La Iglesia estaba abarrotada de fieles. Los padres-madres, madrinas y padrinos allí estaban, llevando en brazos a los niños que iban a ser bautizados. Al párroco no le fue difícil concentrar la atención de aquella asamblea un tanto bulliciosa. Inició la celebración con estas palabras: “¿queréis ver a Dios? ¡Contempladlo en ese niño pequeño que lleváis en vuestros brazos!”. Se hizo el Silencio… y se inició la búsqueda… Quizá María y José escucharon de un misterioso ángel -cuando llevaron al Niño Jesús al Templo de Jerusalén- unas palabras parecidas: ¡Él es el Niño-Dios! ¡El Grande tan pequeño! ¡la Palabra en el balbuceo!, ¡el Todo-poderoso tan necesitado!
La grandeza en la pequeñez
María y José se acostumbraron a entender de otra manera eso de “la grandeza de Dios”, a descubrir la “trascendencia” en lo más cercano e inmanente. Quizá no supieran formularlo, pero su experiencia de Dios, era, ante todo, la experiencia del Hijo que tenían en sus manos y, ante su vista, iba creciendo día a día en gracia y en estatura.
El Hijo les revelaría al Abbá. José tuvo que sentirse a veces un poco fuera de honda: la pertenencia de Jesús a María y a su Abbá del cielo le harían pensar: ¿qué hago yo aquí? Aunque su título legitimador era, sobre todo, el ser “esposo de María” y, por lo tanto, llamado a tener con ella un solo corazón, una sola alma y todo en común.
El Abbá misterioso de Jesús tenía una peculiar presencia en la casa de Nazaret. María y José irían descubriendo sus rasgos en el Jesús que crecía. Jesús era para ellos el mejor libro de teología. ¡Dios está aquí!, se dirían más de una vez. A nosotros también nos pasa en algunas ocasiones: lo que nos resulta sorprendente, inexplicable, fantástico, recibe esta respuesta: ¡Dios está aquí!
El aroma de Jesús
Jesús, como toda persona, como algunas personas en especial, como la mejor persona que ha pasado por la tierra, desprendía un “aroma especial”. No se trataba de ningún perfume adherido al cuerpo, sino del perfume que se desprendía de su propio cuerpo-alma. Jesús tenía la capacidad de crear espacios aromáticos en los cuales se sentía la venida del Reino de Dios. Y es que Jesús desprendía “espíritu”; se le notaba envuelto en el Espíritu.
Cuando estalló la vocación de Jesús y se hizo explícita, María contempló lo que nunca hubiera imaginado: la humildad de Dios, el cariño que Dios tiene por todas sus creaturas, la educación de Dios y el respeto sumo hacia el otro, la capacidad de sacrificio de Dios, la belleza y el atractivo de un Dios insuperable. ¡Y todo lo veía plasmado en el Hijo, en su Hijo! Según los evangelios fue a los 12 años la última vez en que María lo llamó “¡hijo!”. ¿Se sentiría María estremecida ante la filiación divina de su Jesús, capaz de obnubilar la filiación que a ella le correspondía?
El Espíritu de Jesús
María supo, al final de la vida de Jesús, quién era el Espíritu. Él lo comparaba con el agua que brotaba a borbotones de sus entrañas, de su costado, y que todo lo llenaba de vida y amor. María percibió como nadie el aroma del Espíritu que procedía del Padre y del Hijo. Y cuando murió el Hijo, su Hijo, ella estaba allí para recoger la herencia viva: ¡el Espíritu!
¿Dónde estaba Dios? se preguntaba el papa Benedicto XVI al visitar el campo de concentración de Auschwitz. La cuestión más importante hoy quizá no sea si existe Dios, sino: ¿dónde se manifiesta Dios, dónde está Dios?
¿Hacia dónde mirar?
Aquel párroco tuvo un gran acierto a dirigir los ojos de los padres hacia sus hijos e hijas. Cuando nosotros dirigimos los ojos hacia aquellas personas que “nos conciernen”, que “nos afectan de verdad”, que participan del misterio de lo filial, de lo fontal, de lo aromático, entonces podemos comprender de alguna forma el gran Misterio que nos envuelve. Hoy no es día para lamentarse por la ausencia de Dios. Hoy es día para lamentarse por estar ciego ante tanta luz y belleza, por ser insensible ante tanto Amor como nos envuelve, por olvidarnos de la Fuente de la que estamos manando. Hoy es día para exclamar: Abbá, Jesús, Santo Espíritu y sentir que ¡Dios está aquí!
Para contemplar y meditar:
LA CABAÑA: Encuentro
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