Somos testigos del quebrantamiento de muchas uniones que se prometían eternas y de la disolución de muchos compromisos que se juraron para siempre. Hemos asistido a celebraciones en las cuales todos escuchamos emocionados: “… en la salud y en la enfermedad, en la alegría y en las penas… ¡todos los días de mi vida!”, o “hago voto a Dios … por toda mi vida”, o “Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec”. Hemos sido confidentes de amistades que parecían únicas, eternas, de quienes se juramentaban: “¡siempre unidos!
Pasado el tiempo –a veces “¡muy poco tiempo!”- hemos comprobado cómo aquellas solemnes promesas se derrumbaban. El “todos los días de mi vida” de la esposa o del esposo tenían marcada una fecha de caducidad. El “por un año” de la primera profesión –celebrada a veces con excesiva solemnidad – apenas llegó a un mes. El “para siempre” de la profesión definitiva –cuya celebración parecía un desafío profético- concluyó con el año. El sacerdote “in aeternum” no logró cuajar, y al año, en unos casos, a los pocos años en otros, a la mitad de la vida en otros, o quiza en la madurez, concluyó su ministerio (celebración, predicación, servicio pastoral).
Lo más preocupante de todo es que la infidelidad llega a nosotros como una señal colectiva y, al parecer, propia de nuestro tiempo, de la era del movimiento. Da la impresión de que no tiene tan mala prensa y que encuentra comprensión por todas partes. Se aceptan los hechos consumados, pero no se alienta la creatividad en la fidelidad. Porque ser fiel es difícil, a veces, no pocas veces, muchas veces. La infidelidad acontece poco a poco, en forma latente. La ruptura se inicia con un pequeño roto que poco a poco se desgarra más, una pequeñísima disfunción, que poco a poco se agrava. Algunas fidelidades aparentes, están ya casi muertas por dentro: ¡infieles en el corazón! Sí, cualquiera de nosotros puede ser infiel. La acusación farisáica a los demás y el regodeo morboso de la prensa del corazón requeriría unas palabras como éstas: “el que esté sin pecado que tire la primera piedra”.
Cuidar la fidelidad día a día es una tarea digna del ser humano. La fidelidad perdona setenta veces siete. La fidelidad se alimenta con la confianza. Se enciende con el amor. Se consolida con el diálogo, el encuentro. Se robustece con el olvido de sí para diluirse… La fidelidad es una muestra de que creemos en “la vida eterna”. Sin esa fe, la fidelidad parece más bien obstinación, renuncia crédula a aquello que podría hacernos renacer.
La experiencia muestra cómo las promesas de fidelidad tienen que ser más sopesadas, deben nacer no de la emoción del momento, sino de la madurez interior y espiritual. Al mismo tiempo, la fidelidad nace de un pronóstico, de un vislumbre y anticipación del futuro, de mantener siempre viva la utopía. No tenemos tantos años de vida como para poder permitirnos el lujo de recomenzar varias veces. La vida da de sí para un gran amor, una gran pasión. En ello hay que reconcentrar todas las energías. Y no echarse atrás en los momentos difíciles, porque siempre hay una salida.
¡Ven, Fidelidad, a nuestro tiempo! Eres la pizca de orden que nos queda en medio del torrencial vértigo de nuestro tiempo. Eres la roca que nos permite hacer pie cuando tantas cosas se desfondan. Tú, nos enseñas a reciclar y reutilizar todo lo que hemos vivido y tenemos. Tú nos haces cumplir todos los años de vida que nos han sido dados. Tú das sentido al para siempre, al siempre y al desde siempre.
La fidelidad nos hace vivir “centrados”. Vivir es moverse y constituirse en torno a un centro. Se encuentra un centro cuando uno haya su vocación y se compromete con ella. Desde ese centro la Vida organiza nuestra vida, la ordena, le da consistencia. La Vida es el Centro presente en todos los centros. Pero solo en mi pequeño centro, encuentro el Centro “para mí”. ¡Esa es mi vocación! Es normal que un “centro” nunca responda a todas mis expectativas. Lo que sí responde a ellas, es el horizonte al que “mi centro” me orienta: ¡el Centro de mi centro! “Las mejores amistades son aquellas que Dios aglutina”, decía san Agustín. “Los mejores centros, son aquellos que en Dios se centran”, diría yo. Descentrado no es quien no tiene centro, sino el quien abandona y elige otro, para lo mismo hacer mañana. Hay quienes se juegan todo en cada jugada. Alguien les preguntará un día, qué hicieron con los talentos recibidos.
¡Ven, Fidelidad, a nuestro tiempo! Dale verdad a nuestras palabras públicas y solemnes. Haz verdadera nuestra voz, auténticos nuestros gestos. “Lo dijo y fue hecho”. En la era del movimiento necesitamos una generación de mujeres y hombres “fieles hasta la muerte”. En tiempos de fragmentariedad y descentramiento, necesitamos puntos de referencia, personas imágenes de aquel que dijo “Yo soy el que Soy” o “Yo soy el Amén”.
Es una gracia ser fiel. Pero hay que cultivarla y re-crearla día a día, como una planta, como el cuerpo que se entrena, como el funcionario que no falta a su trabajo, como el orante que no falla al encuentro con su Dios. El que es fiel en lo poco, poco a poco se hace fiel en lo mucho. Pequeñas infidelidades son embajadoras de la gran Infidelidad.
En este siglo XXI asistimos a rupturas de Alianzas, a despidos, a múltiples divorcios, a miles de promesas incumplidas… a terribles historias de infidelidad. Muchos abogan por el “despido libre”… ¿será solo cuestión comercial o laboral? ¿No habrá detrás de todo un ansia loca de hacer y des-hacer la propia vida, para re-hacerla después? Se nos acaba el tiempo y hasta la prórroga… ¡y la vida… a medio hacer! La fidelidad es el arte de reciclarlo todo: ser artistas de la luz y de las sombras y expresarlo todo… en una única obra.
¡Que acabe la infidelidad y llegue la Gracia!
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