Para dirimir una cuestión tan compleja como la ordenación de las mujeres (sea para el diaconado, para el ministerio presbiteral o episcopal) sería necesario convocar un Concilio y contar con la reflexión conjunta de toda la iglesia, con un fino instinto ecuménico. ¡No habría nada que temer! Al contrario, la iglesia universal y sus iglesias particulares –que desde el concilio Vaticano II, se han puesto en camino sinodal- sabrían interpretar adecuadamente, con la oración y la luz del Espíritu “que sopla donde quiere y el tiempo que quiere” cuál es la voluntad del Dios para su Iglesia en este tiempo. De eso, se trata: de conocer la voluntad del Señor y no tanto de hacer nuestra voluntad[1]. En todo caso, hay ciertas conclusiones que cada vez parecen más sólidas en la reflexión teológica y la praxis de la iglesia. Voy a enumerar y comentar brevemente algunas de ellas:
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