señor con su Iglesia y es el sacramento de la Fe confiada y entregada de la Iglesia hacia su Señor, esto quiere decir que en cada Eucaristía nuestra fidelidad a la Alianza se encuentra recompensada con la respuesta infalible de Dios que nos bendice y da la vida. Así lo expresaba bellamente la literatura deuteronomista cuando reflexionaba sobre la Alianza:

“Pongo hoy por testigos contra vosotros al cielo y a la tierra: te pongo delante vida o muerte, bendición o maldición. Escoge la vida, para que vivas, tú y tu descendencia, amando Yahveh tu Dios, escuchando su voz, viviendo unido a él; pues en eso está tu vida, así como la prolongación de tus días mientras habites en la tierra que Yahveh juró dar a tus padres Abraham, Isaac y Jacob. (Deut 30, 19-20).

La celebración eucarística de la Alianza, contemplada desde la Eucaristía diaria puede parecer excesivamente repetitiva y, en última instancia, irrelevante. Lo que debemos de decir, sin embargo, es que la Iglesia estructura su tiempo sagrado como tiempo en el que celebra la Alianza. El año litúrgico es el gran tiempo en el cual se celebra la Alianza. De ahí nace y brota su carácter terapéutico y salvador.

4.  Desde…. hacia: los procesos

La Eucaristía como celebración y sacramento de la Iglesia no se entiende adecuadamente si la consideramos como unidad celebrativa y no tenemos en cuenta su celebración en el marco del “año litúrgico”. Considerarla dentro del sistema del año litúrgico nos lleva a realizar varios pasos importantes en nuestra comprensión de la Eucaristía:

Desde la Eucaristía como unidad a la Eucaristía como proceso

  • La celebración dominical o diaria de la Eucaristía a lo largo de todo el ciclo litúrgico forma algo así como una gran “eucaristía continuada y extendida”. Desde esta perspectiva se entiende perfectamente que para la Iglesia la Eucaristía no sea una unidad celebrativa sin más, sino un contexto vital, una experiencia procesual, o un proceso que se inicia en el Adviento y concluye con el último domingo del tiempo ordinario, con la festividad de Cristo Jesús, rey y señor del universo.
  • El precepto dominical no impone sin más la obligación de “ir a misa” todos los domingos y fiestas de guardar, como si de unidades repetitivas y desconexas se tratara. La simple pregunta de “¿y si falto a misa un domingo qué pasa?” denota una comprensión de la Eucaristía como realidad desconexa y completa en sí misma; y por lo tanto, meramente repetitiva. El precepto dominical tiene que ver con la urgencia de participar en el magnífico proceso espiritual del Año litúrgico, que tiene a Jesús el Señor y su Espíritu como gran protagonista. Este año sagrado se vive, sobre todo, dominicalmente, de domingo en domingo hasta completar el ciclo de la celebración completa del misterio de Jesús, el Cristo.
  • En la Eucaristía diaria, dominical –en el contexto del año litúrgico- no solo nos es entregado el cuerpo de Jesús como alimento y ofrecido el cáliz de la Alianza en su sangre como bebida –pan y vino de cada día-, sino también el Pan de Palabra de Dios. Esa Palabra es entregada a lo largo de todo el ciclo del año litúrgico en una sabia “lectio continua” que nos permite a los creyentes ir asimilando progresivamente el mensaje de la revelación divina. Por eso, todo el año litúrgico se constituye como una gran Eucaristía de la Palabra extendida en el tiempo.
  • Es así, cómo todo el misterio de Cristo Jesús se nos entrega y es así cómo las comunidades eclesiales y desde ellas la Iglesia, se configuran como “cuerpo de Cristo”, como santuario del Espíritu y como casa y escuela de la Palabra de Dios.
  • No existe, por tanto, una eucaristía genérica sin contexto. La eucaristía habla cada día de forma diferente. Se vuelve sensible a las vivencias de cada persona y de sus vivencias, es celebración de la Alianza en cada momento de nuestra existencia particular y colectiva. Cada celebración eucarística dominical y su extensión diaria, quedan encuadradas en el ciclo del año litúrgico. Forman parte de un todo celebrativo muy amplio y cuyo centro es la celebración de la Pascua. El año litúrgico es, por lo tanto, una gran celebración multicolor de la entrega de la Palabra y el Cuerpo de Jesús como propuesta infalible de su Alianza con nosotros.

Desde los fragmentos proclamados a la “lectio continua”

  • La Palabra de Dios en la Eucaristía: La eucaristía no es únicamente la «mesa del pan y del vino consagrados». Es la «mesa de la Palabra», en la cual también hay que comulgar. Para ello pide que esta mesa se prepare con más abundancia, y quede surtida con los tesoros de la Biblia, de modo que en un período determinado de años el pueblo pueda escuchar y meditar las partes más significativas de la Sagrada Escritu­ra. El Concilio nos hizo redescubrir la importancia de la Palabra en la celebración eucarística a lo largo del año litúrgico.
  • La Iglesia, reunida en Eucaristía, es el lugar de la revelación de Dios. En ella Dios habla como amigo, expresa su amor, se acerca a nosotros, se dirige a la Esposa de su Hijo por medio de El y de su Voz que es el Espíri­tu:
  • El año litúrgico es una escuela a la que asistimos para aprender la lengua de la Palabra de Dios que es la Palabra de Cristo Jesús. Por eso, el verdadero año litúrgico es Jesús mismo que se hace presente en el tiempo de la peregrinación de la Iglesia.

Desde la experiencia repetitiva al principio “dominical”: “iuxta dominicam viventes” (SCa 72)

  • En su exhortación apostólica “Sacramentum Caritatis” sobre la Eucaristía, el Papa Benedicto XVI nos exhorta a re-descubrir la importancia de la celebración eucarística dominical como forma que configura nuestra vida.
  • “Iuxta dominicam viventes”: Para ello evoca a san Ignacio de Antioquía, mártir antioqueno que hizo de su vida un auténtico culto eucarístico permanente: él describió a los cristianos como aquellas personas que, además de llegar “a una nueva esperanza”, “viven según el domingo (iuxta dominicam viventes)”[1]. La expresión ignaciana “iuxta dominican viventes” indica que el domingo es el paradigma de nuestra forma de vida a lo largo da de cada día de la semana. No se trata de un paréntesis dentro de la semana, sino más bien del día primero de la semana “porque en él se hace memoria de la radical novedad traída por Cristo” y desde ahí se transforma la vida ordinaria. El domingo es el día en el que el cristiano encuentra su “forma eucarística” de existencia que después ha de desplegar en la semana laboral. Por eso, es propio de los cristianos vivir cada día según el día del Señor. ¡Esa es la gran razón del precepto dominical”, para hacer de la eucaristía principio vital auténtico[2].
  • Excluirse de la asamblea eucarística dominical es como desgajarse del cuerpo, des-incorporarse, excomulgarse, es también optar por la de-formación, por olvidar el principio transformador y vital que mantiene nuestro cuerpo y espíritu en Alianza con la fuente de la Vida y el Verbo de la Vida. El Papa Juan Pablo II, en su carta apostólica “Dies Domini”, calificó el domingo como “Dies Domini” o Creatoris, “Dies Christi”, “dies Ecclesiae”, “dies hominis”.
  • Creo que debemos recuperar la experiencia del domingo como una realidad vertebradora de nuestra vida cristiana. Para los hebreos el sábado era el día “santo”, el día “separado” de lo profano, es decir, de los seis días laborales, el proto-día, no solo el primer día de una serie, sino el “día por excelencia”, el día separado por el mismo Dios para entrar en el descanso: “te conduce hacia fuentes tranquilas y repara tus fuerzas” (Sal 22). Para nosotros, los cristianos, el proto-día es el “dies Domini”, el domingo, el día sagrado por excelencia, en el cual entramos en el descanso del Señor Resucitado y reparamos nuestras fuerzas.
  • “Iuxta annun liturgicum viventes”: Quien cada domingo participa en la acción litúrgica, escucha la Palabra, comulga el Cuerpo y la Sangre de Jesús, nutre y alimenta su vida y vive en Cristo Jesús. Aquí es, donde sobre todo, acontece la “communio sanctorum”, la gran comunión de la Alianza. Ahí se conmina la soledad, el sinsentido. El año litúrgico es lugar de Alianza, pero también pedagogía de Alianza. Cada tiempo litúrgico tiene su color, su mensaje, su gradualidad. No hay itinerario espiritual más excelente que el itinerario litúrgico. Es también un itinerario de sanación espiritual y corporal. El adviento y la navidad nos abren a la explosión de la vida y la gracia. Los cuarenta días de la cuaresma nos hacen conscientes de las dificultades del camino, de la necesidad de lucha, de purificación, de nacer de nuevo. El tiempo de pascual nos invita a disfrutar de la presencia del Señor y nos abre a la esperanza utópica. El tiempo ordinario nos hace descubrir el sentido de lo cotidiano, de los histórico.

Conclusión: Peccato! No perder oportunidades

Los italianos usan esta expresión “peccato!” no para hablar del pecado teológico, sino para referirse a las buenas ocasiones u oportunidades perdidas. Si por entretenerme un poco he perdido el autobús, yo diría: peccado! Si por no asistir a un encuentro he perdido un buen regalo, también diría: peccato! Cuando en su tiempo formativo un formando o formanda pierden oportunidades que Dios les ofrece, podríamos hablar de “peccato!”. Se pierde muchas oportunidades aquel formando o formanda que no hace lugar en su proceso formativo a la mistagogia, que no se deja guiar por un buen mistagogo, que no es fiel a la escuela diaria de la Palabra y a la Mesa del Sacramento del Cuerpo y la Sangre, que no recurre cuando está debilitado a la fuente del Perdón o la Reconciliación. Aunque se quiera después hacer todo en un mes de ejercicios anterior a la profesión definitiva…. Quizá sea demasiado tarde! Peccato!

 

[1] Ep. ad Magnesios, 9,1: PG 5,670.

[2] Benedicto XVI, Sacramentum Caritatis, n. 73.

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