Hay grupos y personas en nuestra sociedad con un notable complejo de superioridad: pensemos en personajes públicos, en personas pertenecientes a un partido político o a un movimiento eclesial… o personas con una cierta autoridad… El mensaje de las lecturas de este domingo es muy adecuado para estas circunstancias tan frecuentes.
Decía el escritor francés Péguy que “lo peor no es tener un alma perversa, sino un alma acostumbrada”. Podemos decir también nosotros que “lo peor en la misión no es tener un alma perversa, sino acostumbrada”. Quienes hemos recibido el don de la misión –por parte de Jesús y de su Espíritu- nos volvemos con facilidad rutinarios, perdemos la mística inicial y convertimos la misión en un mero trabajo, ¡sin mística, sin pasión!
El mensaje de este domingo gira en torno a la humildad, el servicio y la sabiduría que viene de Dios, en contraste con la ambición egoísta y la búsqueda de grandeza mundana.
¿Quién es Jesús? ¡Quien no tira la toalla! El hombre coherente, fiel, que decide vivir según sus más profundas convicciones. Jesús quería eso mismo de sus discípulos.
En nuestras grandes y esplendorosas celebraciones litúrgicas, el sordomudo de la Decápolis -del que hoy nos habla el Evangelio de Marcos- resultaría anti-estético e incómodo: por su limitación física y sus complejos. Sin embargo, hoy Jesús lo pone en el centro de nuestra consideración. Y también la carta de Santiago nos invita a poner en el centro de nuestras celebraciones a los más pobres. ¿Por qué?
Distinguir lo bueno de lo malo no es tan fácil. Cada generación tiene su propia sensibilidad ética y moral. El bien y el mal son tan misteriosos que ninguna generación será capaz de captar todo su misterio. Unos hablan peyorativamente del “relativismo moral”. Otros presumen de su “absolutismo moral”. ¿Qué nos dice hoy la liturgia? ¡Esa es la clave!
Cuando Jesús anunció a sus seguidores que les entregaría su Cuerpo y Sangre, la mayoría de ellos lo abandonaron. Solo quedaron unos pocos y a éstos les preguntó: “¿También vosotros queréis iros?”. Algo de esto sigue sucediendo cuando vemos que no es numeroso el número de cristianos que escuchan con atención la Palabra de Dios y que después recibe con amor apasionado el Pan Eucarístico.
¿Se encuentra la humanidad en una época de cambios, o en un cambio de época? Más atrevido sería aún preguntarse: ¿no estaremos en una época de mutación del mismo ser humano? Hace unos años el filósofo francés Luc Ferry, publicó un interesante libro que tituló “La revolution trashumaniste”[1] . No pocos autores siguen reflexionando sobre el mismo tema. El desafío trans-humanista se va imponiendo silenciosa y no espectacularmente. ¡No lo minusvaloremos! El desafío es muy serio, ¿para bien o para mal?
No es frecuente contemplar la Eucaristía desde la perspectiva del libro de los Proverbios o de las profecías de Daniel. ¡Así lo hace la liturgia de este domingo! Esta perspectiva revoluciona nuestra vivencia de la Eucaristía. La torna terapéutica y revolucionaria.
Esta fiesta de la Asunción es la fiesta del Milagro, del final de la peregrinación, de la sinodalidad totalmente cumplida. En sinodalidad con María conocemos cuál es la meta del camino.
Dividiré esta homilía en tres partes:
En camino con María
Hacia el final de nuestra peregrinación
La Mujer del Apocalipsis
En camino con María
Los Evangelios nos presentan el camino de la madre de Jesús desde Nazaret hasta el Gólgota. Y… después el día de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo se derrama como luz, vida y fuego sobre la comunidad cristiana, “la madre de Jesús estaba allí”. Ese día nació la Iglesia “por obra del Espíritu Santo y de María virgen”. Y también la Iglesia emprendió su camino.
Pentecostés fue -para la Iglesia- como Nazaret: el comienzo de lo que llegará a su plenitud al final de los tiempos.
En Pentecostés nacimos por obra del Espíritu Santo y de María. Fue el día de nuestra primera consagración. Lo que aconteció abiertamente en Pentecostés, había acontecido secretamente en el corazón de María en Nazaret. El corazón de María es la habitación superior del Cenáculo, donde la humanidad redimida se reúne. Pentecostés tiene su origen en el Corazón de María. Fue allí donde nació la Iglesia. El fiat de la anunciación fundamenta todo lo que vendrá después.
Hacia el final de nuestra peregrinación
El camino de la Iglesia se re-inicia cada día en el Bautismo. Nuestros compromisos cristianos posteriores (consagración conyugal, profesión religiosa, compromisos carismáticos) son un bautismo carismático continuado, un Pentecostés alargado en el tiempo, que siempre acontece en el corazón de María, porque “María está allí”. Los primeros Padres griegos hablaban del corazón de María como “el vaso sagrado de todos los misterios”: El “vaso espiritual”, colmado del Espíritu Santo.
La Mujer del Apocalipsis
Después de Pentecostés llega la última etapa de María en la tierra y su primera etapa en el cielo. Se revela quién es María: un ser de Cielo y de la Tierra, como la Mujer del Apocalípsis capítulo 12.
El misterio de la Asunción de nuestra madre María en cuerpo y alma al cielo nos pide que elevemos nuestros ojos a la gloria que envuelve a la Madre de Jesús en su entrada en la gloria eterna. María forma parte así de los primeros frutos de aquellos que duermen (1 Cor 15, 20). En María nos ha llegado la plenitud de los tiempos (1 Cor 10,11) y se inicia la glorificación de la Iglesia.
En la fiesta de la Asunción, la Iglesia celebra su asunción, su gloria final (Santo Tomás de Aquino). La asunción de María es la luna, que refleja el sol de la resurrección de Jesús. Y ese es el destino de nuestra sinodalidad, el lugar del milagro infinito y misterioso.
Conclusión
Nuestro camino sinodal va subiendo lentamente a través de los caminos de la ascética y la mística hacia la gloria eterna.
Desde su Inmaculada Concepción hasta su gloriosa Asunción, María es un símbolo de toda la vida de la Iglesia y de nuestra vida espiritual. La historia de la Iglesia comienza en el seno de la Virgen María y culminará en el cuerpo glorificado de María