Hace algunos años el papa emérito Benedicto XVI nos invitaba a vivir los días del Triduo Sacro en compañía de María: “con María en el Cenáculo… con María en la Cruz… con María en la Resurrección. Hace muchos años, el gran teólogo católico Hans Urs Von Balthasar escribió un famosísimo libro titulado “Mysterium paschale: la teología de los tres días”. Viernes santo, Sábado santo y Domingo de Resurrección son tres días que no nos deben pasar inadvertidos. En ellos debería concentrarse toda nuestra experiencia espiritual como discípulos de Jesús. Especial relieve puede tener este año vivir el Misterio de estos tres días con quien es la “bienaventurada por que ha creído”.
Jueves, Viernes y Sábado Santo son los días en los cuales nuestra atención se centra en el “cuerpo de Jesús”. Los pasos de la Semana Santa nos lo muestran. Hacia ese cuerpo se dirigen las miradas. Ante ese cuerpo se emocionan los corazones. Parece que carga sobre sí todo el dolor del mundo. En su rostro vislumbra la gente su propio dolor: el ya sufrido, el que ahora le acongoja, el dolor que de seguro vendrá.
Los artistas han sabido plasmar en sus imágenes de Semana Santa un cuerpo de Jesús en situación límite e incluso muerto sin que por ello parezca un cuerpo desahuciado y vencido. Año tras año, generación tras generación se repite el mismo espectáculo y surgen las mismas emociones. ¡Y todo tiene como foco… el cuerpo de Jesús! Pero ¿porqué no también el cuerpo de su Madre?
El jueves santo: cuerpos lavados, cuerpo entregado
El jueves santo es el día en que se celebra el cuerpo. Jesús realiza ritualmente, a través de su ministro, un acto de culto al cuerpo humano, a esa zona del cuerpo en la que todo se ramifica y concentra: ¡los pies! Jesús quiso lavárselos a todos y cada uno de sus discípulos; le dió tal importancia a ese gesto que a Simón Pedro lo puso ante la alternativa de estar o no estar de su parte. Jesús quiere expresar simbólicamente la “limpieza” de los cuerpos. Lo hace movido por el más grande amor: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Y es que los cuerpos de los discípulos tienen vocación de in-corporación. Jesús quiere preparar la gran in-corporación que habrá de realizarse el día en que todos formen “un solo cuerpo”.
Cuando superamos las visiones dualistas del cuerpo, descubrimos que el cuerpo es la expresión, la encarnación del espíritu y no solo una expresión complejísima de las potencialidades de la materia. El cuerpo humano nace de lo alto. Ha sido engendrado antes de la constitución del mundo, en el mismo corazón fecundo de Dios. Ese designio amoroso de Dios es la fuerza interna que moviliza y configura los procesos eco-evolutivos de nuestro planeta. La fecundidad paterna y materna de Dios acontece al ritmo del reloj imperturbable de la vida: en cada segundo, en cada minuto y hora, en cada día Dios muestra en la eco-generación de la vida los rostros de sus hijos e hijas de su creación filial.
Jesús rinde culto a la obra de su Abbá. Lava, besa y bendice los pies de sus discípulos -síntesis y resonancia de todo el cuerpo-. Y ante Jesús, todo el cuerpo individual reacciona, se emociona, siente el toque de la Vida, de la Verdad, del Camino. El cuerpo del discípulo se siente visitado por el cuerpo del Maestro. El cuerpo del viviente se siente tocado por el Cuerpo de la Vida. Se trata de una primera comunión a través del tacto. Y Jesús quiere introducir una nuevas praxis: ¡laváos los pies unos a otros! ¡Honrad vuestros cuerpos! ¡Bendecíos mutuamente! ¡Alejáos de cualquier forma de violencia corporal!
Sigue la cena de despedida… y de nuevo aparece el Cuerpo. Esta vez tiene la “sagrada forma” de pan: pero no solo de pan, sino de pan dentro de un escenario de interrelación. Es el pan de la comida, es el pan que Jesús parte y reparte. Esa es la escena dentro de la cual adquieren sentido las palabras indicativas: “Tomad, comed, ¡esto es mi cuerpo!”. No se trata sólo del pan, sino del pan partido y distribuido por las manos mismas de Jesús. Él habla de un cuerpo que rebasa sus límites, de un cuerpo que toca, que se acerca, que quiere ser tomado, comido… hasta entrar en el otro cuerpo: “vosotros en mí y yo en vosotros”. El pan-cuerpo tiene una existencia pasajera y transitiva: lo acucia la impaciencia de ser comido y desaparecer en el cuerpo de los discípulos. “Pharmacon athanasías” o “medicamento de la inmortalidad” lo llamaban los antiguos cristianos. El cuerpo-pan vivifica al cuerpo que lo recibe: “quien come mipan no morirá para siempre”. Quien comulga se incorpora al Cuerpo que todo lo sana, que resucita, que establece Alianza para siempre.
Estrechamente unida al cuerpo… también la sangre. Jesús transforma la escena anterior: ahora lleva en sus manos un cáliz. Derrama sobre él el vino; la entrega a cada uno de sus discípulos y les dice: “Tomad, bebed: esta es mi sangre, sangre de la nueva y eterna Alianza, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados”. Jesús quiere compartir su sangre y hacernos sus con-sanguíneos. Para él, como hebreo, la sangre era mucho más que ese flujo líquido que recorre nuestras venas: era el símbolo de la vida, de su vida, que sólo encontraba su sentido des-viviéndose, entregándose. Por eso, también la sangre crea comunión, consanguineidad, Alianza para siempre.
María del Jueves Santo
Y ¿qué decir de María, la madre y discípula de Jesús en este contexto? ¿Podríamos evocarla como María del Jueves Santo?
¿Cómo no evocarla cuando tanto se habla de “cuerpo” en este día? El cuerpo de María recibió la mayor bendición que un cuerpo humano de mujer puede recibir. Su cuerpo se convirtió en el centro de gestación del más sublime de los humanos, del mismo Hijo de Dios encarnado. El deseo amoroso del Abbá a través de los misteriosos dinamismos de la eco-evolución se encontraron en el cuerpo-seno de María para engendrar y dar forma al más bello de los hijos de los hombres: al cuerpo de Jesús. Fue María quien nos lo entregó en primera instancia. Fue María la que derramó sobre el mundo su vida-sangre. Ella fue, durante su fase materna, la gran cuidadora del Cuerpo de Jesús. La gran sacerdotisa de la Nueva Alianza.
También este año María se desplazó a Jerusalén para celebrar la Pascua. Ella, que había tenido la amarga experiencia de la pérdida del Niño Jesús en la celebración de la Pascua, ¿cómo iba a separarse de Él en ésta que fue su última Pascua? Ella, tan corporalmente unida a Jesús, ¿cómo iba a estar lejos, precisamente en la hora en que Jesús entregaba su cuerpo y su sangre? Si el cuarto Evangelio nos dice que “estaban junto a la cruz de Jesús, María su madre….”, no nos diría de la misma forma, que en el momento del amor supremo, estaba junto a Jesús María, su madre, y el discípulo amado. No pensemos sólo, ni principalmente en términos geográficos, pensemos, sobre todo, en términos de intimidad personal, que supera todas las distancias.
No hay Eucaristía sin complicidad materno-filial, porque es la gran Celebración del Cuerpo y de la Sangre. María le dió carne y sangre al proyecto del Abbá. Por eso, en este jueves santo ella comprendió mejor que nadie que en la Eucaristía culmina la Encarnación. Y como la Eucaristía iba a ser Eucaristía continuada, así también la Encarnación seguiría siendo Encarnación continuada… hasta hoy, 14 de abril del 2022.
Entremos en el Cenáculo, en la celebración de esta tarde con María. Que sea ella nuestra mistagoga. Que ella nos haga sentir y experimentar aquello que hasta ahora no habíamos percibido: a honrar el Cuerpo. Ese Cuerpo misterioso que rebasa todos los límites y nos vuelve a todos, Cuerpo suyo. ¡Comulguemos y veneremos los cuerpos de todos los seres humanos!
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