Pocas veces el olor ha sido objeto de reflexión teológica o espiritual.El sentido del olfato ha quedado fuera de nuestras consideraciones. El olfato nos lleva a lo invisible, a lo intangible… a una zona en la que nos encontramos a oscuras. Es verdad, no obstante, que el olor es objeto del discurso científico y político. Se miden las concentraciones de olor y sus efectos sobre la población y se intentan regular para el bienestar de todos.
Un olor es aquella sensación que nuestro olfato tiene ante un estimulo. Ese estímulo puede ser concentrado, intenso, diluido,puede ser agradable o molesto. Se dice que el ser humano medio puede reconocer hasta 10.000 olores por separado: olores que proceden de los árboles, las flores, la tierra, los animales, el alimento, la industria, la descomposición bacteriana, los seres humanos. Pero nos resulta muy difícil describir cada olor en su individualidad. Nuestra cultura no ha desarrollado el vocabulario de la descripción de los olores. Hay nombres específicos para muchos colores; no así para los olores.
El olor siempre nos acompaña, nos sorprende, nos atrae, o nos repele. El olor está ahí, aunque no lo percibamos. Todo desprende olor. Nuestro analfabetismo odorífero nos lleva a considerar esa realidad de forma excesivamente genérica, sin saber distinguir con claridad unos olores de otros, sin saber darles nombre.
La mayoría de los animales está controlado por los olores. Perros y ratones dependen de los olores para localizar su comida, para reconocer caminos, para identificar parientes, para el ejercicio de la sexualidad. Nosotros, los humanos, no relacionamos con el mundo a través de la vista y el oido. Prestamos muy poca atención al sentido del olor; no prestamos atención a lo que nos dice nuestro olfato. De todas formas, una madre reconoce a su bebé a través del olor y también así los recién nacido reconocen a su madre. El perfume y el abor de las cosas permanecen en equilibrio durante mucho tiempo en nosotros en el efidicio de la memoria.
Cuando la nariz queda bloqueada el gusto se pierde, uno se vuelve ciego ante el mundo de los olores. Los olores tampoco pueden ser medidos usando la clase de escala lineal que los científicos solían usar para medir la longitud de onda de la luz o la frecuencia de sonidos.
El cuerpo humano desprende diversos olores en unos momentos u otros del día, en unas etapas u otras de la vida: uno es el olor del niño que acaba de nacer, otro es el del enfermo que está para morir.
El olor es otra forma de acceder a la realidad. Perseguimos ciertos olores. Hay olores que, sin embargo, nos persiguen. Una casa, un pueblo, una ciudad, es un aconteciento de olor.
El olor se llama fragancia, aroma, perfume, esencia, cuando nos produce agrado, placer, seducción. Hay todo un sistema de producción de aromas y perfumes artificiales, sirviéndose de aquellos que nos ofrece la naturaleza. El olor ha entrado a formar parte de las relaciones humanas, esas que llamaríamos casi subliminales, es decir, aquellas en las cuales nos seducimos unos a otros.
El sentido del olfato nos hace conocer la realidad desde otra dimensión, vivirla desde otra dimensión, que hemos mantenido subdesarrollada. Las apariciones del mundo sobrenatural han ido asociadas frecuentemente al olor que el fenómeno desprendía. Se dice que hay personas que cuando mueren destilan “olor de santidad”. También se pone de relieve frecuentemenete en los escritos de espiritualidad el hedor que produce el mundo diabólico y perverso. De los cristianos dice Pablo que desprenden el buen olor de Cristo.
En el fondo, no sé porqué me sigue interesando este tema. Tal vez, porque desde él también se pueda explicar lo que es el carisma, la gracia, la santidad. Tal vez, porque es un don anticipador y previsor, profético. Tal vez, porque en el Apocalipsis la oración es asimilada a los aromas y perfumes que llegan hasta Dios. Tal vez, porque el pecado tenga mucho que ver con la seducción de aromas perversos, como el Apocalipsis nos presenta a la gran prostituta del capítulo 17. El mundo de los olores vehicula la gracia y la desgracia. Se trata de una realidad ambigua, objeto de conquista por el bien y por el mal.
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