ASCENSIÓN DEL SEÑOR: MISTERIOSA AUSENCIA

Dividiré esta homilía en tres partes:

  • El hecho: subió al cielo… no quedó en la tierra
  • La ausencia: lo echamos de menos.
  • El deseo: Marana Tha

El hecho: Subió al cielo… no quedó en la tierra

Cuando celebramos la “Ascensión de Jesús en cuerpo y alma al cielo”, ¿somos conscientes de la distancia que nos separa de Él? ¡Jesús es el gran ausente! Ha dejado vacío su puesto… Nos ha dejado “huérfanos

Seamos conscientes de esa ausencia y no nos contentemos, sin más, con las re-presentaciones: nadie es capaz de cubrir su ausencia… ¡Jesús subió al cielo!

Deberíamos “echar de menos” a Jesús muchas más veces. Lo echó de menos Marta, la hermana de Lázaro, cuando le dijo a Jesús: “Si hubieras estado aquí mi hermano no habría muerto”.

Nos hemos habituado demasiado en la Iglesia a la ausencia de Jesús y no lo echamos de menos: ¡Jesús está en el cielo! Algunos grandes creyentes como san Agustín o el gran reformador protestante Calvino resaltaron mucho la ausencia de Jesús: son “otras voces” las que nos transmiten sus palabras; son los “símbolos de pan y vino, agua, u óleo, o gestos de algunas personas” los que nos transmiten su presencia. El Cuerpo de Jesús -decimos ahora- que es la Iglesia… pero su Cuerpo está en el cielo.

La ausencia: ¡lo echamos de menos!

Fray Luis de León, poeta y místico de nuestro siglo de Oro hizo del tema de la ausencia de Jesús un tema central. “Y nos dejas, Pastor santo, / en este valle de lágrimas lleno/ sin luz, sin paz, sin ti, sin esperanza/ de tristeza, de soledad, de miedo!”. Resaltaba en sus poemas la ausencia física de Jesús y la necesidad de buscarlo en la intimidad de su corazón y en la dimensión espiritual de nuestro ser.

Un poema de tiempos de santa Teresa de Jesús y de autor anónimo, ante el cual Teresa quedó extasiada decía: “No quiero contento, mi Jesús ausente,/ que todo es tormento a quien esto siente/ solo me sustente su amor y deseo, / veante mis ojos, muérame yo luego. Y luego concluye: ¿Quién te habrá ocultado bajo pan y vino? ¿Quién te ha disfrazado, oh, Dueño divino? ¡Ay que amor tan fino se encierra en mi pecho! Veante mis ojos, muérame yo luego”

No es fácil entender el “conviene que yo me vaya”, cuando Jesús nos dijo también: “¡sin mí no podéis hacer nada! Jesús, en este día, quiere provocar nuestra fe y nos pide dar un salto en el vacío. Desea ser creído, y no simplemente aceptado por las evidencias. Desea ser deseado y no simplemente aceptado como un hecho evidente.

¡Cuánta impresión producen los hombres y mujeres buscan a Jesús, que buscan a Dios! Quienes perciben ya en la tierra su presencia, su aroma (el buen olor), quienes lo descubren en sus símbolos sacramentales. Ya desde la antigüedad la vocación de monje o monja se verificaba a través de una pregunta del abad o la abadesa al candidato: “¿a qué vienes? La respuesta no podía ser otra que ésta: “¡a buscar a Dios!”, a “buscar a Jesús”. 

¡Marana Tha!

Ante la experiencia de la ausencia de Jesús solo nos queda repetir una y otra vez lo que proclamamos después de la consagración eucarística: “¡Ven, Señor Jesús!”.

Estamos en una barca que se hunde… y le gritamos: “¿No te importa que perezcamos? ¡Ven Señor!

¿Por qué te has ido?.. Y a pesar de su ausencia, ¡creemos en su presencia! ¿No es ésta la verdadera fe? Los días antes de Pentecostés nos pueden reunir en oración para buscar, para suplicar un poco más de presencia, para esperar una salvación más efectiva.

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MARÍA, CÓMPLICE DEL ESPÍRITU SANTO, en el Pentecostés continuado de la Iglesia

Todo comenzó cuando Ella, la joven de Nazaret, desposada con José -descendiente del rey David-, engendró en su vientre el secreto más antiguo y sagrado: al mismo Hijo de Dios. El varón José fue su esposo, pero… no el padre biológico del hijo de María. El Espíritu, como un alfarero de estrellas, moldeó el corazón y el cuerpo de María virgen para que recibiera la semilla divina y la hiciera germinar; durante nueve meses, el Espíritu Santo fue tejiendo en ella el Misterio más sorprendente: la encarnación del Hijo de Dios

La piedad popular ha aclamado a María como “esposa del Espíritu Santo”. Sin embargo, María nunca es presentada como Esposa del Espíritu en el Nuevo Testamento. El esposo de María fue José, descendiente de la casa de David, y no el Espíritu Santo. El hijo de María no fue “hijo del Espíritu Santo”, sino “hijo de Dios Padre”. José, el esposo de María adoptó al hijo de María como hijo legal y así lo reconoció como descendiente de David. 

Si María no es “la esposa del Espíritu Santo”, ¿qué relación mantiene el Espíritu Santo con ella?

A esta pregunta deseo responder en el siguiente texto, afirmando que María es “la cómplice del Espíritu Santo”. Y lo dividiré en cuatro partes:

  • María, “cómplice del Espíritu”
  • María en la Misión del Espíritu Santo
  • La “toda Santa” en Alianza con el Espíritu Santo
  • La misteriosa y permanente presencia de María
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