Veo por doquier demasiada gente armada: en la sociedad política, en la religión, en las familias, en la vida consagrada. ¡Siempre hay un enemigo al que atacar! ¿De qué nos sirve decir tantas veces “¡la paz sea con vosotros!”, si la guerra abierta o encubierta está siempre a la orden del día? Las armas verbales, las armas de la mirada despreciativa, o de la mirada negada, las armas del corazón de piedra. Y con las armas, nuestras “armaduras”: con ellas defendemos nuestra supuesta dignidad, nuestra soberbia agazapada, nuestro “tener siempre razón”, nuestro “punto de vista que siempre es el mejor”. En este contexto, ha llegado a mí un texto del Patriarca de Constantinopla, Atenágoras falleció el 1972 y que me hace pensar y aprender la lección. Helo aquí:
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