LA PALABRA DE DIOS – EL SILENCIO DE DIOS

La Biblia, ¡esa impresionante colección de libros, de textos escritos bajo la inspiración del Espíritu… más allá de las capacidades de cada uno de sus autores humanos…. La Palabra de Dios nos habla a través de esas palabras. No desperdiciemos la oportunidad de acoger ese gran e inagotable regalo.

¡Nos habla el Hijo de Dios!

Es la esencia, el núcleo, la fuente. Sin la Palabra de Dios estaríamos en las tinieblas, en la soledad, en el absurdo. La Palabra es Luz en el sendero, es fuente de agua en la sed, es energía en la debilidad.

La Sagrada Escritura, los Evangelios son el mayor tesoro que podemos tener en casa. Nos puede faltar cualquier cosa. De cualquier objeto podemos prescindir. Nunca nos debe faltar la Palabra de Dios.

Conozco a un hombre que, donde quiera que vaya, lleva siempre consigo la Biblia. En cualquier ocasión, con aparente motivo o sin motivo, siempre recurre a los textos que conoce para sorprenderse y a los que no conoce para abrir su mente, corazón e imaginación al infinito.

La Palabra de Dios es muy comentada, pero todavía, ¡qué poco conocida! ¡Cuántos espacios –en ella– todavía no visitados! ¡Cuántos libros todavía no integrados en la propia espiritualidad y vivencia! Si por algo merece la pena vivir, es por conocer más en profundidad y asimilar con mayor verdad la Palabra de Dios.

La Palabra es siempre vigorosa, fuerte, transformadora, realiza lo que dice. Suscita una enorme fe. Con ella crece la confianza. ¡Hagamos lugar a la Palabra!

¿Silencio de Dios?

Nuestra fe se ve probada tantas veces… ¿Cómo vivir siempre en la certeza de que Dios existe? Hay momentos en los cuales las dudas que nos vienen se ven agravadas por desgracias o situaciones en las cuales uno esperaría una manifestación de Dios, una palabra suya. Sin embargo, al parecer, la respuesta es sólo una: silencio. ¡Silencio!

¿Por qué Dios calla? ¿Por qué no habla? ¿Por qué se oculta? He aquí la gran cuestión con la cual tantos creyentes se ven confrontados.

Esa misma situación tuvo durante años el pueblo de Israel. Se vio tentado en su fe hasta el extremo. Por las razones que fueran llegó hasta a perder los libros santos.

Un día fue encontrado el Libro de la Alianza de Dios con su Pueblo. Aquel día concluyó el silencio de Dios. El sacerdote Esdras proclamó la Palabra de Dios durante todo un día ante la Asamblea del pueblo reunida. En hebreo se dice “Qahal”. En griego se traduce por “Ekklesía”. En nuestra lengua diríamos: el pueblo reunido en Iglesia, es decir, en Asamblea. A ese pueblo Dios le dirige su Palabra. Hace resonar de nuevo su voz. La emoción embargaba al sacerdote y al pueblo. El pueblo entero se puso de pie. Esdras bendijo al Señor, el gran Dios. El pueblo, con las manos levantadas, decía “Amén”, “Amén”. ¡Qué estremecimiento ante la Palabra de Dios! ¡Qué ansia de comprender su mensaje! ¡Qué descanso, después de tanto tiempo de silencio! El pueblo lloraba. Quedaba estremecido. Pero aquella impresionante liturgia de la Palabra no podía concluir así. Por eso, el gobernador Esdras pidió que a la liturgia del Pan siguiera una gran fiesta, “comer buenos platos”, “beber buenos vinos”, gozar.

Nosotros tenemos la dicha de no haber perdido la Palabra de Dios. Siempre que nos reunimos en asamblea, podemos escucharla. Lástima que tantas veces nos dejemos llevar por la rutina y por el despiste. Lástima que tantas veces no haya entre nosotros estremecimiento ni alabanza. ¿Cómo podremos entonces participar dignamente en la mesa del pan y del vino?

¡Dios puso los diferentes miembros del Cuerpo!

Cuando se comenta esta metáfora del “cuerpo” que acabamos de proclamar, se suele poner de relieve la importancia que tiene la unidad, la obediencia, el “espíritu de cuerpo”. Sin embargo, las palabras de Pablo pueden servirnos para crear un nuevo espíritu colectivo en la Iglesia y en sus comunidades. Podemos resumir su mensaje en varios puntos:

  • Hay cuerpo porque hay diversidad: si los miembros del cuerpo no pudieran mantener sus características y su independencia, el cuerpo parecería más un robot que un cuerpo vivo. ¿Qué ocurriría si al moverse un dedo, tuvieran que moverse simultáneamente los demás miembros del cuerpo? ¡Sería ridículo! La diversidad nos es tan necesaria como la unidad. La diversidad tiene que ser defendida: “si todo el cuerpo fuese ojo, ¿dónde estaría el oído?”. Si todo fuera derecha, ¿dónde quedaría la izquierda? La diversidad es querida por Dios: “Dios ha dispuesto cada uno de los miembros como ha querido”. Por eso, hay que defender la individualidad cristiana. Cuanta más diversidad, más riqueza para el cuerpo.
  • Los miembros sin comunión descuartizan el cuerpo. Se hace necesario el arte de la reciprocidad, de la correlación. Esto no se consigue a base de violencia, ni de humillación, ni de condenación. El arte de la comunión hace que cada miembro diverso encuentre una identidad superior en el conjunto. Como cuando un instrumento obtiene toda su belleza en el conjunto orquestal, o un color en el conjunto polícromo, o un actor en el conjunto del drama representado. Los protagonismos excesivos de algunas personas, de algunas autoridades en la Iglesia, no favorecen la mística de cuerpo. La perspectiva de Pablo es precisamente la opuesta: “los miembros aparentemente más débiles son los más necesarios… a los que parecen menos dignos los rodeamos de mayores cuidados… lo cual no es necesario hacer con los miembros más presentables… Dios hizo el cuerpo dando mayor honor a lo menos noble para evitar divisiones en el cuerpo”. De la obediencia a los más pobres, a los menos honrados, nace la comunión más fuerte dentro del cuerpo. La opción por los pobres es condición necesaria para la comunión real. ¡Esto es muy importante y tiene muchas consecuencias!

Ser iglesia es ser cuerpo de Jesús. En el cuerpo de Jesús hay miembros muy diversos. Todos ellos tienen tanta importancia que deshonra al Señor quien desprecia, rechaza o castiga a uno de los miembros de Jesús.

Pasión por la Palabra de Dios

Esdras fue un personaje enormemente importante para el pueblo de Israel. Restauró al pueblo a partir de la lectura de la Palabra de Dios, de la lectio divina. También en el Nuevo Testamento hubo otros “Esdras”. Fueron personajes anónimos, poco conocidos en sí mismos, pero que nos dejaron una herencia preciosísima. Nunca se lo agradeceremos suficientemente. A través de ellos, Dios nuestro Padre nos ha dejado la Palabra, las palabras de su Hijo Jesús.

Es bello el comienzo del evangelio de Lucas. Está dedicado a un personaje que se llama –¡simbólicamente!– Teófilo, “amigo de Dios” Cualquiera de nosotros es, puede ser, destinatario de esa obra. Sólo los amigos de Dios la acogerán con toda su alma y su corazón, sólo ellos y ellas encontrarán en el libro del evangelio de Lucas, la voz de Dios que los transforme y emocione.

El profeta Isaías – Marc Chagall

Lucas dedicó su tiempo, su pasión, su sabiduría y su arte a la elaboración de una obra relativamente pequeña en extensión, pero inmensamente grande en in-tensión: el tercer evangelio y los Hechos de los Apóstoles. Lucas se acercó a los testigos oculares, a quienes habían estado en contacto con el señor; escuchó a los servidores de la Palabra de Dios; acogió la palabra y la meditó en el corazón, como María. Después la plasmó en unas páginas sumamente inspiradas.

La liturgia pasa del prólogo del evangelio a la narración del Manifiesto de Nazaret, primer acto profético de Jesús. En Nazaret, en su tierra, desvela Jesús su misterio. La Palabra de Dios ha hablado de Él. Las palabras de la Ley y de los Profetas eran palabras sobre Jesús. Jesús es la Palabra. Todas las palabras de Dios culminan en Él. En Él habla Dios todas sus palabras: “Hoy, en vuestra presencia, se ha cumplido la Palabra”, declara Jesús ante la emoción de quienes creen en Él.

¿Silencio de Dios? ¡Cómo hablar de silencio si Dios se nos ha revelado desde el principio hasta el fin como Palabra! ¿Silencio de Dios? ¡No! ¡Sordera nuestra! ¡Distracción! ¡Falta de interés! ¡Seducción por la palabrería vana y los discursos fatuos! ¡Ojalá escuchéis hoy mi voz!, decía el Dios del Antiguo Testamento. Lo mismo repite Jesús.

Donde al parecer más resuena el silencio de Dios es allí donde la Palabra más se hace carne y debilidad y muerte nuestra: la Cruz. Allí donde la Palabra es silenciada por la violencia de los seres humanos, allí la Palabra resucita y transmite el mensaje del amor. Tanto amó Dios al mundo, que le entregó la Palabra, su Palabra. Quien entienda esto, nunca más dirá que Dios guarda silencio.

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