MARÍA, CÓMPLICE DEL ESPÍRITU SANTO, en el Pentecostés continuado de la Iglesia

Todo comenzó cuando Ella, la joven de Nazaret, desposada con José -descendiente del rey David-, engendró en su vientre el secreto más antiguo y sagrado: al mismo Hijo de Dios. El varón José fue su esposo, pero… no el padre biológico del hijo de María. El Espíritu, como un alfarero de estrellas, moldeó el corazón y el cuerpo de María virgen para que recibiera la semilla divina y la hiciera germinar; durante nueve meses, el Espíritu Santo fue tejiendo en ella el Misterio más sorprendente: la encarnación del Hijo de Dios

La piedad popular ha aclamado a María como “esposa del Espíritu Santo”. Sin embargo, María nunca es presentada como Esposa del Espíritu en el Nuevo Testamento. El esposo de María fue José, descendiente de la casa de David, y no el Espíritu Santo. El hijo de María no fue “hijo del Espíritu Santo”, sino “hijo de Dios Padre”. José, el esposo de María adoptó al hijo de María como hijo legal y así lo reconoció como descendiente de David. 

Si María no es “la esposa del Espíritu Santo”, ¿qué relación mantiene el Espíritu Santo con ella?

A esta pregunta deseo responder en el siguiente texto, afirmando que María es “la cómplice del Espíritu Santo”. Y lo dividiré en cuatro partes:

  • María, “cómplice del Espíritu”
  • María en la Misión del Espíritu Santo
  • La “toda Santa” en Alianza con el Espíritu Santo
  • La misteriosa y permanente presencia de María

I. María, “cómplice del Espíritu”

No es normal llamar a María “cómplice del Espíritu”. Sin embargo, a los organizadores de este Word Congress les ha parecido un título muy inspirador y audaz.

Y ¿a qué responde llamar a nuestra Madre María, cómplice del Espíritu”? Lo analizaremos en esta conferencia. Pero baste, por ahora decir, que igual que el Espíritu llena la tierra, también María aparece por doquier. A sus santuarios acuden innumerables personas para honrarla y suplicarle. Sin María nuestra humanidad se sentiría huérfana y triste. Con ella todo es distinto: por eso, en la Salve Regina la aclamamos como “Esperanza nuestra…”.

Han pasado los siglos y María sigue ahí… presente en el corazón de las comunidades cristianas. ¿Cómo se explica esto? Esta es la cuestión a la que intenta responder esta conferencia, cuyo título es: María, cómplice del Espíritu en  nuestro tiempo contemporáneo.

Hablaré en primer lugar del sentido de la palabra “complicidad” y después descubrir porqué este término explica muy bien el tipo de relación que María mantuvo y mantiene con el Espíritu Santo.

El término “cómplice” o “complicidad” tiene -en primer lugar- un sentido legal y jurídico: se refiere a aquella persona que ayuda a otra a cometer un delito; a aquella persona que participa con otras en actividades moralmente incorrectas. La persona cómplice se hace responsable del mal cometido por otro.

El término “cómplice” o “complicidad” no se emplea únicamente en el ámbito legal; tiene también un sentido positivo, especialmente en el lenguaje amoroso y en las relaciones cercanas. Roland Barthes en su obra “Fragmentos de un discurso amoroso” nos brindó la perspectiva positiva de la complicidad: complicidad puede ser un signo de conexión profunda y entendimiento mutuo: cómplices son aquellos que comparten secretos, alegrías, tristezas, gestos o miradas. Son cómplices quienes comparten momentos felices y también momentos de dificultad.

Existe así mismo una complicidad en los pequeños detalles: cuando se conocen las preferencias del otro, cuando entendemos al otro sin palabras. Hay complicidad en las miradas, que pueden expresar amor, deseo. Hay complicidad en proyectos compartidos. También hay complicidad en los secretos compartidos. La complicidad crea lazos muy especiales entre las personas. Las metas y sueños comunes generan una complicidad positiva.

En resumen, existe una complicidad que no es sólo para el mal. Existe una complicidad amorosa, una complicidad para el bien. Deseo en esta conferencia hablar de María, la madre de Jesús y la esposa de José, desde este último tipo de complicidad, que he denominado complicidad positiva. Hablaré, por lo tanto, de María como “cómplice del Espíritu”.

Por tanto, María no es “la esposa del Espíritu Santo” y, por consiguiente, tampoco el  Espíritu Santo es el “padre de Jesús”. María es “la esposa  de José”; pero José no suplantó a Dios Padre como padre de Jesús. La función que Dios Padre le asignó fue la de adoptar a Jesús como hijo -que ejerciera de “padre legal” de Jesús y le transmitiera la herencia davidica. Por eso, José fue llamado por el ángel “hijo de David”, y cuando la gente se dirigía a Jesús lo aclamaba como “Jesús, hijo de David”.

En esta reflexión centraré la atención en María y el Espíritu Santo: ella concibió por obra del Espíritu Santo; pero además, el Espíritu Santo ha adoptado a la virgen María -desde la encarnación hasta el final de los tiempos- como su cómplice en la Misión.

2. Los tres Pentecostés: Alianza de María con el Espíritu

La existencia de María estuvo caracterizada por tres momentos pentecostales: el Pentecostés de la Encarnación, el Pentecostés crístico y el Pentecostés de la Resurrección y Ascensión.

El Pentecostés de la Madre de Dios precede a la divina Encarnación. Así lo describió el teólogo cristiano-ortodoxo, filósofo, economista y presbitero Sergei Bulgakov[1]:

En la Anunciación el Espíritu Santo desciende sobre la Virgen María y la convierte en Madre de Dios. El Espíritu Santo, que en la eternidad es inseparable del Hijo, hace fructificar el seno de María y acontece en él «el inefable triunfo de la Concepción con la semilla»[2]

Por su inhabitación en la Virgen María, llena del Espíritu Santo, concibe al Hijo de Dios. En la Anunciación quedaron los cielos abiertos: por vez primera coincidieron el descenso del Espíritu Santo y el descenso del Verbo el Hijo sobre María. El Hijo no descendió solo, sino con el Espíritu Santo, que es inseparable de Él. La díada del Hijo y del Espíritu en la Encarnación es enviada al mundo por el Padre. La Encarnación y el Pentecostés del Espíritu son idénticos, inseparables e inconfundibles (Heb 1,1-2).

El Pentecostés de la Anunciación quedó localizado en el cuerpo virginal de María. Ella fue el arca sagrada que encerraba al Santo de los Santos. Sin ser Dios ni Dios-hombre, María entró en comunión con la vida divina en la Santa Trinidad en perfecta espiritualidad[3].

En el Pentecostés particular de la Encarnación, María quedó cubierta por la sombra y la fuerza del Espíritu en orden a su dei-maternidad. Quedó convertida en la pneumató-fora. En ella aconteció la revelación del Espíritu y del Hijo[4].

La presencia del Espíritu Santo en la anunciación no quedó limitada a la a la sola concepción y parto. María no quedó después privada del Espíritu. El descenso del Espíritu Santo en la Anunciación —escribió Sergei Bulgakov— no quedó limitado a la concepción divina y al nacimiento; sino que también después de la Anunciación fue cumplido. La naturaleza humana de María no quedó privada de la gracia. […] Incluso después del nacimiento de Cristo, la virgen María permaneció, moró en el poder de la Anunciación, es decir, en la presencia del Espíritu Santo. El Espíritu Santo no la abandonó después del nacimiento de Cristo sino que habitó con ella para siempre en todo el poder de la Anunciación[5].

María fue la Pneumatófora por excelencia. A partir del Pentecostés de la Encarnación, la comunicación del Espíritu a María no fue transeúnte, ni meramente funcional. El Espíritu Santo es «don del Abba» y —como dice Pablo— «los dones de Dios son irrevocables» (Rom 11,29). El Espíritu Santo es el Don de los dones, el don por excelencia. Por eso, el Espíritu que la hizo madre del Hijo de Dios, madre de Jesús, no la abandonó, sino que permaneció en ella como permanente fuerza creadora y fuente continua de su maternidad y vocación materna.

El Espíritu fue quien alimentó su fe e impulsó a Isabel a proclamarla «la creyente (Lc 1,45)». El Espíritu le concedió guardar en su corazón sus vivencias con Jesús y conectarlas con el proyecto de Dios (Lc 2,19).

En el Espíritu María proclamó su Magnificat. Sin el Espíritu, María habría cesado de ser la Theotokos.

El mismo Jesús fue para María, su madre, el Portador del Espíritu: «El Espíritu está sobre mí y me ha ungido» (Lc 4, 18-19); Jesús, «lleno del Espíritu Santo se volvió al Jordan y fue llevado por el Espíritu al desierto» (Lc 4,1), «impulsado por el Espíritu se volvió a Galilea» (Lc 4,14), «lleno de gozo en el Espíritu» (Lc 10,21), «si expulso los demonios por el Espíritu de Dios (Lc 11,20; Mt 12,28)».

En su constante relación con Jesús María conectaba con el Espíritu, que en Él moraba. La relación con el Hijo se volvía para ella relación con el Espíritu. El Espíritu se derramaba en el corazón de María desde Jesús. Los unía en estrechísima comunión (maternidad-filiación).

Jesús fue para María la fuente permanente del Espíritu en sus palabras, gestos, en su conducta, en su persona.

Y María, movida por el Espíritu, como fiel discípula de Jesús, supo ir recreando sus relaciones con Jesús a medida que el Reino se iba manifestando: supo ser madre primero, discípula después, madre espiritual del discípulo finalmente.

El Espíritu Santo condujo a María —como a Jesús— al desierto de la tentación: cuando escuchó en el templo la profecía de la espada que atravesaría su alma (Lc 2,33-35); cuando al templo hubo de acudir —angustiada— para buscar y encontrar al hijo perdido; cuando la acercó a la cruz de Jesús.

María recorrió con su hijo el camino de la humillación, de la kénosis «pasando también por una de tantas». María participó cordialmente —como madre y discípula— en la pasión de Jesús. María sufrió en sí misma que los doctores de la ley y los sacerdotes consideraran que Jesús estaba poseído por el Príncipe de los demonios (Lc 11,15).

También el Espíritu se ocultó para ella, se «kenotizó», cuando llegó el momento del despojo supremo del Hijo en Getsemaní y en el Gólgota. María experimentó la muerte en la muerte de su Hijo en el que creía: el grito del Hijo «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34) tuvo un eco indudable en el corazón de la Madre, que también se siente abandonada. Con toda seguridad también ella, mediante el Espíritu eterno, se auto-ofreció inmaculada a Dios (Heb 9,14).

La muerte de Jesús habría sido para María su propia muerte. Durante el tiempo transcurrido entre el viernes santo y el día de la resurrección María entró en una profunda kénosis y participó de la kénosis de Jesús, la kénosis del sábado santo… kénosis que confesamos en el Credo como «descendió a los infiernos». Este fue también para ella un tiempo de profunda kénosis y ausencia del Espíritu. Junto a la cruz estuvo María, la ma-dre de Jesús, la discípula, la madre espiritual (Jn 19,25). Con todas las dimensiones de su ser participó en el sacrificio de su hijo. El Espíritu unificó el destino de Jesús y de María, los hizo entrar en una comunión interior inimaginable. Ambos entraron en la noche del Espíritu.

Con todo, el cuarto evangelista, quiere mitigar ese trance —anticipando el Pentecostés de la Cruz— cuando dice que «Jesús entregó el Espíritu» (Jn 19,30). La muerte de Jesús sólo puede explicarse como la privación del «Santo Espíritu», que es lo mismo que decir «Jesús murió». No obstante, en la expresión «entregó el Espíritu» bien podemos descubrir la entrega del Espíritu de Jesús anticipadamente a la pequeña comunidad congregada en torno al Crucificado: la madre de Jesús, el discípulo amado y las mujeres que estaban junto a la Cruz: este fue el Pentecostés del Calvario, que anticipó el Pentecostés del Cenáculo, cuando Jesús iba «soplando sobre cada uno de ellos» mientras decía «recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,22).

Cuando aconteció el Pentecostés eclesial «estaban todos juntos en un mismo lugar» (Hech 2,1). Antes se había dicho que todos ellos —los apóstoles— perseveraban unánimes en la oración, «junto con algunas mujeres y con María, la madre de Jesús y sus hermanos (Hch 1,14)». El Espíritu, que la había unido tan existencialmente a Jesús, la une al destino de la comunidad cristiana, de la Iglesia.

Desciende el viento impetuoso sobre la primera asamblea eclesial, de la que ella forma parte, desciende el viento impetuoso y las llamaradas ardientes del Espíritu. El Espíritu —sombra-fuerza— que había descendido sobre ella en la Encarnación, se convirtió en Espíritu- viento-fuego que lanza y derrama a la Iglesia sobre el mundo. Jesús les había prometido a los discípulos, y entre ellos a María:

“Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días”.

Hechos 1,5

Junto con todo el pueblo de Dios, mientras oraba, María fue bautizada y el Espíritu Santo bajó sobre ella en forma de llamarada de fuego. Así quedó convertida en la gran testigo de Jesús, en un símbolo precioso para los discípulos que la acogieron para formar parte de su mundo espiritual.

La presencia de María en Pentecostés-eclesial revela la profunda e íntima sintonía que se estableció entre María, los Doce y todos los demás creyentes. El Espíritu se manifestó como una persona en muchas personas[6].

María, identificada con el Espíritu, comenzó a realizar el ministerio espiritual de la caridad, que unifica. Es la comunidad que tenía «un solo corazón» (Hech 4,32). Y dentro de esos corazones estaba el «corazón de María». La madre unifica a los hijos e hijas[7]. .

La presencia de María en la Iglesia, tras la ascensión de Jesús al cielo, fue una presencia materna (con relación a Jesús, con relación a la comunidad) y se caracterizó por su silencio y el olvido de sí misma: ella era pura referencia a Jesús. Obedeció el querer del Padre al recibir el Espíritu divino y conservó este don, que la hizo digna de la glorificación y la preparó para recibirla.

En su ser personal, María, desde la Encarnación hasta la Asunción, va siendo cada vez más perfecta transparencia de la revelación hipostática del Espíritu Santo. Hay dualidad de naturalezas —divina y humana—, dualidad de hipóstasis —el Espíritu y María—, pero transparentes la una a la otra, hasta el punto de que una deviene manifestación y revelación de la otra[8].

II. La misión del Espíritu Santo en el tiempo de la Iglesia

La Iglesia de nuestro tiempo debe ser consciente de que las palabras de Jesús en la última cena todavía tienen vigencia. Es decir, todavía hoy se cumplen. Subiendo al cielo Jesús no nos dejó huérfanos, es decir, como hijos e hijas sin padre o sin madre.

La Iglesia confiesa que Jesús resucitó y subió a los cielos; y también que María fue asunta en cuerpo y alma al cielo (dogma de la Asunción)[9]. Jesús les anunció a sus discípulos la venida del Espíritu Santo. Él mismo lo enviaría:

Os digo en verdad, os conviene que yo me vaya, porque si no me voy no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré .

Jn 16,7

Jesús anunció que les «enviará» al «Paráclito», el «otro Paráclito» (Jn 14,16). “Paráclito” era quien “está siempre al lado” y consuela, defiende, aconseja y guía. El Paráclito representa al Padre y a Jesús[10]. El Paráclito es «el Espíritu de la verdad» y el que llevará a los discípulos a la verdad completa[11] y al mismo tiempo el que permanecerá siempre a su lado, les enseñará todo, y les recordará todo lo que Jesús les había dicho (Jn 14,17).

En Pentecostés ese anuncio profético se hizo realidad.

Se inicia así la misión de la tercera persona de la Santísima Trinidad… hasta que Jesús vuelva al final de los tiempos.

Tras la ascensión y la asunción, quien está siempre presente y actuante en la historia del mundo es el Espíritu Santo. Y Jesús lo ratificó diciendo:

«Os conviene que yo me vaya».

Jn 16,7

El Espíritu continuará la misión de Jesús: hablará de Jesús, recordará todo, llevará a todos a la verdad completa[12].

El Espíritu Santo está destinado a ocupar el lugar de Jesús entre los apóstoles. El Espíritu continuará y dará consistencia a la misión de Jesús: enseñar, recordar, conducir hacia la verdad plena, energizar para superar cualquier prueba a causa del Reino de Dios. Jesús concluyó su misión aquí en la tierra cuando en la cruz exclamó: “Todo está consumado” (Jn 19,30).

A partir de la muerte de Jesús se inicia la Misión, el envío del Espíritu. Jesús crucificado entrega el Espíritu a quienes estaban junto a la cruz: su madre, la hermana de María, María Magdalena y el discípulo amado (Jn 19,30). Y continúa la 1 Ped 3, 18ss. diciendo:

 “Como era hombre lo mataron; pero, como poseía el Espíritu, fue devuelto a la vida. Con este Espíritu, fue a proclamar su mensaje a los espíritus encarcelados que en un tiempo habían sido rebeldes, cuando la paciencia de Dios aguardaba en tiempos de Noé… para que viviesen por el Espíritu con la vida de Dios”.

Éste fue el primer pentecostés. Después el Espíritu fue enviado a los Doce en el Cenáculo cuando Jesús soplando sobre cada uno de ellos les dijo:

“Recibid el Espíritu Santo” .

Jn 20, 22-23

Este fue el segundo Pentecostés. Y el tercero, cuando todos estaban reunidos en el Cenáculo y recibieron el Espíritu bajo el signo de las lenguas de fuego.

Jesús podría también haber dicho también: “Os conviene que mi madre María se vaya”, es decir, que suba al cielo. La experiencia de la Iglesia nos dice que ella también ha sido como “el otro paráclito en femenino”. María ha persistido en la Iglesia como la protectora, la defensora, la consejera… Así lo demuestran tantas advocaciones con las cuales la veneramos.

La devoción popular como en la teología, se le atribuyeron a María funciones propias del Espíritu[13]. Y así lo ratificó también el cardenal Leo Suenens —uno de los grandes padres del Concilio Vaticano II— en su libro Un nuevo Pentecostés, citando a un teólogo protestante, Elsie Gibson, que decía:

Cuando comencé a estudiar teología católica, me encontré con María cada vez que esperaba encontrar una cuestión sobre el Espíritu Santo. Los católicos atribuyen a María lo que nosotros unánimemente consideramos obra propia del Espíritu Santo[14].

Card. Leo Suenens

2. Presencia y protagonismo del Espíritu en la Iglesia

Hemos de tomar conciencia de la Presencia y protagonismo del Espíritu Santo en el tiempo de la Iglesia

El lenguaje del Nuevo Testamento y de la tradición cristiana nos hablan del Espíritu Santo como una persona identificable: se relaciona con los discípulos de Jesús, los guía, les recuerda sus palabras; es el «otro Paráclito», es decir, una entidad similar a Cristo y tan personal como Jesús.

Una cuestión permanente en la teología trinitaria es cómo y en qué grado las personas de la Trinidad pueden ser en la historia. Si hemos de salvaguardar el principio de que solo la segunda persona de la Trinidad, Jesús, ha entrado en la historia a través de la encarnación, ¿cómo podemos decir que el Espíritu Santo, al igual que el Hijo, es auténtico sujeto del encuentro entre Dios y el ser humano? ¿Cómo afirmar que tenemos un encuentro auténtico con el Espíritu Santo todos los días?

No conocemos directamente el adviento de Dios «en y dentro» de la creación: solo a través del reconocimiento y participación en sus efectos: la salvación, la redención, la resurrección[15]. La presencia de Dios vuelve la creación más transparente a la divinidad, más reveladora[16]. El Dios tri-uno se hace presente en la historia como quien la configura, fundamentalmente, desde dentro. El Espíritu Santo está realmente presente en nuestra historia y en nuestro mundo. No es «a-histórico», no es una trascendencia opuesta al orden material[17].

Tras su exaltación, el cuerpo de Cristo se ocultó. Y el Espíritu, enviado por el Padre y el Hijo, nos prepara y conduce hacia la nueva Creación, pues misión suya es «hacer nuevas todas las cosas»[18]. El Espíritu nos sitúa «en lo penúltimo»; el Espíritu de la Promesa toca nuestra realidad, y nos transforma en Hijos de Dios, atrayendo nuestro presente hacia el verdadero futuro de Dios. El Espíritu está en el Porvenir atrayendo nuestro presente hacia él. Karl Barth se preguntaba:

¿Cómo podemos seriamente presentar lo que Dios quiere de nosotros sin reclamar lo que Dios finalmente quiere con nosotros?[19].

La voluntad de Dios no es solo lo que Dios quiere ahora de mí, sino también y, sobre todo, lo que Dios quiere con nosotros: su promesa solo le pertenece exclusiva e inclusivamente a Él y cumplirla es propia exclusiva e inclusiva de Dios solo. Exclusiva porque cumplir la promesa solo depende de Dios. Inclusiva porque el venir de Dios a nosotros incluye nuestra colaboración. Esperamos la redención de Dios y nos apresuramos hacia ella en el Espíritu.

El cuarto evangelio nos dice frecuentemente que el Espíritu será enviado por el Padre y por el Hijo resucitado. En el verbo «enviar» descubrimos la terminología propia de la «misión»: si Jesús fue el «enviado» del Padre, ahora el Espíritu es el «enviado del Padre y del Hijo». El «irse de Jesús» da lugar «al envío del Espíritu Santo», a la «missio Spiritus». El «os conviene que yo me vaya» y el «consummatum est» de la Cruz nos indican que Jesús cumplió su misión como enviado del Padre, y que ahora, la «missio Dei» será llevada a cabo por el Espíritu Santo.

El Espíritu no actúa independientemente del Hijo, ni del Padre. Es el enviado del Padre y del Hijo y actuará siempre en absoluta conexión con ellos: «en su nombre»: es el Espíritu del Padre y el Espíritu del Hijo. Gracias al Espíritu los creyentes podrán clamar Abba (Rom 8,15) y confesar «Jesús es Señor» (1 Cor 12,3). ¡Nadie será capaz de confesar al Abba y a Jesús el Cristo, si no es en el Espíritu Santo! San Pablo nos dice en su Carta a los Romanos:

Porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado (Rom 5,5).

Con el Espíritu Santo, el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones. El Espíritu —enviado por el Padre y por Jesús— continúa la «missio Jesu» y, ahora «para siempre (Jn 14,16)». Esta es la época de la «missio Spiritus». Desde Pentecostés -y ya desde el Calvario[20]— hasta el fin de los tiempos, el Espíritu ha sido enviado por el Padre y por el Hijo Resucitado y está en misión; Él es el protagonista invisible de la misión, pero la visibiliza a través de la comunidad cristiana[21].

Visibilizan y colaboran en la misión del Espíritu, aquellas personas sobre las que se derrama el amor de Dios y los innumerables carismas, que Pablo describe como «la manifestación o epifanía del Espíritu (1 Cor 12,7)». Más todavía: el Espíritu que habita en nosotros como en un templo (Rom 8,9.11; 1 Cor 3,16; 6,19) nos desea celosamente (Sant 4,5). El Espíritu nos capacita con sus carismas y ministerios (1 Cor 12,7; 2 Cor 3,8); pone en nuestros labios palabras de sabiduría (1 Cor 2,13); nos marca para siempre con su sello (cf. Ap 2,11.17.29; 3,6.13.22; Ef 1,13; 4,30), actúa a través de nosotros sus milagros.

La misión del Espíritu es descrita por los autores del Nuevo Testamento como una especie de ecosistema dinámico y evolutivo, que nos envuelve y energiza y desde nosotros se despliega hacia la humanidad y el cosmos. ¡He ahí su gran misión, fundamento invisible de la misión visible de la Iglesia! ¡Misión bellísimamente descrita en el “Veni Creator Spiritus” y en la secuencia de Pentecostés! Ambas son un auténtico tratado de pneumatología de la misión. El Espíritu es el dedo de Dios Padre («digitus paternae dexterae») que toca la historia, llega al corazón de la comunidad humana y la pone en contacto con el misterio trinitario de Dios. El Espíritu es «Dios en acción»[22].

La «missio Spiritus» acontece, ante todo, en la Palabra de Dios, actualizada por el Espíritu: el «no podéis llevarlo todo ahora» de Jesús a sus discípulos indica que el Espíritu nos hablará de Él y hará posible que la palabra de Jesús se actualice constantemente, sea comprendida en todo su poder transformador. La «lectio divina» acontece en el Espíritu.

Así mismo, es el Espíritu el gran protagonista de las acciones sacramentales. Todos los sacramentos acontecen como «epíclesis», como acción del Espíritu del Padre y del Hijo. Y es así como la comunidad eclesial es consagrada y unificada. Pero también el Espíritu está presente en toda la humanidad, en la creación. Hay un «pentecostés cósmico», como decía Bulgakov. El Espíritu habla por medio de los profetas, inspira las obras de bien, de belleza, de progreso. El Espíritu cuenta con colaboradores, con cómplices que participan de mil formas en su misión… hasta el día del Señor[23].

El déficit pneumatológico que hemos padecido ha repercutido notablemente en la comprensión de la misión. Por eso, ha perdido muchas veces su misterio y se ha convertido en mero trabajo pastoral o misionero.

III. María (Panaghía) en alianza con el Espíritu Santo (Panaguion) en el tiempo de la Iglesia

Al denominarla la «pan-aghia» la tradición ortodoxa habla de María, la Theotokos, como la mujer totalmente consagrada por el «Panagion», el Todo Santo, el Espíritu[24]. En la fiesta de la concepción (instaurada por la Iglesia ortodoxa a finales del siglo VII) María era celebrada como la «panaghía», la toda santa. La santidad de María era puesta en relación con el Espíritu Santo, principalmente en el momento de la Encarnación:

Nuestro Salvador no ha nacido de José sino del Espíritu Santo y de la santa Virgen[25].

El Hijo le concedió ser portadora del Espíritu, convertirse en la auténticamente santificada[26].

Se establecía un admirable paralelismo entre el Espíritu Santo y la santa Virgen:

Quienes deseen crecer en aquel que ha venido, habrán de confesar abiertamente   estas tres cosas: que Él nació del semen de David y de la santa Virgen; que en Él habita el Hijo de Dios que existía precedentemente y en el que consistía consustancialmente: que Dios es su Padre y por Él fue enviado[27].

Reflexionemos ahora sobre el espacio que le es concedido a la «panaghía» en la «missio Spiritus»: su maternidad a partir de los tres Pentecostés.

El credo, símbolo niceno-constantinopolitano proclama el misterio de la Encarnación así: «Et incarnatus est de Spiritu Sancto ex Maria Virgine et homo factus est». Las partículas «de» y «ex» evocan Mt 1,18.20[28]. Así como Jesús nació del Espíritu y de María, así nace todo creyente del Espíritu Santo y del fiat de la Toda Santa. El Espíritu asocia a María a su misión, tanto con relación a Jesús, como con relación a los que creen en Él.

Jesús en la última Cena —a punto ya de concluir su misión en la tierra— nos prometió:

«No os dejaré huérfanos, vendré a vosotros ».

Jn 14,18

¿Quién evitaría esa orfandad de los discípulos? ¡La presencia de Jesús «en el Espíritu»! ¿Sería exagerado añadir que las palabras de Jesús en la Cruz al discípulo amado «¡Ahí tienes a tu madre!» remedia también esa posible orfandad?[29] . Los discípulos de Jesús no quedarán huérfanos: recibirán el don del Espíritu Paráclito y el don de María madre. El «no os dejaré huérfanos» contiene tres promesas: la entrega del Espíritu (Jn 19,30), la entrega del discípulo amado —símbolo de todos— a la Mujer-Madre(Jn 19,26), y la entrega de María al discípulo amado como madre (Jn 19,27).

Esta última voluntad de Jesús nos revela la culminación de una alianza «misteriosa» entre el Espíritu Santo y María-madre que había sido precedida por «los tres Pentecostés» marianos.

Y ¿cómo pensar a María en esta historia que va desde el siglo I al siglo XXI? «Bienaventurada me llamarán todas las generaciones» (Lc 1,48), dijo ella en su Magnificat. Y algo así se ha venido realizando. Sólo cabe una explicación misteriosa: ¡haber sido elegida por el Espíritu, como cómplice y asociada en su misión!

Comencemos con un dato muy llamativo:  la misteriosa presencia de la virgen María a lo largo de la historia bimilenaria de la Iglesia.

La virgen María estuvo presente en los cuatro evangelios. Muy pronto la Iglesia se dirigió a ella con la antiquísima plegaria “Sub tuum praesidium”, también con el “Ave María”, posteriormente con el Rosario, definitivamente con las fiestas marianas de la maternidad, la virginidad, la inmaculada concepción y la asunción en cuerpo y alma al cielo.

Llama la atención la omnipresencia de María, la madre de Jesús, en la vida y piedad de la Iglesia católica, de la iglesia ortodoxa[30]. En honor a ella se han construido ermitas, templos, santuarios, catedrales, basílicas, iconos, imágenes. María es celebrada en las fiestas litúrgicas, devocionales y populares a lo largo de todo el año. María es glorificada y evocada en el arte con sus variadas expresiones – pictórica, poética, escultural, musical -. Ella es el punto de llegada de innumerables peregrinaciones y de súplicas que nacen del corazón humano. Muchas personas llevan el nombre de “María”, pero también llevan su nombre ciudades, calles. La devoción mariana se ha ido extiendiendo por los cinco continentes.

Lo mismo que el Evangelio ha de ser anunciado en todas las culturas y etnias porque Jesús dijo a los Apóstoles: “Id por todo el mundo y anunciad el Evangelio a todas las etnias, a toda la creación” (Mt 28,19); así también María es reconocida y acogida más allá de cada cultura particular[31]. Y uno se pregunta: ¿a qué se debe este culto a María? ¿Qué fue aquello que movió a María a cantar en el  Magnificat: «Bienaventurada me llamarán todas las generaciones» (Lc 1,48)? ¿Por qué sigue tan presente en la historia de la humanidad, en la liturgia, espiritualidad y misión de la Iglesia? Y la respuesta es: porque la virgen María fue escogida por el Espíritu Santo como su cómplice. Para ello hemos de penetrar en el ámbito —cada vez más interpelante y misterioso— de la pneumatología o el tratado teológico sobre el Espíritu Santo[32]. Si la teología trata sobre Dios, si la cristología trata sobre Jesús, la pneumatología trata sobre el Espíritu Santo.

Es sorprendente la presencia de María a lo largo de la historia de la Iglesia y en cada una de sus etapas[33]. Rastreando esa historia nos encontramos con «lo femenino», «lo materno», «el sufrimiento», «la necesidad de consuelo», «lo popular», «lo privado y lo público»; en ella María emerge como la imagen de la madre nutricia, sufriente, afligida; poco a poco se convierte también para las culturas cristianas europeas y luego mundiales en la imagen del consuelo, de la exhortación.

Artistas de todas las tradiciones y confesiones reproducen, cantan e interpretan a María y a su Hijo en excelentes creaciones artísticas, como símbolos de una humanidad que ama y que sufre y que se trasciende.

María no ha desaparecido tampoco de nuestro mundo moderno, ni de la política laica, ni tampoco de los regímenes religiosos —a veces opresores—. La figura de María no se ha perdido. Se ha transformado.

Las apariciones marianas, concedidas a tantos videntes —niños, jóvenes, personas marginales y pobres—, han provocado ríos de peregrinos que acuden allí donde acontecen, y santuarios conmemorativos y fiestas. La figura de María inspira también las aspiraciones feministas, es debatida y acogida en encuentros ecuménicos, es en el fondo añorada en los sueños de «otro mundo posible».

La proclamación de los últimos dogmas marianos, la Inmaculada Concepción y la Asunción de María en cuerpo y alma al cielo, han inquietado y ofrecido a la gran comunidad cristiana otras formas populares de acceso al misterio de María. La figura de María sigue movilizando a la gente. En los santuarios marianos resuenan acentos apocalípticos que alertan sobre las consecuencias de los ateísmos, los movimientos políticos absolutistas, los desmanes morales y éticos, las guerras con sus consecuencias de muerte.

En el subconsciente humano la figura de María nos habla de la mujer que dio a luz al Hijo de Dios, que fue exaltada. Ella evoca a toda mujer que da a luz un niño y puede convertirse en creadora de vida. En el cristianismo se ha dado la construcción más refinada en la que la feminidad se centra en la maternidad[34]. María es contemplada como hija, hermana y esposa[35], pero, en última instancia, siempre subordinada a la madre, dadora de vida y doliente. En María se simboliza la capacidad de la mujer para contener un cuerpo en su cuerpo, en un acto de generosa hospitalidad: el acto es tan grande que a menudo amenaza con destruir a la madre misma. María es constantemente re-significada.

Orígenes —considerado Padre de la Iglesia oriental— escribió esta fantástica frase: «Siempre son los días de Pentecostés»[36]. ¡Advirtamos el plural! Después de Pentecostés no se puede hacer teología como si Pentecostés no tuviera ningún significado teológico.

Además de la theologia crucis está la theologia spiritus[37].Los Padres orientales tenían la convicción de que el objetivo de la Encarnación del Hijo de Dios era hacer posible la efusión del Espíritu Santo sobre la humanidad[38].

María es la Pneumatófora, presente en todas las generaciones. Es la asociada y cómplice del Espíritu Santo en su misión. Así lo muestra y apunta la historia «mariana» de la Iglesia. El Pentecostés continuado sigue teniendo una misteriosa impronta mariana. María no es la protagonista, sino la servidora asociada del Espíritu. Sus santuarios pertenecen al Espíritu, que aparece en modo mariano-forme.

El Espíritu que hace presente a Jesús en la eucaristía, en la Palabra, en la comunidad, en el pobre, hace también presente a María para seducir a la humanidad y hacer posible la llegada del mundo nuevo, la culminación de la nueva y definitiva Alianza.

En los pliegues del tiempo, entre los suspiros de la eternidad, María se alza como un faro de amor y compasión. Su corazón, traspasado por el dolor y la esperanza, late en sintonía con el sufrimiento de la humanidad y la fragilidad de la creación.

Ella, la madre que cuidó a Jesús, ahora extiende sus brazos maternos sobre un mundo herido. Como una paloma que vuela sobre las aguas tumultuosas, María se compadece de los pobres crucificados, de las criaturas desgarradas por el poder humano. Sus lágrimas son ríos de misericordia que fluyen hacia los rincones más oscuros de la tierra.

Cuando el corazón de María se quebró al pie de la cruz, también se abrió al gemido de la creación. En su dolor, encontró una comunión profunda con cada criatura que sufre: los árboles talados, los ríos contaminados, los animales heridos. Ella, la Mujer vestida de sol, se convirtió en la voz silenciosa que clama por sanación.

Elevada al cielo, María no es solo una figura distante y glorificada. Es la Madre y Reina de todo lo creado. En su cuerpo transfigurado, parte de la creación alcanzó la plenitud de su belleza original. Sus ojos, ahora llenos de sabiduría divina, contemplan el tejido de la existencia con una comprensión profunda.

María guarda en su corazón la vida de Jesús, como un relicario sagrado. Cada palabra, cada gesto, cada mirada del Hijo está grabado en su ser. Pero su comprensión va más allá: ella ve el sentido oculto en las estrellas, en los latidos de los corazones, en los ciclos de la naturaleza. Nos invita a mirar este mundo con ojos más sabios, a descubrir la huella de Dios en cada detalle.

Y el Espíritu Santo, que danza sobre las aguas primordiales, también habita en nuestros corazones. Él nos impulsa al bien, nos orienta hacia el amor del Padre. En la complicidad silenciosa entre María y el Espíritu, encontramos un camino de esperanza. Alabado seas, Espíritu Santo, por tu luz que guía nuestra mirada y acompaña el gemido de la creación.

Así, en la sinfonía de los siglos, María sigue cantando su belleza. Su corona de doce estrellas brilla en la noche oscura, recordándonos que somos parte de un misterio más grande. Que su ternura nos envuelva, que su compasión nos inspire a cuidar este mundo herido con amor y reverencia.

Y concluyo mi reflexión con estas palabras tan inspiradas de la encíclica Laudato si’ del papa Francisco, que resalta el valor cósmico de la existencia de María:

“María, la madre que cuidó a Jesús, ahora cuida con afecto y dolor materno este mundo herido. Así como lloró con el corazón traspasado la muerte de Jesús, ahora se compadece del sufrimiento de los pobres crucificados y de las criaturas de este mundo arrasadas por el poder humano. Ella vive con Jesús completamente transfigurada, y todas las criaturas cantan su belleza. Es la Mujer «vestida de sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza» (Ap 12,1).

Elevada al cielo, es Madre y Reina de todo lo creado. En su cuerpo glorificado, junto con Cristo resucitado, parte de la creación alcanzó toda la plenitud de su hermosura. Ella no solo guarda en su corazón toda la vida de Jesús, que «conservaba» Lcuidadosamente (cf. Lc 2,19.51), sino que también comprende ahora el sentido de todas las cosas. Por eso podemos pedirle que nos ayude a mirar este mundo con ojos más sabios (LS 241).

Espíritu Santo, que con tu luz orientas este mundo hacia el amor del Padre y acompañas el gemido de la creación, tú vives también en nuestros corazones para impulsarnos al bien. Alabado seas”.

Papa Francisco, Laudato Sí, 246

Notas

[1] Cf. S. Bulgakov, The Comforter, trad. B.Jakim (William B. Eerdmans, Grand Rapids, mi 2004).

[2] Así reza el canon griego de san Andrés de Creta: uno de los más famosos y conocidos himnos de la Iglesia. Este canon constituye una alarma para que el hombre sea consciente de su estado de pecador y sea llevado, por medio de la tristeza y el arrepentimiento, junto a Dios: cf. S. Koutsa, Plânsul adamic, Canonul cel Mare al Sfântului Andrei Criteanul (Editura Doxologia, Iasi 2012)

[3] Cf. S. Bulgakov, The burning Bush: An Essay in the Dogmatic Interpretation of Certain Features in the Orthodox Veneration of the Mother of God (Kupina neopalimaia: Opyt dogmaticheskogo istolkovaniia nekotorykh chert v pravoslavnom pochitanii Bozh’ei Materi) (Paris 1927).

[4] Cf. S. Bulgakov, The Comforter, trad. B. Jakim (William B. Eerdmans, Grand Rapids, 2004), 270.

[5] S. Bulgakov, o.c., 248-249.

[6] Cf. H. Mühlen, Una mystica persona: la Chises como il misterio dello Spirito Santo in Cristo e nei cristiani: una persona in molte persone (Città Nuova Editrice, Roma 1968).

[7] “Todos los creyentes tenían un solo corazón y una sola alma” (Hech 4, 32).

[8] S. Bulgakov, o.c., 248.

[9] Pío XII, Munificentissimus Deus: DZ 3903.

[10] El significado primario de este término griego parakletos es: el convocado, el llamado para estar al lado de otro, especialmente para venir en su ayuda; de ahí que se aplique a quien ante un juez defiende la causa de otro, a un abogado, un defensor, un asistente legal (en ese sentido lo utilizan Demóstenes, Diógenes Laercio); o también el que defiende la causa de otro, un intercesor (así en Filón, Josefo). Se aplica también a Cristo Jesús en su exaltación a la derecha de Dios, cuando suplica a Dios Padre el perdón de nuestros pecados (1 Jn 2,1). En un sentido más amplio, parakletos se aplica a un ayudante, socorrista, auxiliar, asistente. Estos significados nos permiten también traducir parakletos por «representante», «consejero» y «consolador».

[11] Cf. Jn 14,25-26; véase también 15,26

[12] Cf. E. Radner, A profound ignorance – Modern Pneumatology and its antimodern redemption (Baylor University Press, Waco, Texas 2019). El autor dice que «la pneumatología es, como la filosofía: no cambia el mundo, pero habla con verdad de aquello que el mundo es. Cuando se vive como hijo de Dios se descubre la dignidad de la vida humana, la dignidad del mundo».

[13] Cf. F. Lambiasi, Maria al posto dello Spirito Santo?, en Rivista del clero italiano 74 (1993), 420-433.

[14] E. Gibson, Mary and the Protestant Mind, en Review for Religious, 24 (1965), citado por el cardenal J. Suenes, Une nouvelle Pentecôte (Paris 1976), 230-231.

[15] La obra del Espíritu de Dios es ordinariamente contemplada como efectos del Espíritu. Como el viento invisible… Se sabe del Espíritu, contemplando sus fenómenos. Los hebreos eran familiares con los efectos del viento (Is 7,2; 41,16). Pero no debemos confundir lo último (actos de Dios) con lo penúltimo (los efectos de sus actos), tal como nos recomiendan Paul Tillich y Karl Barth. El Espíritu es siempre trascendente.

[16] Ezequiel, lo expresa así: «Pondré mi Espíritu en vosotros y viviréis» (Ez 37,14). El Espíritu de Dios da vida a los «huesos secos» de un Israel muerto (Ez 37,5), une a una nación dividida, la limpia y activa. El salmista dice: «Cuando tú quitas tu aliento, todos mueren y vuelven al polvo. Cuando envías tu Espíritu todo es recreado» (Sal 104,29-30). «¿Dónde puedo yo irme de tu espíritu? ¿dónde puedo yo huir de tu presencia?» (Sal 139,7). «El Espíritu de Dios me ha hecho, y el aliento del Altísimo me da vida» (Job 33,4): A. C. Thiselton, The holy Spirit in biblical teaching, through the centuries and today (Eerdmans, Grand Rapids,  2013).

[17] Para una reflexión sobre este aspecto cf. B. Oberdorfer, The Holy Spirit. A Person?, en M. Welker (ed.), The Work of the Spirit (Eerdmans, Grand Rapids, 2006), 27-46: el Espíritu puede entenderse como personal —conexión entre el Espíritu y las criaturas—, pero también debe entenderse como «transpersonal»: el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad con gemidos demasiado profundos para que se identifiquen con palabras (Rom 8,26). Por lo tanto, el Espíritu es un tipo especial de «Tú», uno que también ocupa misteriosamente registros importantes tanto del «yo» como del «guion» de dicha formulación.

[18] Cf. O. Davies, Theology of Transformation. Faith, Freedom, and the Christian Act, (Oxford University Press, Oxford 2013); W. S. Brown – B. D. Strawn, The Physical Nature of Christian Life: Neuroscience, Psychology and the Church (Cambridge University Press, Cambridge 2012).

[19] Cf. J. Kim, Barth’s Pneumatology (Fortress Press, Minneapolis 2014); P. Rosato, The Spirit as Lord: the Pneumatology of Karl Barth (T. & T. Clark, London 1981)

[20] El envío del Espíritu aconteció en la Cruz, cuando Jesús exclamó ante aquella pequeña comunidad femenina y ante el discípulo amado: «Todo está consumado. E inclinando la cabeza entregó el Espíritu» (Jn 19,30). La expresión «entregó el Espíritu» no solo hace referencia a la muerte biológica, sino también al cumplimiento de la promesa de Jesús: «Os lo enviaré: Yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros siempre» (Jn 14,16).

[21] Sínodo sobre la nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana (2012), Proposiciones: «El principal agente de la evangelización es el Espíritu Santo, que abre los corazones y los convierte a Dios. La experiencia del encuentro con el Señor Jesús, hecho posible por el Espíritu, que introduce dentro de la vida trinitaria» (Proposición, 36). La 37 referida al sacramento de la confirmación reafirma cómo todos los bautizados recibimos por ella «la plenitud del Espíritu Santo, sus carismas y el poder de dar testimonio del Evangelio abiertamente y con coraje» (Proposición, 37). «El Espíritu Santo suscita en la Iglesia “el poder de evangelizar y dar testimonio de la Palabra de Dios con entusiasmo y energía”» (Proposición, 4).

[22] E. Käsemann, art. Geist: RGG II (31958) 1270-1279; O. Dilschneider, Ich Glaube an den Heiligen Geist (Rolf Brockhaus Verlag, Wuppertal 1969), 15.

[23] J. C. R. García Paredes, Cómplices del Espíritu. El nuevo paradigma de la Misión, (Publicaciones Claretianas, Madrid 2015).

[24] Cf. V. Tsiopanas, La santità di Maria nell’oriente cristiano. Dottrina di Nicola Cavassilas, en AA. VV., Esemplarità mariana nel mistero della Chiesa. 2.º Simposio ecumenico (Edizioni Eco, S. Gabriele 1973), 47-58; G. M. Roschini, Il Tutto Santo e la Tutta Santa. Relazione tra Maria e lo Spirito Santo. Parte 1: Il quadro storico; Parte 2: Sintesi dottrinale (Marianum, Roma 1976-1977); G. Jouassard, Saintetè de Marie chez les Pères, en Bulletin de la Société Française d’Études Mariales 5 (1947), 11-31; V. Lossky, Panaghia, en «Messager de l’Exarcat du Patriarche de Moscou en Europe Occidentale», Pari 4 (1950), 40-50; P. Evdokimov, El arte del icono: teología de la belleza (Publicaciones Claretianas, Madrid 1999).

[25] Eusebio de Cesarea, Egl. Proph., 7,3, 15-18: GCS 23,340: PG 22,533D-556B.

[26] Atanasio de Alejandría, De Incarnatione contra arrianos, 8: PG 26,996

[27] Eusebio, Teologia eclessiastica, 1,6: CGS 14,64-65; PG 24,833C, 836A.

[28] Cf. A. Ziegenaus, Die Empägnis durch den Heiligen Geist – Zur Kirkweise des Heiligen Geistes bei der Inkarnation, en Íd. (ed.), Maria und der Heilige Geist (Friedrich Verlag, Regensburg 1991), 75-91. Dubitaciones en las fórmulas de los credos conciliares.

[29] El discípulo amado puede permanecer hasta que Jesús vuelva, pues es el símbolo de todos los discípulos de Jesús: «Si yo quiero que él permanezca hasta que yo vuelva, ¿a ti qué? (Jn 21,23). Siempre —hasta el fin de los tiempos— habrá discípulos amados de Jesús.

[30] Cf. M. Rubin, Mother of God. A history of the Virgin Mary (Yale University Press, New Haven & London 2009).

[31] J. C. R. García Paredes, art. Inculturazzione, en S. de Fiores – V. Ferrari Schiefer –S. M. Perrella, Mariologia (San Paolo, Roma 2009), 638-648 (con bibliografía).

[32] Cf. A. Langella, art. Spirito Santo, en Mariologia, ibid., 1134-1146; I. M. Calabuig, Maria, donna dello Spirito, en Marianum 61 (1999), 416-434; S. de Fiores, Lo Spirito e Maria nella toelogia post-conciliare, en Marianum 59 (1997), 393-430; R. Laurentin, Esprit Saint et théologie mariale, en Nouvelle Revue Théologique 89 (1967), 24-42; C. Militello, Lo Spirito Santo e Maria, en Theotokos 6 (1998), 183-221; A. Ziegenaus (ed.), Maria und der Heilige Geist. Beiträge zur pneumatologischen Prägung der Mariologie (Pustet, Regensburg 1991).

[33] Cf. M. Rubin, Mother of God. A history of the Virgin Mary (Yale University Press, New Haven & London 2009). La autora estudia la historia de María -en su primera etapa hasta el año 431-: ella es venerada como Theotokos; en su segunda etapa hasta el año 1000, donde emerge María en clave europea; en su tercera etapa hasta el año 1200 con la emergencia de la hegemonía de María; desde el 1200 hasta el 1400, presenta la figura de María conectada con lo local y familiar; desde 1400 hasta el 1500 aparece María como Reina y Reformadora y motiva múltiples devociones; desde el 1500 hasta el 2000 María es la Reformada y la Mujer global.

[34] Cf. J. Kristeva, «Stabat Mater», en Histoires d’amour (Paris 1983), 225-247.

[35] Cf. J. C. R. García Paredes, San José, corazón de esposo y padre (El Perpetuo Socorro, Madrid 2021).

[36] Origenes, Contra Celsum, 8; SC 150,224.

[37] W. Bröcker – H. Buhr, Zur Theologie des Geistes (Gunter Neske Verlag, Pfullingen 1960), 5.

[38] San Atanasio decía que «Dios se encarnó para poder traerles a los seres humanos el Espíritu»: De Incarnatione et Contra arrianos, VIII; PG 26,996C.

[39] Para una reflexión sobre este aspecto cf. B. Oberdorfer, The Holy Spirit. A Person?, en M. Welker (ed.), The Work of the Spirit (Eerdmans, Grand Rapids, mi 2006), 27-46.

[40] Cf. G. Wainwright, The Holy Spirit, en C. E. Gunton (ed.), The Cambridge Companion to Christian Doctrine (Cambridge University Press, Cambridge 1997), 273.

[41] El Espíritu de Dios y un espíritu humano no son necesariamente realidades sin relación (univocidad), pero dados los agentes involucrados, hay que advertir que son también marcadamente diferentes (equivocidad).

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